LA CABEZA DEL ARQUITECTO
osc.arq3 de Septiembre de 2013
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LA CABEZA DEL ARQUITECTO
por
Maurice LAGUEUX
Departamento de Filosofía
Universidad de Montreal
Traducción del francés:
Jorge Parra.
Marx, en un célebre pasaje del Capital en el cual busca evidenciar la cualidad propia del hombre, señala que si la abeja guiada tan sólo por su instinto, puede confundir "la habilidad de más de un arquitecto", no obstante "aquello que distingue a primera vista el más malo de los arquitectos de la más experta de las abejas, es que él construye la celda en su cabeza antes de construirla en la colmena". Este pasaje no es, sin duda, aquel en el cual se afirma con la mayor lucidez la originalidad del pensamiento de Marx, pero sin embargo constituye, y con cierta elocuencia, el testimonio de una convicción bastante característica de todo pensamiento que, como aquel de Marx, busca ser a la vez decididamente socialista y decididamente moderno. El socialismo, en efecto, propone concebir los planes de una sociedad mejor, y la modernidad puede reconocerse en la voluntad del hombre moderno para asumir su destino. La "cabeza" del arquitecto, donde son concebidos los planos de aquello que se construirá posteriormente, constituirá una especie de símbolo para quienes suscriben aquellos valores que evocan conjuntamente el proyecto socialista y la modernidad como tal. Aún si "el arquitecto" evocado en este pasaje de Marx es forzosamente tan sólo una figura un poco abstracta, puede resultar interesante el preguntarse si la historia de la arquitectura moderna y en particular la historia de los vivos debates de los cuales aquella fue el teatro, puede arrojar alguna nueva luz sobre la cuestión del socialismo y sobre todo sobre la cuestión de la "modernidad". Pero antes de ir más lejos en esta búsqueda, puede ser útil recordar un poco más precisamente por qué la arquitectura puede ser asociada de una manera tan espontánea tanto al socialismo como a la modernidad.
I) Socialismo, modernidad y arquitectura
a) Arquitectura y socialismo
Lo que Marx da a entender en este pasaje es que, si hay una superioridad del hombre sobre el animal, ella se manifiesta antes que nada, en el poder que tiene aquel de construir primero "en su cabeza" el plan de aquello que se empleará después para su realización, tal como el arquitecto construye primero "en su cabeza" la casa que él realizará después en el mundo real. Ahora bien, ¿qué otra cosa puede ser el socialismo sino la firme voluntad de construir un mundo que sea el resultado, no del azar de un mercado impersonal sino de un plan que los pensadores iluminados han construido primero en sus cabezas? Además, aquella idea que busca que toda intervención política importante suponga primero la elaboración de un "plan" de aquello que va a ser realizado, siempre ha estado estrechamente ligada al pensamiento socialista y, más generalmente, a todo pensamiento que espera transformar el mundo en nombre de cualquier utopía. En efecto, los utopistas de todas las edades han rivalizado literalmente en previsión y en su minucia cuando se ha tratado de concebir los planes de las ciudades ideales que han imaginado. Algunos de ellos estimaban conveniente tener que reunir el mayor número posible de cerebros en tal empresa, como Cabet, quien recomendaba proceder a través de concursos para concebir el plan de la casa modelo a partir de la cual serían construidas "todas las casas de la comunidad" que él deseaba ver edificarse. Otros preferían ocuparse directamente de los más minuciosos detalles de los proyectos, como Fourier, quien se atareaba en establecer planes minuciosos para la construcción de su Falansterio, los cuales inspiraron posteriormente a más de un arquitecto.
Podemos afirmar que el arquitecto que concibe los planos de una modesta vivienda no será en absoluto conducido a percibir su trabajo como un acto político inscrito en el marco de una empresa utópica. Pero cuando se trata por ejemplo de un proyecto de vivienda colectiva en el cual se propone un nuevo modo de vida a numerosas familias, la distancia entre el acto político y el gesto arquitectónico disminuye considerablemente. ¿Qué decir en el caso de los proyectos de urbanismo en los cuales los arquitectos han sido conducidos tan frecuentemente a aplicar sus conocimientos, comprometiéndose de hecho con una actividad en la cual las dimensiones políticas son manifiestas? Si concebir los planos de una unidad de vivienda colectiva constituye en sí un gesto político, concebir aquellos del centro de una ciudad o de una región entera, lo es aún más. Así, no sería sorprendente que, cuando se trata de planificar el ordenamiento de un vasto territorio, el arquitecto aborde las cosas con la ayuda de categorías suficientemente análogas a aquellas que le inspiran cuando se trata de construir una simple casa. Por ejemplo Le Corbusier en su célebre "Plan Vecino", no dudaba en proponer el arrasar una buena parte del centro de la ciudad de París para construir allí una serie de inmuebles cruciformes, racionalmente concebidos y alineados que debían, en una versión posterior modificada pero inspirada en la misma concepción, ser presentados como "inmuebles cartesianos". Esta proposición ha podido parecer descabellada, y sin embargo es comparable a aquella subyacente a los proyectos de "ciudad radiosa" de este célebre arquitecto, proyectos que están lejos de haber sido realizados en toda su amplitud, pero que, bajo varios aspectos, correspondían a lo mejor adaptado y más generoso que el espíritu humano podía concebir en aquel momento para responder a las necesidades reales de una humanidad cruelmente privada de sol, de aire puro y de vegetación. Se sabe que en el transcurso de los años 50, este racionalismo corbusiano pudo, entre otras cosas, encarnarse en dos capitales modernas construidas completamente en medio de tierras hasta ese entonces prácticamente inhabitadas y situadas en regiones particularmente inhospitalarias: Chandigard al noroeste de la India, cuya concepción fue confiada al mismo Le Corbusier, y Brasilia, la nueva capital de Brasil, la cual fue realizada por Costa y Niemeyer, dos discípulos de aquel arquitecto. Más adelante retomaremos este tema respecto del destino tan discutible de estas audaces ciudades experimentales así como de otras experiencias inspiradas en concepciones análogas, pero por el momento habrá sido suficiente el observar que los planes de los arquitectos toman a veces dimensiones que les acercan a aquellos que los socialistas deben concebir con miras a realizar las más ambiciosas utopías.
Es cierto que los planes de los socialistas no implican solamente la organización estructural de una ciudad o de una región: estos implican también el funcionamiento de la economía o de la vida social en general. De esta manera, después que los socialistas tomaron el poder en esa vasta comarca que más tarde conformaría la Unión Soviética, no demoraron en concebir el plan de aquello que debería ser la economía de ese país. Tal empresa era sin embargo considerable, y no fue sino a finales de los años 20 que un primer plan quinquenal pudo ser puesto en marcha. En aquel momento en Occidente se estaba tan profundamente convencido de la indiscutible superioridad del arquitecto sobre la abeja, que la idea de que un país viera su economía regulada por un plan preconcebido en la cabeza de algún arquitecto social, constituiría por largo tiempo la envidia de aquellos que debían contentarse con una economía de mercado que ciertamente parecía más próspera en ese momento, pero que se veía aún más amenazada por estar regida por tradiciones que de ninguna manera eran racionales y por no haber sido pensada con anterioridad en la cabeza de nadie.
Los arquitectos y los socialistas tenían entonces algo en común: la tendencia a concebir los planes antes de llevar a cabo la realización de un proyecto cualquiera. En el contexto del pensamiento socialista, la función del arquitecto casi encuentra algo del aura simbólica que le había otorgado en otro tiempo su lejana asociación con el pensamiento masónico. Sin duda alguna, no es casual que tantos grandes arquitectos del siglo XX hayan sido motivados por profundas convicciones socialistas. Es así como aquellos que más han contribuido a dar un impulso decisivo a la arquitectura moderna --Gaudí, Wright, Berlage, Mies van der Rohe, Le Corbusier, Gropius, para nombrar los más célebres, o aún Hannes Meyer, Mart Stan o Ernst May, para nombrar los más radicales-- se proclamaron sin ambages partidarios del socialismo, al menos en algún momento de su carrera. ¿Por qué sorprenderse de que un arquitecto sea seducido por la idea según la cual es más válido trazar el plan de una sociedad antes de construirla? Resulta difícil comprender cómo los arquitectos, quienes tenían más que nadie el hábito de concebir los planos y verificar la factibilidad de los proyectos que concebían primero en sus cabezas con ayuda de aquellos modelos reducidos constituidos por las maquetas, hubieran podido, cuando se trataba de instaurar la estructura de una economía, abandonar los principios que a juicio de ellos se imponían cuando se trataba de construir una unidad de habitación colectiva o cuando se trataba de planificar la organización de una ciudad. Entonces, en virtud de una especie de deformación profesional si nos atrevemos a decirlo, un arquitecto está inclinado a simpatizar con una acción política consistente en la ejecución de un plan preconcebido y la aplicación de principios racionales.
B) Arquitectura y modernidad
Los arquitectos modernos tenían por lo demás, una segunda razón para ser seducidos por esta manera de
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