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Historia De La Filosofia Del Derecho

macabuena25 de Septiembre de 2013

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Capítulo VI

HISTORIA DE LA FILOSOFIA DEL DERECHO

1.- Entre los Primitivos

Nuestro itinerario nos encerrará dentro de los confines de nuestro ciclo cultural, que se abre en tierra griega y que invade, después, todo aquel mundo que llamamos civilizado. No de¬bemos, empero, creer que este ciclo preferido, o privilegiado, comprenda todo el mundo, y que más allá de sus confines no exista nada digno de nuestra atención. Otros ciclos de cultura han existido y existen todavía hoy; y la costumbre de no darles siquiera una mirada podría deberse, ya a nuestra soberbia, ya a nuestra pereza. Antes, pues, de encerramos en pequeño mundo, abramos por unos instantes las ventanas; ¬hagamos un orificio en el muro que rodea nuestra amada y rica prisión; y demos una ojeada a lo que sucede fuera de nuestra casa.

Iniciemos esta rápida excursión al exterior con una breve visita a los llamados primitivos, esto es, a aquellos pueblos que casi por definición, fueron tenidos por desprovistos de toda cultura, y por lo tanto, privados de ordenamientos jurídicos y totalmente ignorantes de la filosofía. Este juicio sumario es hoy día rechazado como anticuado y erróneo. También aquellos pueblos tienen una cultura, un derecho, una filosofía. En base a su cultura se los ha distribuido en una ordenada serie de ciclos; sus sistemas jurídicos se revelan siempre más com¬plicados; su filosofía nos puede hacer sonreír, pero a veces también nos sorprende, como aquella de los niños de Roma o de París, que se acercan a ella con un movimiento espontá¬neo e inconsciente, abusando del sustantivo “cosa” o del verbo “hacer” por lo que reciben ásperos reproches de sus buenos maestros. No nos extraña, pues, si se van multiplicando los libros que nos informan sobre las instituciones jurídicas de los denominados salvajes, y si comienzan a aparecer algunos otros libros que pretenden revelarnos su filosofía. En tales libros leemos sólo aquello que nos interesa. Puestos frente a la presión social, que fija direcciones y límites al arbitrio pri¬vado y colectivo, los negros habitantes de las forestas africa¬nas se preguntan, también ellos, como nuestros filósofos, de dónde nace la fuerza imperativa y vinculante de tanta regla, a veces muy incómoda.

Su respuesta a tal pregunta suele venir marcada por aquella mentalidad que tiene de infantil, en cuanto sobrevue¬la todos los puntos intermedios y reviste de pesada corpulencia sus mismas abstracciones; esto es, va dirigida a la causa última y la concretiza en una persona, en una cosa, en un hecho, concebidos conforme a su simplicidad intelectual y presentados en creaciones en consonancia con la pobreza de sus medios de expresión. Nos dirá, por tanto, que sus leyes reciben su prestigio del primer legislador, que fue un Dios, un héroe, en todo caso, un sujeto excepcional, que vio a fondo las necesidades de su pueblo, que se impuso con volun¬tad irresistible, y que tal vez todavía hoy vigila la observancia de las normas por él originalmente promulgadas. El hecho de aquella antigua promulgación nos será contado en tono fan¬tástico y mítico, y, sin embargo, bajo el aspecto grotesco se pulsa la necesidad filosófica, que deja al hombre insatisfecho frente a las leyes en vigor, y que lo impulsa a la búsqueda de una recóndita fuente de su fuerza; fuente que no se encuen¬tra en el curso ordinario de la historia y que viene proyectada sobre otro plano que tal vez sea imaginado de manera infantil, a semejanza del plano histórico y cotidiano de la vida misma.

Pero no debemos exagerar el infantilismo intelectual de nuestros primitivos. Escuchándolos con mayor atención y me¬nor desprecio se logra sorprender en ellos verdaderos esfuer¬zos de penetrar más a fondo. Para dar un ejemplo, leamos lo que escribe, un experto conocedor de los bantúes del África: “según los negros, la voluntad divina está expresada en la eco¬nomía del mundo y en el orden de las fuerzas, como ellos lo conciben; el conocimiento de un orden natural y necesario de las fuerzas forma parte de su sabiduría; nosotros podemos deducir de esto que para los bantúes un acto será calificado de bueno (o de malo) antes que nada desde el punto de vista ontológico; después será estimado bueno (o malo) desde el punto de vista moral, y en fin, por deducción, será tenido co¬mo jurídicamente justo (o injusto); los bantúes, en efecto, están todavía muy lejos de aquellas sutilezas que permiten a nuestros juristas hablar de un derecho positivo indepen¬diente de la filosofía o la naturaleza de las cosas.

Cuanto precede es suficiente para persuadirnos de que nuestros problemas son los problemas del género humano, y que el salvaje de la selva o de la estepa, cuando reflexiona sobre su mundo jurídico, siente surgir en su espíritu aque¬llos interrogantes, que constituyen el centro de nuestra filoso¬fía del Derecho; y las respuestas que él da son casi un prelu¬dio de las nuestras.

2.- En la India

Un gran ciclo o ambiente cultural, bastante lejano del nues¬tro, lo encontramos en la India, tierra que se nos aparece en¬vuelta en una atmósfera saturada de misticismo y por lo tan¬to poco apta para la vida del derecho, y menos todavía para la reflexión filosófica. Sin embargo, no debemos dejarnos in¬fluir mucho por esta primera impresión. La India es también la tierra clásica de los pacíficos contrastes u oposiciones; lo que para nosotros, occidentales, sería guerra, allá puede ser una buena amistad, o, al menos, una amigable tolerancia. Tra¬temos, pues, de mirar más allá de la superficie, y encontrare¬mos así que el soñador hindú, no obstante su incurable misti¬cismo, ha sabido legislar e incluso filosofar sobre las leyes. El ha vivido, por milenios, bajo uno de los más oprimentes sistemas jurídicos que haya conocido la historia: el sistema de las castas. Los hindúes están sobrepuestos los unos sobre los otros en cuatro planos: el sacerdotal, el militar, el comercian¬te, el servil; cuatro castas, cuatro mundos, que permiten que pocos privilegiados tengan a su servicio la mayoría, de la po¬blación. ¿Cómo fue posible crear estos fuertes desniveles, y después conciliarlos con el radical panteísmo que, deificando todo, debería igualarlo todo? ¿Y cómo es posible que la casta brahmánica, que hace ostentación de un místico desinterés por todo aquello que es transitorio, haya podido armonizar tanta elevación moral con el ávido aprovechamiento de los más bajos grupos sociales y de los más bajos fondos de la psicología humana? ¡La lógica de los nobles arios no se deja amilanar por similares obstáculos... occidentales! Un mito hábilmente ideado basta para enmascarar la incongruencia y justificar el hecho histórico. Las cuatro castas, como los cua¬tro Vedas, son proyectados sobre el escenario de la creación, funden sus raíces en la divinidad, despiertan con el primer inicio del proceso cosmogónico. Así el Código de Manú nos envía al Rig-Veda donde leemos que en un principio los dioses formaron el mundo extrayendo los brahmanes de la boca (de la cabeza), los guerreros de los brazos, los comercian¬tes de los riñones (de las costillas), los siervos de los pies de un monstruo gigantesco (Purusa), que es el origen y el sustra¬to del Universo. Así está justificada, por derecho divino, la injusta desigualdad social [1].

Como mérito de la India se suele recordar que desde su propio seno ella dio a luz una corriente doctrinal que superó la concepción de las castas: nos referimos al Budismo. Pero debemos anotar rápidamente que en la India la casta fue más fuerte que Buda. La nueva doctrina, como quería vivir, debió emigrar, buscando adeptos en Japón, en China, en el Tibet.

Verdaderamente las críticas budistas se mostraban desde un comienzo bastante audaces. No obstante no preocuparse di¬rectamente de la sociedad, ellas eran animadas por un espíritu terriblemente igualitario; cortaban de raíz el árbol y echaban las castas abajo sin siquiera nombrarlas. El tranquilo furor budista batió la hoz de tal manera que quitó todo funda¬mento al castillo brahmánico; y para impedir que el edificio resurgiera por obra de los dioses, destruyó también éstos o, por lo menos, los dejó agnósticamente fuera del horizonte. La igual¬dad social estaba hecha y asegurada. Pero este plano monóto¬no amenazaba con transformarse en un desierto; el desinte¬rés por las conveniencias sociales hacía que los hombres se sintieran indiferentes a las necesidades de la vida asociada; tu mirada fija sobre el Nirvana ya no reconocía valor alguno a todo cuanto estuviera relacionado con lo político o con lo jurídico. La India tuvo temor de este nihilismo; para salvar las castas echó a Buda.

Lo que hasta ahora hemos dicho, no obstante responder a las preocupaciones que anticipan la filosofía, está revestido de toques míticos, o no es más que una simple evasión de tipo ascético. En tierra hindú encontramos todavía doctrinas más sutiles, despojadas de mitos, y con la impronta del estilo de la filosofía pura, que no enmascara ni evita los problemas, si bien busca resolverlos desde muy alto. A nuestro propósito bastará señalar superficialmente aquellas doctrinas, conectándolas a tres palabras exóticas, pero que han llegado a ser patrimonio mundial: dharma, karma [2]. Bajo estos tres vocablos están escondidos los conceptos que permiten al filósofo interpretar el fenómeno jurídico encuadrándolo en la visión del Universo. En efecto, ellos señalan un orden universal que abraza todos los seres y todas sus acciones, sobre el plano físico y sobre el plano ético; señalan la estabilidad de este

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