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LA ESENCIA DEL CONOCIMIENTO


Enviado por   •  19 de Septiembre de 2015  •  Trabajos  •  7.816 Palabras (32 Páginas)  •  118 Visitas

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III LA ESENCIA DEL CONOCIMIENTO l conocimiento representa una relación entre un sujeto y un objeto. El verdadero problema del conocimiento consiste, por tanto, en el problema de la relación entre el sujeto y el objeto. Hemos visto que el conocimiento se representa a la conciencia natural como una determinación del sujeto por el objeto. Pero ¿es justa esta concepción? ¿No debemos hablar a la inversa, de una determinación del objeto por el sujeto, en el conocimiento? ¿Cuál es el factor determinante en el conoci‐ miento humano? ¿Tiene éste su centro de gravedad en el sujeto o en el objeto? Se puede responder a esta cuestión sin decir nada sobre el carácter ontológico del sujeto y el objeto. En este caso nos encontramos con una solución premetafísica del problema. Está "solución "puede resultar tanto favorable al objeto como al sujeto. En el primer caso se tiene el objetivismo; en el segundo, el subjetivismo. Bien entendido que esta última expresión significa algo totalmente distinto que hasta aquí. Si se hace intervenir en la cuestión el carácter ontológico del objeto, es posible una doble decisión. O se admite que todos los objetos poseen un ser ideal, mental ‐ésta es la tesis del idealismo‐, o se afirma que además de los objetos ideales hay objetos reales, independientes del pensamiento. Esta última es la tesis del realismo. Dentro de estas dos concepciones fundamentales son posibles, a su vez, distintas posiciones.    Finalmente, se puede resolver el problema del sujeto y el objeto, remontándose al último principio de las cosas, a lo absoluto, y definiendo desde él la relación del pensamiento y el ser. En este caso se tiene una solución teológica del problema. Esta solución puede darse tanto en un sentido monista y panteísta como en un sentido dualista y teísta. 1. Soluciones premetafísicas a) El objetivismo Según el objetivismo, el objeto es el decisivo entre los dos miembros de la relación cognoscitiva. El objeto determina al sujeto. Este ha de regirse por aquél. El sujeto toma sobre sí en cierto modo las propiedades del objeto, las reproduce. Esto supone que el objeto hace frente como algo acabado, algo definido de suyo, a la conciencia cognoscente. Justamente en esto reside la idea central del objetivismo. Según él, los objetos son algo dado, algo que presenta una estructura totalmente definida, estructura que es reconstruida, digámoslo así, por la conciencia cognoscente. Platón es el primero que ha defendido el objetivismo en el sentido que acabamos de describir. Su teoría de las Ideas es la primera formulación clásica de la idea fundamental del objetivismo. Las Ideas son, según Platón, realidades objetivas. Forman un orden sustantivo, un reino objetivo. El mundo sensible tiene enfrente al suprasensible. Y así como descubrimos los objetos del primero en la intuición E 37 sensible, en la percepción, así descubrimos los objetos del segundo en una intuición no sensible, la intuición de las ideas. El pensamiento básico de la teoría platónica de las ideas revive hoy en la fenomenología fundada por Edmund Husserl. Como Platón, Husserl distingue también rigurosamente entre la intuición sensible y la intuición no sensible, aquélla tiene por objeto las cosas concretas, individuales; ésta, por el contrario, las esencias generales de las cosas. Lo que Platón denomina idea se llama en Husserl esencia. Y así como las ideas representan en Platón un mundo existente por sí, las esencias o quidditates forman en Husserl una esfera propia, un reino independiente. El acceso a este reino reside, repetimos, en una intuición no sensible. Si ésta fue caracterizada por Platón como la intuición de las ideas, es designada por Husserl como una "intuición de las esencias". Husserl emplea también el término "ideación", que hace resaltar más claramente aún el parentesco con la teoría platónica. La coincidencia entre la teoría platónica de las ideas y la teoría de Husserl sólo se refiere, sin embargo, al pensamiento fundamental, no al desenvolvimiento particular de éste. Mientras Husserl se detiene en el reino de las esencias ideales y lo considera como algo último, Platón avanza hasta atribuir una realidad metafísica a estas esencias. Lo característico de la teoría platónica de las ideas está en definir las ideas como realidades suprasensibles, como entidades metafísicas. Husserl discrepa también de Platón en que remplaza la mitológica contemplación de las ideas, que supone la prexistencia del alma, por una intuición de las esencias dependientes del fenómeno concreto, apoyándose en el cual se realiza. En esto hay cierta aproximación a la teoría aristotélica del conocimiento. El objetivismo fenomenológico se alía en Husserl con el idealismo epistemológico. Husserl niega, en efecto, el carácter de realidad a los sustentáculos concretos de las esencias o quidditates. El objeto, por ejemplo, que sustenta la esencia "rojo" no posee un ser real, independiente del pensamiento; en Scheler, por el contrario, el objetivismo fenomenológico contrae alianza con el realismo epistemológico. Esto prueba que la solución objetivista es una solución premetafísica. b) El subjetivismo Para el objetivismo el centro de gravedad del conocimiento reside en el objeto; el reino objetivo de las Ideas o esencias es, por decirlo así, el fundamento sobre el que descansa el edificio del conocimiento. El subjetivismo, por el contrario, trata de fundar el conocimiento humano en el sujeto. Para ello coloca el mundo de las Ideas, el conjunto de los principios del conocimiento, en un sujeto. Este se presenta como el punto de que pende, por decirlo así, la verdad del conocimiento humano. Pero téngase en cuenta que con el sujeto no se quiere significar el sujeto concreto, individual, del pen‐ samiento, sino un sujeto superior, trascendente. Un tránsito del objetivismo al subjetivismo, en el sentido descrito, tuvo lugar cuando San Agustín, siguiendo el precedente de Plotino, colocó el mundo flotante de las Ideas platónicas en el Espíritu divino, haciendo de las esencias ideales, existentes por sí, contenidos lógicos de la razón divina, pensamientos de Dios. Desde entonces, la verdad ya no está fundada en un reino de realidades suprasensibles, en un mundo espiritual objetivo, sino en una conciencia, en un sujeto. Lo peculiar del co‐ nocimiento ya no consiste en enfrentarse con un mundo objetivo, sino en volverse hacia aquel sujeto 38 supremo. De él, no del objeto, recibe la conciencia cognoscente sus contenidos. Por medio de estos supremos contenidos, de estos principios y conceptos generales, levanta la razón el edificio del conocimiento. Este se halla fundado, por ende, en lo absoluto, en Dios. También encontramos la idea central de esta concepción en la filosofía moderna. Pero esta vez no es en la fenomenología, sino justamente en su antípoda, el neokantismo, donde encontramos dicha concepción. La escuela de Marburgo es, más concretamente, la que defiende el subjetivismo descrito. La idea central del subjetivismo se presenta aquí despojada de todos los accesorios metafísicos y psicológicos. El sujeto, en quien el conocimiento aparece fundado en último término, no es un sujeto metafísico, sino puramente lógico. Es caracterizado, según ya vimos, como una "conciencia en general". Se significa con esto el conjunto de las leyes y los conceptos supremos de nuestro conocimiento. Estos son los medios merced a los cuales la conciencia cognoscente define los objetos. Esta definición es concebida como una producción del objeto. No hay objetos independientes de la conciencia, sino que todos los objetos son engendros de ésta, productos del pensamiento. Mientras en San Agustín corresponde algo real, un objeto, al producto del conocimiento, engendrado mediante las normas y los conceptos supremos, en suma, al concepto, según la teoría de la escuela de Marburgo coinciden el concepto y la realidad, el pensamiento y el ser. Según ella, sólo hay un ser conceptual, mental, no un ser real, independiente del pensamiento. También del lado del objeto se rechaza, pues, toda posición de realidad. Mientras el subjetivismo descrito llega en el "platónico cristiano" a una síntesis con el realismo, en los modernos kantianos aparece en el marco de un riguroso idealismo. Esto prueba de nuevo que esta posición no implica de suyo una decisión metafísica, sino que representa una solución premetafísica. 2. Soluciones metafísicas a) El realismo Entendemos por realismo aquella posición epistemológica según la cual hay cosas reales, independientes de la conciencia. Esta posición admite diversas modalidades. La primitiva, tanto histórica como psicológicamente, es el realismo ingenuo. Este realismo no se halla influido aún por ninguna reflexión crítica acerca del conocimiento. El problema del sujeto y el objeto no existe aún para él. No distingue en absoluto entre la percepción, que es un contenido de la conciencia, y el objeto percibido. No ve que las cosas no nos son dadas en sí mismas, en su corporeidad, inmediatamente, sino sólo como contenidos de la percepción. Y como identifica los contenidos de la percepción con los objetos, atribuye a éstos todas las propiedades encerradas en aquéllos. Las cosas son, según él, exactamente tales como las percibimos. Los colores que vemos en ellas les pertenecen como cualidades objetivas. Lo mismo pasa con su sabor y olor, su dureza o blandura, etcétera. Todas estas propiedades convienen a las cosas objetivas, independientemente de la conciencia percipiente. Distinto del realismo ingenuo es el realismo natural. Este ya no es ingenuo, sino que está influido por reflexiones críticas sobre el conocimiento. Ello se revela en que ya no identifica el contenido de la percepción y el objeto, sino que distingue el uno del otro. Sin embargo, sostiene que los objetos responden exactamente a los contenidos de la percepción. Para el defensor del realismo natural es tan absurdo como para el realista ingenuo que la sangre no sea roja, ni el azúcar dulce, sino que el rojo y el 39 dulce sólo existan en nuestra conciencia. También para él son, éstas, propiedades objetivas de las cosas. Por ser ésta la opinión de la conciencia natural, llamamos a este realismo "realismo natural". La tercera forma del realismo es el realismo crítico, que se llama crítico porque descansa en lucubraciones de crítica del conocimiento. El realismo crítico no cree que convengan a las cosas todas las propiedades encerradas en los contenidos de la percepción, sino que es, por el contrario, de opinión que todas las propiedades o cualidades de las cosas que percibimos sólo por un sentido, como los colores, los sonidos, los olores, los sabores, etcétera, únicamente existen en nuestra conciencia. Estas cualidades surgen cuando determinados estímulos externos actúan sobre nuestros órganos de los sentidos. Representan, por ende, reacciones de nuestra conciencia, cuya índole depende, naturalmente, de la organización de ésta. No tiene, pues, carácter objetivo sino subjetivo. Es menester, sin embargo, suponer en las cosas ciertos elementos objetivos y causales, para explicar la aparición de estas cualidades. El hecho de que la sangre nos parezca roja y el azúcar dulce ha de estar fundado en la naturaleza de estos objetos. Las tres formas del realismo se encuentran ya en la filosofía antigua. El realismo ingenuo es la posición general en el primer periodo del pensamiento griego. Pero ya en Demócrito (470‐370) tropezamos con el realismo crítico. Según Demócrito, sólo hay átomos con propiedades cuantitativas. De aquí se infiere que todo lo cualitativo debe considerarse como adición de nuestros sentidos. El color, el sabor y todo lo demás que los contenidos de la percepción presentan además de los elementos cuantitativos del tamaño, la forma, etcétera, debe cargarse a la cuenta del sujeto. Esta doctrina de Demócrito no logró, sin embargo, imponerse en la filosofía griega. Una de las principales causas de ello debe verse en la gran influencia ejercida por Aristóteles. Éste sostiene, al contrario que Demócrito, el realismo natural. Aristóteles es de opinión que las propiedades percibidas convienen también a las cosas, independientemente de la conciencia cognoscente. Esta doctrina mantuvo su predominio hasta la Edad Moderna. Sólo entonces revivió la teoría de Demócrito. La ciencia de la naturaleza fue la que favoreció esta resurrección. Galileo fue el primero que defendió nuevamente la tesis de que la materia sólo pre‐ senta propiedades espacio‐temporales y cuantitativas, mientras que todas las demás propiedades deben considerarse como subjetivas. Descartes y Hobbes dieron a esta teoría un fundamento más exacto. Y John Locke es el que más contribuyó a difundirla con su división de las cualidades sensibles en primarias y secundarias. Las primeras son aquellas que percibimos por medio de varios sentidos, como el tamaño, la forma, el movimiento, el espacio, el número. Estas cualidades poseen carácter objetivo, son propiedades de las cosas. Las cualidades secundarias, esto es, aquellas que sólo percibimos por un sen‐ tido, como los colores, los sonidos, los olores, los sabores, la blandura, la dureza, etcétera, tienen por el contrario carácter subjetivo, existen meramente en nuestra conciencia, aunque deba suponerse en las cosas elementos objetivos correspondientes a ellas. Como revela esta ojeada histórica, el realismo crítico funda ante todo su concepción de las cualidades secundarias3 en razones tomadas de la ciencia de la naturaleza. La física es quien se las ofrece en primer término. La física concibe el mundo como un sistema de sustancias definidas de un modo puramente cuantitativo. Nada cualitativo tiene derecho de ciudadanía en el mundo del físico, sino que todo lo cualitativo es expulsado de él; también las cualidades secundarias. El físico, sin embargo, no las elimina simplemente. Aunque considera que sólo surgen en la conciencia, las concibe causadas por                                                             3 Cf. a lo siguiente August Messer: Introducción a la teoría del conocimiento, pp. 56-57. 40 procesos objetivos, reales. Así, por ejemplo, las vibraciones del éter constituyen el estímulo objetivo para la aparición de las sensaciones de color y claridad. La física moderna considera las cualidades secundarias, según esto, como reacciones de la conciencia a determinados estímulos, los cuales no son las cosas mismas, sino ciertas acciones causales de las cosas sobre los órganos de los sentidos. La fisiología proporciona al realismo crítico nuevas razones. La fisiología muestra que tampoco percibimos inmediatamente las acciones de las cosas sobre nuestros órganos de los sentidos. El hecho de que los estímulos alcancen los órganos de los sentidos no significa que sean ya conscientes. Necesitan pasar primero por estos órganos o por la piel, para llegar a los nervios transmisores propiamente de la sensación. Estos nervios los transmiten al cerebro. Si nos representamos la estructura extremadamente complicada del cerebro, es poco probable que el proceso que surge finalmente en la corteza cerebral, como respuesta a un estímulo físico, tenga aún alguna analogía con este estímulo. Por último, también la psicología proporciona al realismo crítico importantes argumentos. El análisis psicológico del proceso de la percepción revela que las sensaciones no constituyen por sí solas las percepciones. En toda percepción existen ciertos elementos que no deben considerarse simplemente como reacciones a estímulos objetivos, esto es, como sensaciones, sino como adiciones de la conciencia percipiente. Si cogemos, por ejemplo, un trozo de yeso, no tenemos meramente la sensación de blanco y la sensación de peso y suavidad determinados, sino que adjudicamos también al objeto yeso una forma y extensión determinadas y le aplicamos además determinados conceptos, como los de cosa y propiedad. Estos elementos del contenido de nuestra percepción no pueden reducirse pura y simplemente a estímulos objetivos, sino que representan adiciones de nuestra conciencia. Aunque esto no pruebe todavía que estas adiciones deben considerarse como productos puramente espontáneos de nuestra conciencia y que no exista ningún nexo entre ellos y los estímulos objetivos, semejantes descubrimientos psicológicos hacen de todo caso sumamente inverosímil la tesis del realismo ingenuo, según la cual nuestra conciencia reflejaría simplemente como un espejo las cosas exteriores. El realismo crítico apela, pues, a razones físicas, fisiológicas y psicológicas, contra el realismo ingenuo y el natural. Estas razones no poseen, sin embargo, un carácter de probabilidad. Hacen parecer la concepción del realismo ingenuo y natural inverosímil, pero no imposible. Y en efecto, debemos decir que el realismo natural ha encontrado recientemente una defensa que se funda en todos los medios de la fisiología y la psicología modernas (Cf. Gredt, Nuestro mundo exterior, 1920). Mucho más importante que la forma en que el realismo crítico defiende su opinión sobre las cualidades secundarias (en la cual discrepa del realismo ingenuo y del natural), es la defensa que hace de su tesis fundamental, común con el realismo ingenuo y el natural, de que hay objetos independientes de la conciencia. Los tres argumentos siguientes pueden considerarse como los más importantes que el realismo crítico aduce en favor de esta tesis. En primer término, el realismo crítico acude a una diferencia elemental entre las percepciones y las representaciones. Esta diferencia consiste en que en las percepciones se trata de objetos que pueden ser percibidos por varios sujetos, mientras los contenidos de las representaciones sólo son perceptibles para el sujeto que los posee. Si alguien enseña a otros la pluma que lleva en la mano, ésta es percibida por una pluralidad de sujetos; mas si alguien recuerda un paisaje que ha visto, o se representa, en la fantasía un paisaje cualquiera, el contenido de esta representación sólo existe para él. Los objetos de la percepción son perceptibles, pues, para muchos individuos; los contenidos de la representación, sólo 41 para uno. Esta interindividualidad de los objetos de la percepción sólo puede explicarse, en opinión del realismo crítico, mediante la hipótesis de la existencia de objetos reales, que actúan sobre los distintos sujetos y provocan en ellos las percepciones. Otra razón aducida por el realismo crítico es la independencia de las percepciones respecto de la voluntad. Mientras que podemos evocar, modificar y hacer desaparecer a voluntad las representaciones, esto no es posible en las percepciones. Su llegada y su marcha, su contenido y su viveza son in‐ dependientes de nuestra voluntad. Esta independencia tiene >u única explicación posible, según el realismo crítico, en que las percepciones son causadas por objetos que existen independientemente del sujeto percipiente, esto es, que existen en la realidad. Pero la razón de más peso que el realismo crítico hace valer es la independencia de los objetos de la percepción respecto de nuestras percepciones. Los objetos de la percepción siguen existiendo, aunque hayamos sustraído nuestros sentidos a sus influjos y como consecuencia ya no los percibamos. Por la mañana encontramos en el mismo sitio la mesa de trabajo que abandonamos la noche antes. La conciencia de la independencia de los objetos de nuestra percepción respecto de ésta resulta todavía más clara cuando los objetos se han transformado durante el tiempo en que no los percibimos. Llegamos en primavera a un paisaje que vimos por última vez en invierno y lo encontramos totalmente cambiado. Este cambio se ha verificado sin contar para nada con nuestra cooperación. La independencia de los objetos de la percepción respecto de la conciencia percipiente resalta en este caso claramente. El realismo crítico infiere de aquí que en la percepción nos encontramos con objetos que existen fuera de nosotros, que poseen un ser real. El realismo crítico trata, como se ve, de asegurar la realidad por un camino racional. Esta forma de defenderla parece insuficiente, empero, a otros representantes del realismo. La realidad no puede, según ellos, ser probada, sino sólo experimentada y vivida. Las experiencias de la voluntad son, más concretamente, las que nos dan la certeza de la existencia de objetos exteriores a la conciencia. Así como con nuestro intelecto estamos frente al modo de ser de las cosas, a su essentia, existe una coordinación análoga entre nuestra voluntad y la realidad de las cosas, su existentia. Si fuésemos puros seres intelectuales, no tendríamos conciencia alguna de la realidad. Debemos ésta exclusivamente a nuestra voluntad. Las cosas oponen resistencia a nuestras voliciones y deseos, y en estas resistencias vivimos la realidad de las cosas. Éstas se presentan a nuestra conciencia como reales justamente porque se hacen sentir como factores adversos en nuestra vida volitiva. Esta forma del realismo suele denominarse realismo volitivo. El realismo volitivo es un producto de la filosofía moderna. Lo encontramos por primera vez en el siglo XIX. Como su primer representante puede considerarse al filósofo francés Maine de Biran. El que más se ha esforzado después por fundamentarlo y desarrollarlo es Wilhelm Dilthey. Su discípulo Frischeisen‐Köhler ha seguido construyendo sobre sus resultados, tratando de superar, desde esta posición, el idealismo lógico de los neokantianos. El realismo volitivo aparece también, últimamente, en la fenomenología de dirección realista, en especial en Max Scheler. Hemos visto las diversas formas del realismo. Todas ellas tienen por base la misma tesis: que hay objetos reales, independientes de la conciencia. Sobre la razón o la sinrazón de esta tesis sólo podremos decidir después de haber hecho conocimiento con la antítesis del realismo. Esta antítesis es el idealismo. 42 b) El idealismo La palabra idealismo se usa en sentidos muy diversos. Hemos de distinguir principalmente entre idealismo en sentido metafísico e idealismo en sentido epistemológico. Llamamos idealismo metafísico a la convicción de que la realidad tiene por fondo fuerzas espirituales, potencias ideales. Aquí sólo hemos de tratar, naturalmente, del idealismo epistemológico. Éste sustenta la tesis de que no hay cosas reales, independientes de la conciencia. Ahora bien, como, suprimidas las cosas reales, sólo quedan dos clases de objetos, los de conciencia (las representaciones, los sentimientos, etcétera) y los ideales (los objetos de la lógica y de la matemática), el idealismo ha de considerar necesariamente los presuntos objetos reales como objetos de conciencia o como objetos ideales. De aquí resultan las dos formas del idealismo: el subjetivo o psicológico y el objetivo o lógico. Aquél afirma el primer miembro; éste, el segundo de la alternativa anterior. Fijemos primero la vista en el idealismo subjetivo o psicológico. Toda realidad está encerrada, según él, en la conciencia del sujeto. Las cosas no. son nada más que contenidos de la conciencia. Todo su ser consiste en ser percibidas por nosotros, en ser contenidos de nuestra conciencia. Tan pronto como dejan de ser percibidas por nosotros, dejan también de existir. No poseen un ser independiente de nuestra conciencia. Nuestra conciencia con sus varios contenidos es lo único real. Por eso suele llamarse también esta posición consciencialismo (de conscientia = conciencia). El representante clásico de esta posición es el filósofo inglés Berkeley. Él ha acuñado la fórmula exacta para esta posición: esse = percipi, el ser de las cosas consiste en su ser percibidas. La pluma que tengo ahora en la mano no es, según esto, otra cosa que un complejo de sensaciones visuales y táctiles. Detrás de éstas no se halla ninguna cosa que las provoque en mi conciencia, sino que el ser de la pluma se agota en su ser percibido. Berkeley, sin embargo, sólo aplicaba su principio a las cosas materiales, pero no a las almas, a las cuales reconocía una existencia independiente. Lo mismo hacía respecto de Dios, a quien consideraba como la causa de la aparición de las percepciones sensibles en nosotros. De es‐ te modo creía poder explicar la independencia de las últimas respecto de nuestros deseos y voliciones. El idealismo de Berkeley tiene, pues, una base metafísica y teológica. Esta base desaparece en las nuevas y novísimas formas del idealismo subjetivo. Como tales son de citar las siguientes: el empiriocriticismo, defendido por Avenarius y Mach, cuya tesis dice: no hay más que sensaciones; la filosofía de la inmanen‐ cia, de Schuppe y de Schubert‐Soldern, según la cual todo es inmanente a la conciencia. En el filósofo últimamente nombrado, el idealismo subjetivo se convierte en solipsismo, que considera la conciencia del sujeto cognoscente como lo único existente. El idealismo objetivo o lógico es esencialmente distinto del subjetivo o psicológico. Mientras éste parte de la conciencia del sujeto individual, aquél toma por punto de partida la conciencia objetiva de la ciencia, tal como se expresa en las obras científicas. El contenido de esta conciencia no es un complejo de procesos psicológicos, sino una suma de pensamientos, de juicios. Con otras palabras, no es nada psicológicamente real, sino lógicamente ideal, es un sistema de juicios. Si se intenta explicar la realidad por esta conciencia ideal, por esta "conciencia en general", esto no significa hacer de las cosas datos psicológicos, contenidos de conciencia, sino reducirlas a algo ideal, a elementos lógicos. El idealista lógico no reduce el ser de las cosas a su ser percibidas, como el idealista subjetivo, sino que distingue lo dado en la percepción de la percepción misma. Pero en lo dado en la percepción tampoco ve una referencia a un objeto real como hace el realismo crítico, sino que lo considera más bien como una 43 incógnita, esto es, considera como el problema del conocimiento definir lógicamente lo dado en la percepción y convertirlo de este modo en objeto del conocimiento. En oposición al realismo, según el cual los objetos del conocimiento existen independientemente del pensamiento, el idealismo lógico considera los objetos como engendrados por el pensamiento. Mientras, pues, el idealismo subjetivo ve en el objeto del conocimiento algo psicológico, un contenido de conciencia, y el realismo lo considera como algo real, como un contenido marcial del mundo exterior, el idealismo lógico lo tiene por algo lógico, por un producto del pensamiento. Intentemos aclarar la diferencia entre estas concepciones con un ejemplo. Cogemos un trozo de yeso. Para el realista existe el yeso fuera e independientemente de nuestra conciencia. Para el idealista subjetivo el yeso existe sólo en nuestra conciencia. Su ser entero consiste en que lo percibimos. Para el idealista lógico el yeso no existe ni en nosotros ni fuera de nosotros; no existe pura y simplemente, sino que necesita ser engendrado. Pero esto tiene lugar por obra de nuestro pensamiento. Formando el concepto de yeso, engendra nuestro pensamiento el objeto yeso. Para el idealista lógico el yeso no es, por tanto, ni una cosa real, ni un contenido de conciencia, sino un concepto. El ser del yeso no es, según él, ni un ser real ni un ser consciente, sino un ser lógico‐ideal. El idealismo lógico es llamado panlogismo, puesto que reduce la realidad entera a algo lógico. Hoy es defendido por el neokantismo, especialmente por la escuela de Marburgo. En el fundador de esta escuela, Hermann Cohen, leemos esta frase, que encierra la tesis fundamental de toda esta teoría del conocimiento: "El ser no descansa en sí mismo: el pensamiento es quien lo hace surgir". El neokantismo pretende encontrar esta concepción en Kant. Pero como veremos aún más concretamente, no puede hablarse en serio de ello. Es más bien un sucesor de Kant, Fichte, el que ha dado el paso decisivo para la aparición del idealismo lógico, elevando el yo cognoscente a la dignidad del yo absoluto y tratando de derivar de éste la realidad entera. Pero lo mismo, en él que en Schelling, lo lógico no está todavía puramente destilado, sino confundido con lo psicológico y lo metafísico. Sólo Hegel definió el principio de la realidad como una idea lógica, haciendo, por tanto, del ser de las cosas un ser puramente lógico y llegando así a un panlogismo consecuente. Este panlogismo implica aún, sin embargo, un elemento dinámico‐irracional, que se nos presenta en el método dialéctico. En esto se distingue el panlogismo hegeliano del neokantiano, que ha extirpado este elemento y estatuido así un puro panlogismo. El idealismo se presenta, según esto, en dos formas principales: como idealismo subjetivo o psicológico y como idealismo objetivo o lógico. Entre ambas existe, como hemos visto, una diferencia esencial. Pero estas diversidades se mueven dentro de una común concepción fundamental. Esta es jus‐ tamente la tesis idealista de que el objeto del conocimiento no es nada real, sino algo ideal. Ahora bien, el idealismo no se contenta con sentar esta tesis, sino que trata de demostrarla. Para ello argumenta de la siguiente manera: la idea de un objeto independiente de la conciencia es contradictoria, pues en el momento en que pensamos un objeto hacemos de él un contenido de nuestra conciencia; si afirmamos simultáneamente que el objeto existe fuera de nuestra conciencia, nos contradecimos, por ende, a nosotros mismos; luego no hay objetos reales extraconscientes, sino que toda realidad se halla encerrada en la conciencia. Este argumento, que es el verdadero argumento capital del idealismo, se encuentra ya en Berkeley. Dice éste: "Lo que yo subrayo es que las palabras: 'existencia absoluta de las cosas sin el pensamiento', no tienen sentido o son contradictorias". De un modo enteramente análogo se lee en 44 Schuppe: "Un ser dotado de la propiedad de no ser (o de no ser todavía) contenido de conciencia es una contradictio in se, una idea inconcebible". Con este argumento de la inmanencia, como se le llama, trata el idealismo de probar que la tesis del realismo es lógicamente absurda y que su propia tesis es en rigor lógico necesaria. Pero ya esta arrogante salida del idealismo debe hacer desconfiado al filósofo crítico. Y, en efecto, el argumento del idealismo no es consistente. Sin duda podemos decir en cierto sentido que hacemos del objeto que pensamos un contenido de nuestra conciencia. Pero esto no significa que el objeto sea idéntico al contenido de conciencia, sino tan sólo que el contenido de conciencia, ya sea una representación o un concepto, me hace presente el objeto, mientras este mismo sigue siendo independiente de la conciencia. Cuando afirmamos, pues, que hay objetos independientes de la conciencia, esta independencia respecto de la conciencia es considerada como una nota del objeto, mientras que la inmanencia a la conciencia se refiere al contenido del pensamiento, que es, en efecto, un elemento de nuestra conciencia. La idea de un objeto independiente del pensamiento no encierra, pues, ninguna contradicción, porque el pensamiento, el ser pensado, se refiere al contenido, mientras la independencia respecto del pensamiento, el no ser pensado, al objeto. El intento hecho por el idealismo para demostrar que la posición contraria es imposible, debe considerarse, según esto, como frustrado.    c) El fenomenalismo En la cuestión del origen del conocimiento se hallan frente a frente con toda rudeza el racionalismo y el empirismo; en la cuestión de la esencia del conocimiento, el realismo y el idealismo. Pero tanto en este como en aquel problema se han hecho intentos para reconciliar a los dos adversarios. El más importante de estos intentos de conciliación tiene de nuevo a Kant por autor. Kant ha tratado de mediar entre el realismo y el idealismo, al igual que entre el racionalismo y el empirismo. Su filosofía se nos presentó desde el punto de vista de esta antítesis como un apriorismo o trascendentalismo; en la perspectiva de aquélla se manifiesta como un fenomenalismo. El fenomenalismo (de φαινόμενον phaenomenon = fenómeno, apariencia) es la teoría según la cual no conocemos las cosas como son en sí, sino como nos aparecen. Para el fenomenalismo hay cosas reales, pero no podemos conocer su esencia. Sólo podemos saber "que" las cosas son, pero no "lo que" son. El fenomenalismo coincide con el realismo en admitir cosas reales; pero coincide con el idealismo en limitar el conocimiento a la conciencia, al mundo de la apariencia, de lo cual resulta inmediatamente la incognoscibilidad de las cosas en sí. Para aclarar esta teoría del conocimiento, lo mejor es que partamos de una comparación entre el fenomenalismo y el realismo crítico. También éste enseña, según hemos visto, que las cosas no están constituidas como las percibimos. Las cualidades secundarias, como los colores, los olores, el sabor, etcé‐ tera, no convienen a las cosas mismas según la doctrina del realismo crítico, sino que surgen sólo en nuestra conciencia. Pero el fenomenalismo va todavía más lejos. Niega también a las cosas las cualidades primarias, como la forma, la extensión, el movimiento y, por ende, todas las propiedades espaciales y temporales, y las desplaza a la conciencia. El espacio y el tiempo son únicamente, según Kant, formas de nuestra 45 intuición, funciones de nuestra sensibilidad, que disponen las sensaciones en una yuxtaposición y una sucesión, o las ordenan en el espacio y en el tiempo, de un modo inconsciente e involuntario. Pero el fenomenalismo no se detiene en esto. También las propiedades conceptuales de las cosas, y no meramente las intuitivas, proceden, según él, de la conciencia. Cuando concebimos el mundo como compuesto de cosas que están dotadas de propiedades, o sea, cuando aplicamos a los fenómenos el concepto de sustancia; o cuando consideramos ciertos procesos como producidos por una causa, esto es, cuando empleamos el concepto de causalidad; o cuando hablamos de la realidad, la posibilidad, la necesidad, todo esto se funda, en opinión del fenomenalismo, en ciertas formas y funciones a priori del entendimiento, las cuales, excitadas por las sensaciones, entran en acción independientemente de nues‐ tra voluntad. Los conceptos supremos o las categorías, que aplicamos a los fenómenos, no representan, por consiguiente, propiedades objetivas de las cosas, sino que son formas lógicas subjetivas de nuestro entendimiento, el cual ordena con su ayuda los fenómenos y hace surgir de este modo ese mundo objetivo que en opinión del hombre ingenuo existe sin nuestra cooperación y con anterioridad a todo conocimiento. Según esto, en sentir del fenomenalismo nos las habemos siempre con el mundo fenoménico, esto es, con el mundo tal como se nos aparece por razón de la organización a priori de la conciencia, nunca con la cosa en sí. El mundo en que vivimos es, dicho con otras palabras, un mundo formado por nuestra conciencia. Nunca podemos conocer cómo está constituido el mundo en sí, esto es, prescindiendo de nuestra conciencia y de sus formas a priori. Pues tan pronto como tratamos de conocer las cosas, las introducimos, por decirlo así, en las formas de la conciencia. Ya no tenemos, pues, ante nosotros, la cosa en sí, sino la cosa como se nos aparece, o sea, el fenómeno. Ésta es, en breves trazos, la teoría del fenomenalismo, en la forma en que ha sido desarrollada por Kant. Su contenido esencial puede resumirse en tres proposiciones: 1. La cosa en sí es incognoscible. 2. Nuestro conocimiento permanece limitado al mundo fenoménico. 3. Este surge en nuestra conciencia porque ordenamos y elaboramos el material sensible con arreglo a las formas a priori de la intuición y del entendimiento. d) Crítica y posición propia Estamos ahora en situación de hacer la crítica del realismo y del idealismo y de tomar posición en la disputa entre ambos. Como hemos visto anteriormente, el idealismo no logra demostrar que la posición realista sea contradictoria y, por ende, imposible. Mas, por otra parte, tampoco el realismo consigue abatir definitivamente a su adversario. Las razones que podía hacer valer no eran, como se vio, lógicamente convincentes, sino tan sólo probables. Parece, pues, que no puede terminarse la disputa entre el realismo y el idealismo. Esto es lo que ocurre, en efecto, mientras sólo se emplea un método ra‐ cional. Ni el realismo ni el idealismo pueden probarse o refutarse por medios puramente racionales. Una decisión sólo parece ser posible por vía irracional. El idealismo volitivo es quien nos ha enseñado este camino. Frente al idealismo, que quisiera hacer del hombre un puro ser intelectual, el realismo volitivo llama la atención sobre el lado volitivo del hombre y subraya que el hombre es en primer término un ser de voluntad y de acción. Cuando el hombre tropieza en su querer y desear con resistencias, vive en éstas de un modo inmediato la realidad. Nuestra convicción de la realidad del mundo exterior no descansa, pues, en un razonamiento lógico, sino en una vivencia inmediata, en una experiencia de la voluntad. Con esto queda superado de hecho el idealismo. 46 Pero el idealismo fracasa también en el problema de la existencia de nuestro yo, de la cual estamos ciertos por una autointuición inmediata. Ya San Agustín hizo referencia a este punto. Desarrollando sus ideas, formuló posteriormente Descartes su célebre cogito, ergo sum. En nuestro pensamiento, en nuestros actos mentales  ‐ésta es su idea‐, nos vivimos como una realidad, estamos ciertos de nuestra existencia. Como paralelo al principio cartesiano ha formulado más tarde Maine de Biran el principio volo, ergo sum. Ambos principios tratan de expresar, sin embargo, la misma idea funda‐ mental: que poseemos una certeza inmediata de la existencia de nuestro propio yo. Pero el uno parte de los procesos del pensamiento y el otro de los procesos de la voluntad. Todo idealismo fracasa necesariamente contra esta autocertidumbre inmediata del yo. Con esto queda resuelta la cuestión de la existencia de los objetos reales. Pero ¿qué pensar de la cognoscibilidad de estos objetos? ¿Podemos conocer la esencia de las cosas o  ‐dicho en el lenguaje de Kant‐ la cosa en sí? ¿Podemos afirmar algo sobre las propiedades objetivas de los objetos o hemos de contentarnos con poder conocer la existencia, pero no la esencia de las cosas en el sentido del fenomenalismo? La respuesta a esta importante cuestión depende, ante todo, de la concepción que se tenga de la esencia del conocimiento humano. La concepción aristotélica y la concepción kantiana son las más opuestas en este punto. Según aquélla, los objetos del conocimiento están ya Estos, tienen una esencia determinada y son reproducidos por la conciencia cognoscente. Según ésta, no hay objetos del conocimiento hechos, sino que los objetos del conocimiento son producidos por nuestra conciencia. En aquélla, la conciencia cognoscente refleja el orden objetivo de las cosas; en ésta, crea ella misma este orden. En aquélla, el conocimiento es considerado como una función receptiva y pasiva; en ésta, como una función activa y productiva. ¿Cuál de las dos concepciones es la justa? Consideremos primero la aristotélica. Está con toda evidencia en la conexión más estrecha con la estructura del espíritu griego. Con razón habla Windelband en su Platón de una "peculiar limitación de todo el pensamiento antiguo, que no concibió la re‐ presentación de una energía creadora de la conciencia, sino que querría pensar todo conocimiento exclusivamente como una reproducción de lo recibido y descubierto" (5a ed., 1910, p. 75 y ss.). Esta peculiaridad debe achacarse al sentido estético‐plástico de los griegos. Este sentido ve en todas partes la forma y la figura. El universo se le presenta como un todo armónico, como un cosmos. Esta actitud estética ante el universo influye también en la concepción del conocimiento humano. Éste es concebido como la contemplación de una forma objetiva, como el reflejo del cosmos exterior. La teoría aristotélica del conocimiento se halla determinada en último término por la peculiar estructura espiritual del mundo griego. Debemos señalar aún otro punto. Cuando el conocimiento es concebido como una reproducción del objeto, representa una duplicación de la realidad. Esta existe en cierto modo dos veces: primero objetivamente, fuera de la conciencia; luego subjetivamente, en la conciencia cognoscente. No se ve bien, empero, qué sentido tendría semejante repetición y duplicación. En todo caso una teoría del conocimiento, que no implique semejante duplicación, representa una explicación más sencilla y, por ende, más probable del fenómeno del conocimiento. Otra deficiencia de la teoría aristotélica del conocimiento reside, por último, en que descansa en una hipótesis metafísica no demostrada. Esta hipótesis consiste en suponer que la realidad posee una estructura racional. La teoría aristotélica del conocimiento, que trabaja con esta hipótesis no demostra‐ da, está de antemano en desventaja frente a otras teorías del conocimiento, que tratan de valerse sin 47 una hipótesis semejante. Vemos también que Kant considera como ventaja fundamental de su teoría del conocimiento sobre la racionalista, justamente el hecho de que la suya no parte como ésta de una opinión preconcebida sobre la estructura metafísica de la realidad, sino que se abstiene de toda hipótesis metafísica. Mas, por otra parte, hemos de hacer una objeción importante a la teoría kantiana del conocimiento. Las sensaciones representan, según Kant, un puro caos. No ofrecen ningún orden; todo orden procede de la conciencia. Pensar no significa para Kant otra cosa que ordenar. Pero esta posición es imposible. Si el material de las sensaciones carece de toda determinación, ¿cómo empleamos, ya la categoría de sustancia, ya la de causalidad, ya otra cualquiera, para ordenar dicho material? En lo dado debe existir un fundamento objetivo que condicione el empleo de una categoría determinada. Luego, lo dado no puede carecer de toda determinación. Pero si presenta ciertas determinaciones, hay en él una indicación sobre las propiedades objetivas de los objetos. Sin duda éstas no necesitan responder completamente a nuestras formas mentales  ‐lo cual pasan por alto muchas veces el realismo y el objetivismo‐; pero el principio de la incognoscibilidad de las cosas siempre queda quebrantado. Con lo dicho hemos indicado, al menos, la dirección en que debe buscarse, a nuestro entender, la solución del problema de que estamos hablando. No nos parece posible hacer más. Se trata, en efecto, de un problema que se halla en los límites del poder del conocimiento humano, como revelan Las soluciones antagónicas, en las cuales hay por ambas partes pensadores profundos. Se trata, por tanto, de un problema que escapa a una solución sencilla y absolutamente segura por parte de nuestro limitado pensamiento. Esta posición puede justificarse de un modo todavía más profundo. Como seres de voluntad y acción estamos sujetos a la antítesis del yo y el no yo, del sujeto y el objeto; por eso no nos es posible superar teóricamente este dualismo, o sea, resolver de un modo definitivo el problema del sujeto y el objeto. Debemos resignarnos y considerar como la última palabra de la sabiduría la frase de Lotze, cuando habla de un "abrirse la realidad, como una flor, en nuestro espíritu". 3. Soluciones teológicas a) La solución monista y panteísta En la resolución del problema del sujeto y el objeto cabe remontarse al último principio de la realidad, lo absoluto, y tratar de resolver el problema partiendo de él. Según se conciba lo absoluto como inmanente o como trascendente al mundo, se llega a una solución monista y panteísta o a una solución dualista y teísta. Mientras el idealismo borra en cierto modo uno de los dos miembros de la relación del conocimiento, negándole el carácter de real, y el realismo deja a ambos coexistir, el monismo trata de absorberlos todos en una última unidad. El sujeto y el objeto, el pensamiento y el ser, la conciencia y las cosas, sólo aparentemente son una dualidad; en realidad son una unidad. Son los dos aspectos de una misma realidad. Lo que se presenta a la mirada empírica como una dualidad es para el conocimiento metafísico, que llega a la esencia, una unidad. 48 Donde encontramos desarrollada más claramente esta posición es en Spinoza. En el centro de su sistema está la idea de la sustancia. Esta tiene dos atributos: el pensamiento (cogitatio) y la extensión (extensio). Esta representa el mundo material, aquél el mundo ideal o de la conciencia. Cada atributo tiene a su vez infinitos modos. Como ambos atributos son una misma cosa en la sustancia universal, puesto que sólo representan dos aspectos de la misma, por decirlo así, el sujeto y el objeto, el pensamiento y el ser tienen que concordar plena y necesariamente. Spinoza expresa esta consecuencia con esta frase: Ordo et connexio idearum idem est ac ordo et connexio rerum. "El orden y enlace de las ideas es el mismo que el orden y enlace de las cosas." En forma algo distinta encontramos esta solución monista y panteísta del problema del conocimiento en Schelling. Su filosofía de la identidad define lo absoluto como la unidad de la Naturaleza y el Espíritu, del objeto y el sujeto. Mientras Spinoza aún reconocía a los atributos cierta independencia, considerándolos como dos reinos que tienen un sustentáculo común, para Schelling constituyen en el fondo un solo reino. Según la situación del contemplador, uno y el mismo ser se presenta ya como objeto, ya como sujeto. La unidad del sujeto y el objeto es concebida de un modo más riguroso aún que en Spinoza. Con ello queda dada sin más la solución del problema del conocimiento. Si el sujeto y el objeto son completamente idénticos, ya no existe el problema del sujeto y el objeto. La teoría del conocimiento resulta, pues, completamente absorbida por la metafísica. Pero esto significa renunciar a una solución científica del problema del conocimiento. Pues las especulaciones de Schelling sobre lo absoluto no pueden pretender en modo alguno un carácter científico, por agudas y profundas que sean. b) La solución dualista y teísta Según la concepción dualista y teísta del universo, el dualismo empírico del sujeto y el objeto tiene por base un dualismo metafísico. Esta concepción del universo mantiene la diversidad metafísica esencial del pensamiento y el ser, la conciencia y la realidad. Esta dualidad no es para ella, sin embargo, algo definitivo. El sujeto y el objeto, el pensamiento y el ser, van a parar finalmente a un último principio común de la idealidad y la realidad, del pensamiento y el ser. Como causa creadora del universo, Dios ha coordinado de tal suerte el reino ideal y el real, que ambos concuerdan y existe una armonía entre el pensamiento y el ser. La solución del problema del conocimiento está, pues, en la idea de la Divinidad como origen común del sujeto y el objeto, del orden del pensamiento y del orden del ser. Esta es la posición del teísmo cristiano. Conatos más o menos fuertes de ella se encuentran ya en la Antigüedad en Platón y Aristóteles. También existe en Plotino, al menos en sustancia, aunque aparezca modificada por la teoría de la emanación. Pero donde alcanzó su verdadera fundamentación y desenvolvimiento fue en la Edad Media. San Agustín y Santo Tomás de Aquino se presentan como sus principales representantes. Mas también ha encontrado importantes defensores en la Edad Moderna. El fundador de la filosofía moderna, Descartes, se halla en el terreno del teísmo cristiano. Lo mismo debe decirse de Leibniz. Este resuelve el problema de la conexión de las cosas, como es sabido, mediante la idea de la armonía prestablecida. El universo se compone, según él, de infinitas mónadas, que representan mundos completamente cerrados. Una acción recíproca no es posible, por consiguiente, entre ellas. La conexión y el orden del universo descansan en una armonía establecida originariamente por Dios. En ella descansa también la concordancia del pensamiento y el ser, del sujeto y el objeto. 49 Es claro que esta metafísica teísta no puede considerarse como base, sino sólo como coronación y cierre de la teoría del conocimiento. Cuando se ha resuelto el problema del conocimiento en el sentido del realismo, se está autorizado y también impulsado a dar a la teoría del conocimiento una conclusión metafísica. Lo que no está permitido es proceder a la inversa y utilizar la metafísica teísta como supuesto y base para la resolución del problema del conocimiento. Cuando se hace esto, el método entero viene a parar a una petitio principii, a una confusión del fundamento de la prueba con el objetivo de ésta.

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