Historia De Un Amor Turbio Capitulo1
PuntoyComa7 de Mayo de 2014
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CAPITULO 1 “HISTORIA DE UN AMOR TURBIO”
Una mañana de abril Luis Rohán se detuvo en Florida y Bartolomé Mitre. La noche anterior había vuelto aBuenos Aires, después de año y medio de ausencia. Sentía así mayor el disgusto del aire maloliente, de laescoba matinal sacudiendo en las narices, del vaho pesadísimo de los sótanos de las confiterías. El bello díahacíale echar de menos su vida de allá. La mañana era admirable, con una de esas temperaturas de otoñoque, sobrado frescas para una larga estación a la sombra, piden el sol durante dos cuadras nada más. Laangosta franja de cielo recuadrada en lo alto, evocábale la inmensidad de sus mañanas de campo, sustempranas recorridas de monte, donde no se oían ruidos sino roces, en el aire húmedo y picante de hongos ytroncos carcomidos.De pronto sintióse cogido del brazo. –¡Hola, Rohán! ¿De dónde diablos sale? Hace más de ocho años que no lo veo... Ocho, no; cuatro o cinco,qué se yo... ¿De dónde sale?Quien le detenía era un muchacho de antes, asombrosamente gordo y de frente estrechísima, al cual loligaba tanta amistad como la que tuviera con el cartero; pero siendo el muchacho de carácter alegre, creíaseobligado a apretarle el brazo, lleno de afectuosa sorpresa. –Del campo –repuso Rohán–. Hace cinco años que estoy allá... –¿En la Pampa, no? No sé quién me dijo... –No, en San Luis... ¿Y usted? –Bien. Es decir, regular... Cada vez más flaco –agregó riéndose, como se ríe un gordo que sabe bien quehabla en broma de la flacura–. Pero usted, –prosiguió– cuénteme: ¿qué hace allá? ¿Una estancia, no? No séquién me dijo... ¡También! ¡Sólo a usted se le ocurre irse a vivir al campo! Usted fue siempre raro, escierto... ¿A que usted mismo trabaja? –A veces. –¿Y sabe arar? –Un poco. –¿Y usted mismo ara? –A veces... –¡Qué notable!... ¿Y para qué?El muchacho obeso gozaba, muy contento, a pesar de la tortura del cuello que lo congestionaba, del pantalón que bajo el chaleco lo ceñía hasta el pecho, ahogándolo. Sentíase felicísimo con la ocasión de unhombre raro que no se ofendía de sus risas. –Sí, el otro día leía una cosa parecida... Astorga, eh? Tolstoi, eh? Qué bueno!Y a pesar de todo era un buen muchacho quien le hablaba, lo que hacía pensar de nuevo a Rohán en ladosis de corrupción civilizadora que se necesita para convertir en ese imbécil escéptico a un honradomuchacho. Por ventura, Juárez había pasado a mejor tema, informando a Rohán en tres minutos de unainfinidad de cosas que éste nunca hubiera soñado averiguar. Rohán lo oía como se oye sin querer, cuandouno está distraído, la charla lejana de los peones en la chacra. De pronto Juárez notó que la mirada de suamigo pasaba fija sobre él, y callándose miró a su vez. Dos chicas de luto avanzaban por la vereda deenfrente. Caminaban con la firme armonía de paso que adquieren las hermanas, el cuerpo erguido y lascabezas serias y decididas. Pasaron sin mirar, la vista fija adelante. Rohán las siguió con los ojos. –Son las Elizalde –dijo Juárez, bajando a la calle para estorbar menos y conversar mejor–. Qué tiempo queno las veía! Las conoce? –Un poco... –No lo vieron. Son monas chicas, sobre todo la más alta. Es la menor. Viven en San Fernando... Están muy pobres. –Yo creía que tenían fortuna... –Sí, en otro tiempo. El padre estaba bastante bien. Aunque con el tren que llevaban... Tenía hipotecadotodo. Murió hace cerca de un año.Rohán no pudo menos de hacerle notar: –Bien enterado...El muchacho obeso soltó una gran carcajada, echándose adelante de risa cómo una mujer.
–¡No tanto, no sea tan malo! –repuso–. ¡Hay que dejar de ser pobres, amigo Rohán! No todos tenemos lasuerte de heredar estancias... aunque tengamos que arar –añadió con otra carcajada, sujetándose de lassolapas de Rohán con cariñosa confianza.Se fijó en el traje de éste. –No trabaja con esta ropa, ¿verdad?... ¿Por qué no viene de botas?Pero Rohán se había cansado ya del excelente animalito, y caminaba solo.Lo que Juárez ignoraba es que Rohán conocía excesivamente a las de Elizalde. Tras una amistad de diezaños con la casa, Eglé, la menor, había sido su novia. La había querido inmensamente. Y allí estaban, sinembargo; ella paseando con su hermana su belleza de soltera, y él, soltero también, trabajando en el campo adoscientas leguas de Buenos Aires. ¡Eglé!...Repetíase el nombre en voz baja, con la facilidad de quien antes ha pronunciado mucho una palabra endistintos estados de ánimo. Pero, a pesar de que esas dos sílabas conocidísimas le evocaban distintamente lasescenas de amor en que las pronunció con más deseo, constataba que de toda la vieja pasión no le quedabasino el cariño al nombre, nada más. Y lo murmuraba, sintiendo únicamente al oírlo una dulzura oscura de palabra que antes expresó mucho, como los idiotas que con la vista fija repiten horas enteras: –Mamá... –¡Cuánto la he querido! –se decía, esforzándose en vano por conmoverse. Recordaba las circunstancias enque se había sentido más feliz; se veía a sí mismo, la vera a ella, veía su boca, su expresión... Pero todo estocon excesiva prolijidad, esforzándose más en recordar la escena que sus sensaciones, como quien trata defijarse bien en una cosa para, contarla después a un amigo.Caminaba siempre, pensando en ella, cuando se le ocurrió de pronto ir a verla.¿Por qué no? Aunque después del rompimiento no había vuelto más a casa de Eglé, aquél había sido provocado por causas tan particulares de ellos dos, que no halló inconveniencia en hacerlo. Sintió sobre todoviva curiosidad de ver qué emoción sería la suya cuando se miraran en plenos ojos... Y de nuevo evocaba lamirada de amor de Eglé, deteníala largo rato ante la suya, tratando inútilmente de revivir su dicha deaquellos momentos. Sabía por Juárez que vivían en San Fernando; costaríale poco averiguar dónde.Al día siguiente, a las tres, estaba en Retiro. Ahora que se acercaba a ella, que iba a verla antes de una hora,sentíase emocionado. Anticipaba mentalmente su llegada, la sorpresa, las primeras palabras, la ambiguasituación... Volvía en sí, y suspiraba hondamente para recobrar su pleno equilibrio. Pero al rato recomenzabael proceso –retrospectivo esta vez–; y así, con los ojos fijos en la ventanilla, mientras las chacras, las quintasy las casetas del guardavía colocábanse sucesivamente bajo su visual, volvió al pasado.
CAPITULO 2 “Ariel”
Junto a la estatua que habéis visto presidir, cada tarde, nuestros coloquios de amigos, en los que he procurado despojar a la enseñanza de toda ingrata austeridad, voy a hablaros de nuevo, para que sea nuestra despedida como el sello estampado en un convenio de sentimientos y de ideas.
Invoco a ARIEL como mi numen. Quisiera para mi palabra la más suave y persuasiva unción que ella haya tenido jamás. Pienso que hablar a la juventud sobre nobles y elevados motivos, cualesquiera que sean, es un género de oratoria sagrada. Pienso también que el espíritu de la juventud es un terreno generoso donde la simiente de una palabra oportuna suele rendir, en corto tiempo, los frutos de una inmortal vegetación.
Anhelo colaborar en una página del programa que, al prepararos a respirar el aire libre de la acción, formularéis, sin duda, en la intimidad de vuestro espíritu, para ceñir a él vuestra personalidad moral y vuestro esfuerzo. Este programa propio, —que algunas veces se formula y escribe; que se reserva otras para ser revelado en el mismo transcurso de la acción, — no falta nunca en el espíritu de las agrupaciones y los pueblos que son algo más que muchedumbres. Si con relación a la escuela de la voluntad individual, pudo Goethe decir profundamente que sólo es digno de la libertad y la vida quien es capaz de conquistarlas día a día para sí, con tanta más razón podría decirse que el honor de cada generación humana exige que ella se conquiste, por la perseverante actividad de su pensamiento, por el esfuerzo propio, su fe en determinada manifestación del ideal y su puesto en la evolución de las ideas.
Al conquistar los vuestros, debéis empezar por reconocer un primer objeto de fe en vosotros mismos. La juventud que vivís es una fuerza de cuya aplicación sois los obreros y un tesoro de cuya inversión sois responsables. Amad ese tesoro y esa fuerza; haced que el altivo sentimiento de su posesión permanezca ardiente y eficaz en vosotros. Yo os digo con Renan: «La juventud es el descubrimiento de un horizonte inmenso, que es la Vida». El descubrimiento que revela las tierras ignoradas necesita completarse con el esfuerzo viril que las sojuzga. Y ningún otro espectáculo puede imaginarse más propio para cautivar a un tiempo el interés del pensador y el entusiasmo del artista, que el que presenta una generación humana que marcha al encuentro del futuro, vibrante con la impaciencia de la acción, alta la frente, en la sonrisa un altanero desdén del desengaño, colmada el alma por dulces y remotos mirajes que derraman en ella misteriosos estímulos, como las visiones de Cipango y El Dorado en las crónicas heroicas de los conquistadores.
Del renacer de las esperanzas humanas; de las promesas que fían eternamente al porvenir la realidad de lo mejor, adquiere su belleza el alma que se entreabre al soplo de la vida; dulce e inefable belleza, compuesta, como lo estaba la del amanecer para el poeta de Las Contemplaciones, de un «vestigio de sueño y un principio de pensamiento».
La humanidad, renovando de generación en generación su activa esperanza y su ansiosa fe en un ideal al través de la dura experiencia de los siglos, hacia pensar a Guyau en la obsesión de aquella pobre enajenada cuya extraña y conmovedora locura
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