Peronismo y movimiento obrero
camilabarloni6 de Julio de 2015
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Peronismo y movimiento obrero
Perón inició contactos con políticos conservadores y radicales, para contar con eficaces máquinas políticas en el campo electoral, y esperó encontrar cierta colaboración de las clases patronales, al tiempo que sumó el apoyo de los dirigentes sindicales con los que había trabado relación. Esta última vinculación fue posible dada la añeja y bien arraigada concepción sindicalista existente en el movimiento obrero argentino que acostumbraba a privilegiar una estrategia “pragmática”, habituada a la negociación con el Estado[4].
Este proyecto de Perón, sin embargo, resultó un fracaso. En primer lugar, porque los sectores patronales recibieron hostilmente sus planes de apertura laboral. Es que los empresarios parecieron sentirse amenazados, antes que por un movimiento obrero combativo o por una revolución social inminente, por la propia gestión de Perón, quien en nombre de la armonía social alentaba la movilización de las masas y exasperaba las tensiones sociales, al tiempo que parecía querer convertirse en árbitro de la paz social y detentador de todo el poder político. En segundo lugar, la tarea de reclutamiento de apoyos entre los partidos tradicionales llevada a cabo por Perón sólo alcanzó un magro resultado, dado que éste no dejaba de aparecer como la expresión de un régimen y un proyecto vinculados a los que estaban siendo sepultados con el fin de la guerra mundial. La derrota definitiva de Perón parecía estar cercana en octubre de 1945: la oposición socio-política se mostró dispuesta a imponer la rendición incondicional del coronel “díscolo” y a obligar al régimen militar a delegar el poder en la Corte Suprema.
Fue este fracaso el que precipitó una nueva transformación del proyecto de Perón, quién ejecutó entonces un giro estratégico, convocando a los sindicatos y a los trabajadores a manifestarse en defensa de su gestión. Un nuevo intento político había surgido. Como se ha afirmado: “Entre el proyecto original y éste que emerge al compás de las vicisitudes políticas de la coyuntura de 1945 hay una diferencia capital: el sobredimensionamiento del lugar político de los trabajadores organizados, que de ser una pieza importante pero complementaria dentro de un esquema de orden y paz social se convierten en el principal soporte de la fórmula política de Perón”[5]. Este llamado a los trabajadores anuló las posibilidades de un compromiso y agudizó la polarización política, decidiendo a los militares a ceder a las presiones de la oposición. La nueva coyuntura se desarrolló muy rápidamente: el 9 de octubre Perón fue despojado de todos sus cargos y el 12 de ese mismo mes fue encarcelado.
Pero el 17 de octubre la marcha de los trabajadores hacia la Plaza de Mayo forzó a una definición política distinta. Se trató de una movilización impulsada desde abajo, gracias a la labor de agitación y propaganda de los cuadros sindicales[6]. Alejandro Horowicz recrea así el carácter atípico de ese evento: “es una movilización de masas opositoras, pero es legal; es derrotar a una de las dos fracciones militares en pugna, pero respaldando la más fuerte que no es la propia; es movilización pero no es lucha; es lucha a condición de no ser combate; es obrera y popular, pero no tiene delimitación de la política burguesa. Es una movilización por un jefe militar del movimiento obrero, sin movilización militar en defensa del movimiento obrero [...] en la historia argentina es algo nunca visto puesto que es una movilización pacífica de masas obreras que violenta el fiel de la balanza donde discurre la política burguesa”[7]. Lo cierto es que esta manifestación acabó por convertirse en un punto de inflexión de la situación política, pues, al bloquear la estrategia de la oposición, redefinió el campo de las alternativas institucionales existentes. Sin esa movilización es poco probable que la empresa política de Perón hubiese perdurado tras el revés del 9 de octubre, ya que ésta no tenía figuras importantes de relevo, mientras que la pérdida de control sobre el aparato estatal la privaba de un recurso hasta ese entonces decisivo, abriendo paso a una incontenible disgregación de sus bases de apoyo. El movimiento de masas ocurrido el 17 de octubre logró algo inédito y difícilmente previsto por los adversarios del coronel: retornarlo de la prisión, rescatarlo de su ostracismo y depositarle en sus manos otra oportunidad para ensayar un nuevo intento político.
Esta nueva fase de la estrategia de Perón fue la de procurar triunfar en las elecciones presidenciales convocadas para febrero de 1946. Allí, las cuestiones parecieron volver a presentarse en los mismos términos que unos años atrás, en torno a los interrogantes de cómo resolver el “problema del trabajo” y asegurar una mayor “representatividad” y “transparencia” a una fórmula de gobierno burguesa estable. Las alternativas presentadas en esos comicios fueron dos: la de la derrotada Unión Democrática (alianza conformada por la Unión Cívica Radical, el Partido Socialista, el Partido Comunista, el Partido Demócrata Progresista y sectores conservadores y liberales, con el indisimulable apoyo de la embajada norteamericana), representaba un proyecto en sintonía con los frentes populares de la época, que se agrupaba tras la perspectiva de una democracia burguesa con pluralidad de partidos y una estructura sindical orientada hacia una izquierda reformista y burocrática (expresada por el PS y el PC); la segunda y triunfante fue la de la coalición peronista. Los números nos hablan de una ventaja cierta pero no aplastante: 1.527.000 votos para la fórmula de Perón; 1.207.000 para la UD[8]. Lo importante aquí es que con este éxito electoral emergió, finalmente, una nueva fórmula de dominación política en el capitalismo argentino, la de un liderazgo plebiscitario y bonapartista de masas.
Fue el 17 de octubre, entonces, lo que colocó en el centro de la escena la presencia de esa nueva fuente de legitimidad originariamente convocada desde las alturas del poder, la de la “voluntad popular de masas”. A lo que asistiremos, desde el momento mismo del triunfo de Perón, es a una fuerte competencia entre éste y lo que se ha denominado vieja guardia sindical por ocupar esa posición simbólica de la voluntad popular, “... por hablar en su nombre y apropiarse de la representatividad que emana de ella. A ese fin, el líder militar radicaliza su discurso, multiplica sus gestos reformistas, en tanto que los dirigentes sindicales dan forma a un proyecto de autonomía política obrera creando el Partido Laborista”[9]. Con la victoria electoral y la consagración plebiscitaria de Perón se terminará reponiendo la centralidad de la iniciativa estatal que estaba en los orígenes del proceso de cambio político iniciado en 1943. De allí que el régimen se lance a barrer al laborismo como experiencia política a poco de iniciar su primer gobierno. “La disolución del Partido Laborista por orden de Perón, la cooptación de la CGT en medio del silencio de las bases obreras, hacen caer, luego, de manera brutal, el velo de las ilusiones de la vieja guardia sindical. Protagonista de la coyuntura de los años 1943-1946, el sindicalismo no llega a ser, empero, un actor independiente [...] Y es ese mismo Estado el que, investido ahora de la legitimidad popular, se le impone, subordinándolo a las necesidades de la gestión del nuevo régimen”[10].
Una vez consolidado, el régimen peronista mostró facetas atípicas, pero no completamente novedosas en la historia argentina. En efecto, creemos que en las dos administraciones de Perón se profundiza aún más el quiebre que ya se había iniciado con la experiencia presidencial yrigoyenista en cuanto a la forma de ejercitar la dominación política burguesa. La ruptura se manifiesta en un abandono de elementos claves de la tradición “liberal-republicana” con la que se había gestado y consolidado el estado argentino en el anterior siglo. Se trató de un gobierno de indudable legitimidad popular, pero con fuertes elementos de totalitarismo y control político autoritario. Como describe Waldmann, la característica de la organización peronista del poder fue su simplicidad. Se pretendía abolir la complejidad institucional del estado de derecho liberal-burgués en función de un nuevo y único eje de relación: el diálogo entre el Ejecutivo y ciertos grupos sociales. Imponiendo una estrategia de “subordinación”, el régimen redujo e integró en función de esta relación a las distintas instituciones u organizaciones. Se dictaron leyes penales para intimidar a las fuerzas de oposición. La presión propagandística ejercida por el régimen, a través del control de los medios de comunicación, fue asfixiante, limitándose severamente la existencia de órganos de prensa independientes. Los poderes legislativo y judicial fueron degradados a la categoría de órganos auxiliares del Ejecutivo. El Congreso sufrió un debilitamiento general, lo que se profundizó con la reforma constitucional de 1949, en la que se cercenó las competencias de aquél y se lo privó de algunos de sus derechos de control sobre el gobierno. La justicia, en tanto, sufrió un proceso de vaciamiento, adoptándose medidas contra la Corte Suprema, destituyendo a varios jueces y nombrando en esos cargos a partidarios del régimen. Se crearon los Consejos, organismos estatales de coordinación exentos de mantener informado al Congreso acerca de sus actividades y al servicio exclusivo de los intereses del Ejecutivo. Toda la administración pública terminó por constituir una organización centralizada, cuyas partes dependían en forma directa y exclusiva de la cúspide del gobierno[11].
Sin embargo, este señalamiento sobre
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