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Derechos Existenciales

PETERx15 de Octubre de 2014

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PERSONA Y “DERECHOS EXISTENCIALES”

por Ricardo D. Rabinovich-Berkman*

A Don Carlos Fernández Sessarego,

mi querido maestro a la distancia

τὰ θνητὰ δ΄ οὐ νῦν πρῶτον ἡγοῦμαι σκιάν

“La condición humana siempre me ha parecido una sombra”

Eurípides, Medea, 1224

1. En busca de fundamentos

Llevo más de tres décadas enamorado de dos entidades. Una física, Ester, mi compañera en la vida. La otra, ideal: la interminable y polifacética temática de los derechos fundamentales de la persona humana. Esos derechos que, al mismo tiempo, parecen tan claros y obvios si se los mira de lejos (tanto que se corre el riesgo de darlos por sentados) y en cambio se complican hasta la histeria en la medida en que profundizamos. Un poco como decía del tiempo San Agustín.

Desde un comienzo, mal nutrido en una Facultad que, presa entonces de la censura ideológica de la dictadura militar, tendía a reducirlo todo a un iusnaturalismo muy elemental, me resultaron insuficientes los fundamentos que mis profesores y la mayoría de las obras que leía esgrimían para defender esas prerrogativas. Que, por otra parte, era bien alienante oírlas declamar en clase mientras se las violaba horrendamente alrededor.

Ni hablar de los argumentos religiosos, tan comunes en el contexto argentino. Éstos siempre me han parecido enormemente respetables, además de poéticos y románticos, pero no científicos. Y requieren de un primer momento de adhesión fiduciaria a un contenido determinado, que puede ir desde predicados muy sencillos (la existencia de Dios) hasta estructuras altamente complejas (las enseñanzas papales como instrucciones emanadas del Espíritu Santo, por ejemplo).

De ninguna manera me convencieron nunca las tesis de la naturalidad. Si disecciono un ente humano hallo un estómago, un corazón, dos riñones… Eso es “natural” al humano. Pero no encuentro derechos. Ni siquiera la tan huidiza dignidad humana, se me aparece.

A lo largo de los siglos, los sustentadores de las posturas “naturalistas” han ido variando de metodología (la comparación con los animales, el estudio de las instituciones comunes entre las diferentes comunidades humanas, las elucubraciones racionales en busca de la “lógica natural”, etc.) Hitler también se creía defensor de la naturaleza humana (claro que, para él, esa naturaleza era violenta y soberbia, inspirada en un coctel de Nietzsche, Darwin y Galton, poco entendidos los tres). Y los ideólogos jurídicos (que los hubo, je me souviens très bien!) de la usurpación cívico-militar argentina de 1976, se declaraban en general piadosos iusnaturalistas, dispuestos a justificar con elipsis asombrosas las torturas, las violaciones, las apropiaciones de niños y las desapariciones nocturnas (o, por lo menos, su propio silencio).

He leído hasta el cansancio que estos derechos “son inherentes al ser humano”. Poder demostrar eso, como diría Joan Manuel Serrat, “sería fantastic”. Si ello se consiguiera, el debate habría terminado y nos iríamos, felices como niños con postre, a nuestras casas a brindar por la tranquilidad definitiva de nuestra vapuleada especie. Pero, más allá de lo dulce y bienintencionado de esta fórmula, lo tristemente cierto es que carece de cualquier sustento empírico, objetivo. Es una de esas afirmaciones para que todos la reciban en silencio, y nadie quiebre el tácito acuerdo con un indecoroso “¿porqué?”

Dí a luz el primero de mis devaneos sobre estas cuestiones hace algunos años, en 1986, en un articulito llamado Reflexiones acerca del conocimiento de las leyes, publicado en el Boletín de la Asociación Argentina de Filosofía del Derecho (nº 31). Contemporáneamente expuse en las III Jornadas Nacionales de Filosofía Jurídica y Social un trabajo intitulado Algo más acerca de la justicia. Y en 1988 volví al ataque, en las IV Jornadas Nacionales y Primeras Rioplatenses de Filosofía Jurídica y Social, con una comunicación denominada Proyectos, coproyectos y democracias posibles. Estas dos últimas obrillas, gracias a Dios, no vieron la imprenta y, por obra de la misericordia divina, se han perdido irremediablemente.

Pero estos modestísimos trabajitos me abrieron una senda, que tercamente me obstiné en recorrer en los capítulos respectivos de mis libros, que llegarían con los años y las arrugas. Tozudez humilde, pero tozudez al fin. No por creerme patrón de verdad alguna, sino porque pienso que tengo algo interesante para decir. Aunque me escuchen poco. He procurado, y sigo haciéndolo hoy como el primer día, sólo que ahora más viejo y lento, hallar una fundamentación distinta para los derechos fundamentales de la persona humana.

Lógicamente, he navegado en este viaje aguas de la corriente filosófica con la que más me he identificado (sin ponerme nunca camisetas ni cabalgar a cruzadas por ella), que es el existencialismo. Línea poco exitosa, por cierto, en las Facultades de Derecho argentinas (a pesar del peso de una figura monumental como la de Carlos Cossio). Reconozco feliz, además, el influjo del maestro peruano don Carlos Fernández Sessarego , verdadero ejemplo de jurista humanista completo.

2. Muerte y tiempo

“El tiempo es la sustancia de que estoy hecho”, decía Jorge Luis Borges . Percibimos al tiempo como algo real, y nosotros nos sentimos seres que son en el tiempo. En un tiempo imparable, que soñamos inútilmente con detener, como hizo Josué cuando gritó “¡Detente, sol, en Gabaón, y tú, luna, en el valle de Aialón!” (Josué 10.12). Un tiempo que, por lo menos en tanto es nuestro tiempo de vida física, se nos impone como irremediablemente finito.

Nuestra ansia de inmortalidad es tan esencial a nuestra especie, que ya aparece (y es contundentemente refutada) en la Epopeya de Guilgamesh, escrita hace cuatro mil quinientos años . Cantaba el poeta latino Catulo (84-54 a.C.), urgiendo los favores de su amada: “Pueden los soles caer y surgir de nuevo; nosotros, una vez que fenece la breve luz, debemos dormir una noche perpetua” .

El gran sello que nos impone esa finitud temporal es la muerte, que establece un límite a nuestros proyectos. Reflexionaba el gran filósofo Séneca (4 a.C - 65 d.C.), ejemplo de estoicismo latino y verdadero antepasado del existencialismo, que: “la mayor parte de los mortales se queja de la malignidad de la Naturaleza, por habernos engendrado para un tiempo tan breve y porque este espacio de tiempo que se nos dio se escurre tan velozmente” .

No sabemos cuándo llegará la muerte, pero es seguro que ella va a venir. Borges escribe: “Tras el cristal ya gris la noche cesa / y del alto de libros que una trunca / sombra dilata por la vaga mesa, / alguno habrá que no leeremos nunca” . La muerte pone límites (tal el título de este maravilloso poema) a nuestro tiempo. En metáfora cara al ya referido Serrat, ella “para nuestro reloj”. Su omnipresencia nos obliga a ser concientes de la brevedad de nuestro tiempo.

En la payada con el moreno, uno de los tramos más logrados del Martín Fierro, a la pregunta sobre “qué es el tiempo”, el famoso gaucho responde: “Porque el tiempo es una rueda, / y rueda es eternidá; / y si el hombre lo divide / sólo lo hace, en mi sentir, / por saber lo que ha vivido / o le resta que vivir” . El principal capital del humano parece ser su tiempo. “Time is money” dijo algún norteamericano, cuyo nombre gracias a Dios no pasó al recuerdo. Pero no… más bien, ¡"time is life"!

Mors motor. La muerte parece actuar como el motor de nuestra existencia. “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte” . Ella “hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último” . En el extraordinario cuento del que surgen estas frases, un hombre busca el pueblo de los inmortales… y los halla, pero convertidos en cavernícolas silenciosos. El resultado de su vida eterna no ha sido el progreso, el crecimiento intelectual, la gloria (como el protagonista presumiera), sino la indiferencia, la quietud (“recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho”, dice). Aquellos imaginarios inmortales, cansados de sus eones vacíos, ansían ahora hallar un río cuyas aguas les permitirán… morir.

Simone de Beauvoir, la brillante escritora existencialista francesa, dedicó a Jean Paul Sartre, su compañero, la novela Todos los hombres son mortales, que comparte mucho con ese cuento de Borges (al que es tres años anterior, y que tal vez haya inspirado) . Su protagonista, un caudillo italiano medieval de nombre Fosca, está lleno de ambiciosos proyectos para su pueblo, y para la humanidad entera. Sólo necesita de tiempo, de un tiempo sin límites. Y lo consigue, por medio de un brebaje milagroso. Pero sólo para descubrir que junto con la muerte se la ha ido el sentido de la vida, y en su lugar se ha instalado para siempre el tedio.

Fosca ha presenciado la Revolución Francesa. Un revolucionario, feliz, le dice: “Mañana aún deberemos luchar. Pero hoy somos vencedores. Sea lo que sea que suceda, es una victoria”. Fosca, desde sus centurias sin horizonte, lo observa. Recordándolo en el siglo XX, piensa: “Hoy. La palabra tenía un sentido para ellos. Para ellos, había un pasado y un porvenir: había un presente” . La inmortalidad ha hecho de Fosca un muerto en vida, un extranjero a la Tierra (“Un hombre de ninguna parte, sin pasado, sin porvenir, sin presente. Yo no quería nada; yo no era nadie” ). Inundado de vacío, Fosca se retira a un bosque y duerme…

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