FILOSOFIA
Enviado por • 6 de Mayo de 2014 • 1.853 Palabras (8 Páginas) • 221 Visitas
La desmesura de la felicidad
a) La «eudaimonía griega»:
aproximación terminológica
«Todos los hombres aspiran a la felicidad». Esta frase que
encontramos en la ética de Aristóteles podría ser firmada sin muchos
reparos por cualquier filósofo que pretenda reconocer una de las
aspiraciones más dignas de todo ser humano, la de vivir «en plenitud».
Pero los problemas comenzarán cuando empecemos a determinar en
qué consiste esta plenitud y cómo lograr que nuestra vida esté «a
rebosar», pues vivir «en plenitud» no es sólo vivir satisfecho, sino estar
a punto de desbordar los límites de nuestra propia existencia. En este
«rebosar» que supera el mero estar contento consiste la desmesura
de la felicidad. Vayamos por partes e iniciemos nuestra reflexión con
algunas precisiones. Con el término «felicidad» traducimos el vocablo
griego eudaimonía. Aristóteles lo empleaba para designar el fin (telos)
de todas las acciones, llegando a ser el bien supremo al que
aspiramos como hombres; por ello, cuando una tradición ética explica
el obrar humano como una acción orientada conforme a fines, se
llamará explicación teleológica. Al ser la felicidad ese fin que se
persigue, entonces nos hallamos ante un sistema filosófico que recibe
el nombre de eudemonismo.
Aunque el término «felicidad» sea el que más se aproxime al
significado originario, hay otras palabras como «bienaventuranza» o
«dicha» que también designan lo que Aristóteles pretendía.
Etimológicamente significa ser favorecido por un «buen» (eu) «hado»
(-daimon), participar en un buen destino. A pesar de que este matiz no
era utilizado habitualmente por el hablante coloquial de los siglos V y IV
a. C., tiene la ventaja de recoger un dato clave: la importancia de ir
siendo agraciado por la fortuna. También había otro término con el que
se acentuaba todavía más el carácter de «regalo» que tiene la
felicidad. Se trata del término makaría o makariótes, menos utilizado
por Aristóteles, pero más querído y utilizado por Platón. La razón es
sencilla: Platón incide menos en la construcción de un carácter
personal, le da menos importancia al esfuerzo y a la voluntad de
felicidad que al hecho de que sea «regalo», «donación» y «gracia» de
los dioses. Lo realmente difícil será mantener esta tensión entre una
felicidad que es preparada por el esfuerzo de la voluntad y una
felicidad que acontece independientemente de los esfuerzos que
realice la limitada voluntad humana.
El término no siempre se traduce bien, porque cualquier traducción
debería incluir, conjunta e indisociablemente, la noción de vivir bien
(dimensión subjetiva) y comportarse bien (dimensión objetiva); de ahí
que, según se incida en uno y otro aspecto, estemos ante un
eudemonismo subjetivo o ante un eudemonismo objetivo. No sin cierto
tono aristocrático, el uso aristotélico de esta palabra refleja el firme
sentimiento griego de que la virtud y la felicidad -en el sentido de
prosperidad- no pueden divorciarse por entero. Esta ambigüedad
permite conceptuarlo subjetiva u objetivamente, pudiendo ser, a la vez,
un vocablo descriptivo (estar contento, vivir agradablemente) o un
vocablo normativo (llevar una vida digna o noble). La tarea prioritaria
de la ética aristotélica será la de concretar, llenando de contenido
normativo, dicho concepto, esbozando un modo de vida apropiado
para la consecución de la felicidad.
FELICIDAD/QUE-ES: Será difícil llegar a un acuerdo sobre el modo
de lograrla, porque para cada uno es una cosa distinta. En un nivel
puramente conceptual puede existir acuerdo en que designa el bien
supremo, la aspiración máxima del hombre; pero en un nivel puramente
fáctico constatamos no sólo la dispersión en las realidades a las que
nos referimos, sino la variabilidad con la que cada uno lo entiende:
«... acerca de la naturaleza misma de la felicidad no hay acuerdo ni
unanimidad entre los sabios y la multitud» 3.
El propio Aristóteles señaló que un día feliz no hace que podamos
llamar «feliz» a un hombre. De ahí que la felicidad no pueda ser solo
un estado emocional, sólo un placer puntual, sólo una habilidad
técnica, o sólo un bienestar pasajero. No puede tener un carácter
puntual ligado a un único momento de nuestra vida, o a sólo una
faceta de la misma; es algo que afecta a su totalidad. La realización de
una buena acción puede proporcionarnos un instante de felicidad,
pero no la felicidad plena, porque, tomada en serio, atañe al conjunto
de nuestras acciones, a la suma de todos nuestroS actos y, en
definitiva, al conjunto de nuestro obrar. Por eso, aunque tengamos
instantes de felicidad, cuando nos preguntan si somos o no felices
siempre intentamos evaluar y ponderar la totalidad de la vida que
hasta entonces hemos llevado.
No se tratará únicamente de hacer con el conjunto de nuestra vida
una «obra» para conseguir, al final de su realización, la felicidad. Se
tratará de una bondad que también está en el obrar mismo, en el modo
como realizamos la práctica más adecuada a nuestra condición
humana. La felicidad por ello no es un «premio» que se obtiene al
obrar bien; no es exterior a los quehaceres, tareas y prácticas del
concursar humano, sino que se va logrando en aquel modo de vivir
que nos es más propio como seres humanos racionales. Pero como no
todos coincidimos en el modo de entender la dignidad y plenitud,
tampoco en la historia de la filosofía moral encontramos unanimidad en
los distintos sistemas morales.
b) «Felicitas» y «beatitudo» en la cultura clásica
En esta primera delimitación no podemos pasar por alto la transformación que el concepto tiene en la cultura latina. Aunque no exactamente, hay dos palabras que aproximadamente se corresponden con eudaimonía y
makairos, a saber, felicitas y beatitudo. La primera procede de felix,
adjetivo que nombra lo fructífero, lo fértil, lo fecundo. Así, felicitas es
sinónimo de fecundidad, fertilidad y prosperidad. Para algunos, el
término beatitudo es creación de Cicerón, posterior a beatus, y ambos
originarios del verbo beo que quiere decir colmar, llenar, no dejar que
falte nada. Mientras felicitas acentúa la fecundidad, la fertilidad y la
prosperidad en un mundo donde conviven bienes y males, con
beatitudo nombra Cicerón el complejo acumulado de bienes,
eliminados todos los males 4.
Aspirar a la felicidad será, por una parte, aspirar a tener una vida
fructífera y plena, tener aquí y ahora (intramundanamente) una vida
dichosa. Pero con el término beatitudo se vincula la felicidad a la
perfección de la naturaleza humana, perfección que en la moral
cristiana se logrará con la esforzada contemplación («beatífica») de
Dios, y que va a suponer una felicidad que desborda lo histórico y que
roza la auténtica desmesura que supone la eternidad. Será menester
no perder de vista esta tensión ética y antropológicamente productiva
(tensión que desaparecería si la entendiésemos sólo como felicitas)
con el fin de no encontrarnos en un planteamiento reduccionista que
evite (o que cruce con excesiva rapidez) los puentes que unen la
felicidad histórico-intramundana (felicitas) con la felicidad desbordante
y casi suprahistórica propia de quienes están desbordados de gozo
por la experiencia que tienen de un dios que les planifica y les contenta
(beatitudo) 5.
Así, pues, tan peligroso como no pensar estos puentes es cruzarlos
demasiado deprisa u olvidarse de ellos. El olvido injustificado de estas
experiencias de plenitud (aunque nos puedan parecer cosa de otras
épocas) es una de las causas por las que una felicidad de «ideal
perfección humana» se ha ido transformando en una meta abstracta y
lejana. Una meta de la que ni siquiera ha podido prescindir el hombre
de la «era atómica» y que forma parte de su radical estructura como
ser histórico y esperanzado. Al poner el listón tan alto y al olvidar,
numerosas veces, lo que de histórico hay en el concepto teológico de
salvación, se ha ido limitando progresivamente la dimensión
«perfectiva», reduciendo el concepto a simple sentimiento de placer
individual, fragmentario y subjetivo, vinculándolo a un bienestar
puramente mental.
En este sentido, la promesa cristiana de felicidad que irrumpe con la
formulación de las «bienaventuranzas» retoma esta tensión de
perfectividad intramundana. Y lo hará condicionando éticamente el
tiempo histórico, desbordándolo, dotándolo de una dimensión de
plenitud, de una cierta perfectividad, y de «buena-aventura» nunca
absolutamente alcanzada, pero de la que ya nunca podremos desistir.
Esta condicionalidad es capaz de transformar la dinámica del desear:
por un lado, distanciándola de una conceptuación puramente
casuística o puntual; por otro, alejándola de las connotaciones de
inmediatez, de la liberalidad arbitraria y de la superficialidad filantrópica
con las que a veces se presenta lo gratuito o supererogatorio.
c) La geografía de la felicidad
La pregunta por la felicidad no requiere una respuesta meramente
conceptual. Al descubrir la complejidad del problema que esconde el
concepto, no podemos dejar de preguntarnos si no hay algún rasgo
básico que siempre queda en manos del azar, del destino, de la suerte,
de la fortuna o, simplemente, de la «aventura». Además de otros
avatares históricos, una inadecuada conceptuación de este hecho ha
traído como consecuencia que los filósofos morales nos dediquemos
con mayor premura a la legitimación de normas que a la elaboración
de los esbozos racionales que determinen las condiciones de felicidad.
Unas condiciones que no sólo deben ser pensadas desde una
perspectiva soteriológica o individualista, sino desde una perspectiva
que sea la vez ética y política, personal y comunitaria, histórica y
trascendental.
En este sentido, una ética de la felicidad que se precie de tal debe
ser, a la vez, una ética de la responsabilidad. No sólo porque en caso
contrario estaría en cuestión nuestra coherencia ética, sino porque
habríamos asumido la esperpéntica función de representar los rasgos
más despreciables del bufón en el nuevo (des)orden mundial. Pensar
la geografía de la felicidad es comenzar a ofrecer mediaciones
históricas, éticas y políticas, para que ese deseo radical de plenitud
humana no sea privilegio de unos pocos. Nunca como ahora habíamos
tenido una conciencia tan clara de que están puestas las condiciones
técnicas y legales para hacer posible la felicidad de todos «sobre los
pies» y no sólo «en la cabeza» 6.
Una ética de la felicidad debe ser a la vez una ética de la
responsabilidad consciente de la precariedad de sus propuestas.
Precariedad que cuando se apoya en la universalidad de los derechos
humanos, en la mínima formalidad que representan y en la
macro-bio-ética a la que invitan 7, no renuncia ni a su pertinencia ni a
su necesidad. Ya no es posible pensar con seriedad las condiciones
de la felicidad sin las condiciones de la justicia; dicho con otras
palabras, es preciso reconstruir el sentido que pueda tener una ética
de la felicidad desde la posibilidad real de una vida humana digna para
todos.
La precariedad en las propuestas requiere, necesariamente, la
firmeza en las convicciones. Mientras que en el mal llamado «tercer
mundo» la carencia de posibilidades de humanización puede hacer
gratuita la reflexión sobre la felicidad, en el «primer mundo» el exceso
de posibilidades puede permitirnos el vanidoso lujo del escepticismo y
del relativismo moral. Para esta tarea será preciso introducir -ante
todo- ciertas dosis de serenidad y clarificación no sólo donde se da la
simplificación o el reduccionismo, sino también donde se postula la
«guerra de todos contra todos» o el «sálvese quien pueda» como
únicos principios felicitantes.
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