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Segunda Entrega

rubenberistain17 de Julio de 2013

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El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular, aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que, con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de ballet. Quien es derrumbado cae seguramente sobre un colchón de plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno es treparse unos sobre otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos, cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas. Desde la tribuna es tan disfrutable el racimo humano de los vencedores como el drama particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos avispados espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no acaban de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por qué este o aquel jugador no logra hacerla. Y cuando el árbitro sanciona el penal, el espectador avispado también intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo después, cuando el balón brinca ya en las redes, no alcanza a comprender cómo el golero no lo supo. O acaso sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al otro palo, en un alarde de masoquismo o venalidad o estupidez congénita. Desde la tribuna es tan fácil. Se conoce la historia y la prehistoria. O sea que se poseen elementos suficientes como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel zaguero olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta nunca y es esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una época en que había un centre-half y un centre-forward, cada uno bien plantado en su comarca propia y capaz de distribuir el juego en serio y no jugando a jugar, como ahora, ¿no? El espectador veterano sabe que cuando el fútbol se convirtió en balompié y la ball en pelota y el dribbling en finta y el centre-half en volante y el centre-forward en alma en pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de que muchos lleven al estadio sus radios a transistores, ya que al menos quienes relatan el partido ponen un poco de emoción en las estupendas jugadas que imaginan. Bueno, para eso les pagan, ¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y está bien. Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos y pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor idóneo sigue colgado de la “o” de su gooooooool, que en realidad es una jugada suya, subjetiva, personal, y no exactamente del delantero que se limitó a empujar con la frente un centro que, entre todas las otras, eligió su cabeza. Y cuando el locutor idóneo llega por fin al desenlace de la “ele” final de su gooooooool privado, ya el árbitro ha señalado un orsai que favorece, ¿por qué no?, al locatario.

Es bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo alto. Así al menos piensa Benjamín Ferrés, veintitrés años, digamos delantero de un Club Chico, alguien últimamente en alza según los cronistas deportivos más estrictos, y que hoy, después de empatarle al Club Grande y ducharse y cambiarse, no se fue del estadio con el resto del equipo y prefirió quedarse a mirar, desde la tribuna ya vacía (sólo quedan los cafeteros y heladeros y vendedores de banderitas, que recogen sus bártulos o tal vez hacen cuentas) aquel campo en el que estuvo corriendo durante noventa minutos e incluso convirtió uno, el segundo, de los dos goles que le otorgan al Club Chico eso que suele llamarse un punto de oro. Sí, desde aquí arriba el césped es una alfombra, casi un paño verde como el del casino, con la importante diferencia de que allá los números son fijos, permanentes, y aquí (él, por ejemplo, es el ocho) cambian constantemente de lugar y además se repiten. A lo mejor con el flaco Suárez (que lleva el once prendido en la espalda) podrían ser una de las parejas negras. O no. Porque de ambos, sólo el Flaco es oscurito.

Ahora se levanta un viento arisco y las gradas de cemento son recorridas por vasos de plástico, hojas de diario, talones de entradas, almohadillas, pelotas de papel. Remolinos casi fantasmales dan la falsa impresión de que las gradas se mueven, giran, bailotean, se sacuden por fin el sol de la tarde. Hay papeles que suben las escaleras y otros que se precipitan al vacío. A Benjamín (Benja, para la hinchada) le sube una bocanada de desconsuelo, de extraña ansiedad al enfrentarse, ¿por primera vez?, con la quimera de cemento en estado de pureza (o de basura, que es casi lo mismo) y se le ocurre que el estadio vacío, desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco fantasmal de esa misma muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o agita banderas. Se pregunta cómo se habrá visto su gol desde aquí, desde esta tribuna generalmente ocupada por las huestes del adversario. Para los de abajo en la tabla, el estadio siempre es enemigo: miles y miles de voces que los acosan, los persiguen, los hunden, porque generalmente el que juega aquí, el permanente locatario, es uno de los Grandes, y los de abajo sólo van al estadio cuando les toca enfrentarlos, y en esas ocasiones apenas si acarrean, en el mejor de los casos, algunos cientos de fanáticos del barrio, que, aunque se desgañitan y agitan como locos su única y gastada bandera, en realidad no cuentan, es imposible que tapen, desde su islote de alaridos, el gran rugido de la hinchada mayor. Desde abajo se sabe que existen, claro, y eso es bueno, y de vez en cuando, cuando se suspende el juego por lesión o por cambio de jugadores, los del Club Chico van con la mirada al encuentro de aquel rinconcito de tribuna donde su bandera hace guiños en clave, señales secretas como las del truco. Y ésta es la mejor anfetamina, porque los llena de saludable euforia y además no aparece en los controles antidopping.

Hoy empataron, no está mal, se dice Benja, el número ocho. Y está mejor porque todos sus huesos están enteros, a pesar de la alevosa zancadilla (esquivada sólo por intuición) que le dedicaran en el toletole previo al primer gol, dos segundos antes de que el Colorado empujara nuevamente la globa con el empeine y la colocara, inalcanzable, junto al poste izquierdo.

2.

Después de todo, la playa es mía. Desde hace quince años la vengo adquiriendo en pequeñas cuotas. Cuotas de sol y dunas. Todos esos prójimos, prójimas y projimitos que se ven tendidos sobre las rocas o bajo las sombrillas o corriendo tras una pelota de engañapichanga o jugando a la paleta en una cancha marcada en la arena con líneas que al rato se borran, todos esos otros, están en la playa gracias a que yo les permito estar. Porque la playa es mía. Mío el horizonte con toninas remotas y tres barquitos a vela. Míos los peces que extraen mis pescadores con mis redes antiguas, remendadas. El aire salitroso y los castillos de arena y las aguas vivas y las algas que ha traído la penúltima ola. Todo es mío. ¿Qué sería de mí, el número ocho, sin estas mañanas en que la playa me convence de que soy libre, de que puedo abrazar esta roca, que es mi roca mujer o tal vez mi roca madre, y estirarme sin otros límites que mi propio límite o hasta que siento las tenazas del cangrejo barcino sobre mi dedo gordo? Aquí soy número ocho sin llevarlo en la espalda. Soy número ocho sencillamente porque es mi identidad. Un cura o un teniente o un payaso no necesitan vestir sotana o uniforme o traje de colores para ser cura o teniente o payaso. Soy número ocho aunque no lo lleve dibujado en el lomo y aunque ningún botija se arrime a pedirme autógrafos, porque sólo se piden autógrafos a los de los Clubes Grandes. Y creo que siempre seré de Club Chico, porque me gusta amargarles la fiesta, no a los jugadores que después de todo son como nosotros, sólo que con más suerte y más guita, ni siquiera a la hinchada grande por más que nos insulte cuando hacemos un fau y festeje ruidosamente cuando el otro nos propina un hachazo en la canilla. Me gusta arruinarles la fiesta, sobre todo a los dirigentes, esos industriales bien instalados en su cochazo, en su piso de la Rambla y en su mondongo, señores cuya gimnasia sabatina o dominical consiste en sentarse muy orondos, arriba en el palco oficial, y desde ahí ver cómo allá abajo nos reventamos, nos odiamos, nos derretimos en sudores, y cuando sus jugadores ganan, condescienden a llegar al vestuario y a darles una palmadita en el hombro, disimulando apenas el asco que les provoca aquella piel todavía sudada, y en cambio, cuando sus jugadores pierden, se van entonces directamente a su casa, esta vez por supuesto sin ocultar el asco. En verdad, en verdad os digo que yo ignoro si hacen eso, pero me lo imagino. Es decir, tengo que imaginarlo así, porque una cosa son las instrucciones del entrenador, que por supuesto trato de cumplir si no son demasiado absurdas, y otra cosa son las instrucciones que yo me doy, verbigracia vamo vamo número ocho hay que aguarle la fiesta a ese presidente cogotudo, jactancioso y mezquino, que viene al estadio con sus tres o cuatro nenes que desde ya tienen caritas de futuros presidentes cogotudos. Bueno, no sé ni siquiera si tiene hijos, pero tengo que imaginarlo así porque soy el número ocho, insustituible titular de un Club Chico y, ya que cobro poco, tengo que inventarme recompensas compensatorias y de esas recompensas inventadas la mejor es la posibilidad de aguarle la fiesta al cogotudo presidente del Grande, a fin de que el lunes, cuando concurra a su Banco o a su banca, pase también su vergüenza rica, su vergüenza suntuosa, así como nosotros, los que andamos en la segunda mitad de la tabla, sufrimos, cuando perdemos, nuestra vergüenza pobre. Pero,

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