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Zara Trusta

camilaroncallo23 de Marzo de 2014

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PRIMERA PARTE

EL PRÓLOGO DE ZARATUSTRA

1

APENAS llegó Zaratustra a los treinta años, dejó su patria y el lago de su patria y se refugió en la montaña. Durante diez años disfrutó allí, sin cansarse, de su espíritu y de su soledad. Hasta que al fin se transformó su corazón, y una mañana se levantó al iniciarse el alba, y plantándose frente al sol le habló así:

—¡Oh! ¿Cuál sería tu dicha si no tuvieras a quienes iluminas? Hace diez años que llegas hasta mi caverna y te hubieras cansado de tu luz y de tu camino si no me tuvieras a mí, a mi águila y a mi serpiente

Cada mañana te esperamos para beneficiarnos con tus pródigos rayos y bendecirte por ellos.

Mas he aquí que me he hastiado de mi sabiduría, como la abeja que ha elaborado excesiva miel. Ahora necesito manos que se me tiendan.

Quisiera dar y distribuir hasta que los sabios entre los hombres de nuevo estén gozosos de su locura, y los pobres, dichosos de su riqueza.

Por eso debo descender yo a las profundidades como lo haces tú por la tarde cuando te hundes detrás de los mares para llevar tu luz al otro lado del mundo, ¡oh astro esplendoroso!

Debo desaparecer como tú, acostarme, como dicen los hombres hacia los cuales quiero descender.

¡Bendíceme, ojo sereno, tú que puedes contemplar sin envidia hasta la dicha que no tiene límites!

¡Mira esta copa que está ansiosa por vaciarse nuevamente! ¡Mira a Zaratustra que quiere recomenzar a ser hombre!

Y Así se inició el descenso de Zaratustra.

2

CUANDO Zaratustra descendió de la montaña no encontró a nadie. Pero al llegar al bosque se alzó de pronto delante de él un anciano

que había dejado sus austera choza para buscar raíces en la selva. Y el anciano habló así a Zaratustra:

—Este caminante no me es desconocido. Ha muchos años que pasó por aquí. Se llamaba Zaratustra; pero está muy cambiado.

Entonces llevabas tu ceniza a la montaña. ¿Pretendes hoy llevar tu fuego al valle? ¿No temes al castigo que se da a los incendiarios?

Sí; reconozco a Zaratustra. Límpida es su mirada y en su boca no se forma ningún pliegue de tedio. Camina como si danzase.

Zaratustra se ha transformado. Zaratustra se ha hecho niño. Zaratustra se ha despertado. ¿Qué vas a hacer al lado de quienes duermen?

Tú vivías en la soledad como el mar y el mar te sostenía. ¿Es que deseas tornar a la tierra, desdichado? ¡Infeliz de ti! ¿Es que de nuevo quieres arrastrar por ti mismo tu propio cuerpo?

Zaratustra respondió: «Amo a los hombres».

Y el sabio replicó:

—¿Sabes, acaso, por qué he ido yo al bosque y a la soledad? ¡Fue porque amaba demasiado a los hombres!

Ahora sólo amo a Dios. Ya no amo a los hombres. El hombre es para mí algo demasiado im perfecto. El amor del hombre me mataría.

—Yo no he hablado de amor. Sólo quiero hacer un regalo a los hombres —contestó Zaratustra—

que había dejado sus austera choza para buscar raíces en la selva. Y el anciano habló así a Zaratustra:

—Este caminante no me es desconocido. Ha muchos años que pasó por aquí. Se llamaba Zaratustra; pero está muy cambiado.

Entonces llevabas tu ceniza a la montaña. ¿Pretendes hoy llevar tu fuego al valle? ¿No temes al castigo que se da a los incendiarios?

Sí; reconozco a Zaratustra. Límpida es su mirada y en su boca no se forma ningún pliegue de tedio. Camina como si danzase.

Zaratustra se ha transformado. Zaratustra se ha hecho niño. Zaratustra se ha despertado. ¿Qué vas a hacer al lado de quienes duermen?

Tú vivías en la soledad como el mar y el mar te sostenía. ¿Es que deseas tornar a la tierra, desdichado? ¡Infeliz de ti! ¿Es que de nuevo quieres arrastrar por ti mismo tu propio cuerpo?

Zaratustra respondió: «Amo a los hombres».

Y el sabio replicó:

—¿Sabes, acaso, por qué he ido yo al bosque y a la soledad? ¡Fue porque amaba demasiado a los hombres!

Ahora sólo amo a Dios. Ya no amo a los hombres. El hombre es para mí algo demasiado im perfecto. El amor del hombre me mataría.

—Yo no he hablado de amor. Sólo quiero hacer un regalo a los hombres —contestó Zaratustra—.

—No les des nada —dijo el anciano—; más bien despójalos de cualquier cosa y ayúdalos a llevarla; ¡nada será mejor para ellos, a condición de que también sea beneficioso para ti! Y si quieres darles algo, no les des más que una limosna, pero ¡nunca antes que te la pidan!

—No, yo no reparto limosnas. No soy lo bastante pobre para eso —exclamó Zaratustra. Se rió de Zaratustra el santo y le dijo:

—Prueba, entonces, a hacerles aceptar tus tesoros. Ellos descon fían de los solitarios y no creen que venimos a dar.

Resuenan extrañamente en sus oídos los pasos del hombre solitario a través de las calles. Y si en la noche, acostados en sus camas, escuchan los pasos de un caminante, se preguntan: «¿Dónde anda este ladrón?» ¡No vayas cerca de los hombres! ¡Quédate en el bosque! ¡Antes bien, regresa al lado de los animales! ¿Por qué no quieres ser como yo: oso entre los osos; pájaro entre los pájaros?

Zaratustra le preguntó: «¿Y qué hace un santo en el bosque?»

Componer canciones y cantarlas —respondió el santo—. Cuando yo hago canciones río, lloro y murmuro; así es como alabo a Dios. Con las canciones, las lágrimas y las risas y los murmurios, doy gracias a Dios, que es mi Dios. En cambio, ¿qué presente nos traes tú?

Después de escuchar estas palabras del anciano, Zaratustra saludó al anciano y le espetó:

—¿Que qué tengo para daros? ¡Dejadme partir de prisa para que no os coja nada!

Y de esta manera fue cómo se separaron el uno del otro, el anciano y el joven, riéndose como se reirían dos niños.

Cuando de nuevo Zaratustra quedó solo, habló así a su corazón: «¡Será posible esto! ¡Este viejo santo no se ha enterado todavía en su bosque que Dios ha muerto!»

3

AL llegar Zaratustra a la ciudad vecina, lindante con el bosque, advirtió en la plaza a una gran multitud que se había reunido para ver actuar a un volatinero. Y Zaratustra habló al pueblo y le dijo:

—Yo os muestro al superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho vosotros para superarlo?

Hasta hoy, todos los seres han creado algo por encima de ellos, y ¿queréis ser vosotros el reflujo de esta ola enorme prefiriendo retornar a la animalidad antes que superar al hombre?

¿Qué es el mono para el hombre? Un motivo de risa o una vergüenza dolorosa. Es esto mismo, lo que debe ser el hombre para el superhombre: un motivo de risa o una vergüenza dolorosa.

Habéis trazado el camino que va desde el gusano hasta el hombre y queda en vosotros mucho de lombriz de tierra. Antes

fuisteis monos y aún ahora tiene el hombre más de mono que un mono.

El más sabio de entre vosotros no es más que una cosa disparatada; un híbrido, producto de una planta y un fantasma. Sin embargo, ¿os he hablado yo de transformaros en fantasma o en planta? ¡Helo aquí!

¡Yo os muestro al superhombre!

El superhombre es el sentido de la tierra. Que vuestra voluntad diga: «Sea el superhombre el sentido de la tierra.»

¡Yo os exhorto, hermanos míos, a que permanezcáis fieles a la tierra y a que no deis crédito a los que os ha blen de esperanzas ultraterrenas! Éstos, lo sepan o no, son envenenadores.

Son los denigradores de la vida, los moribundos y enve ne na dos, de los que la tierra está hastiada: ¡que se marchen, pues!

En otro tiempo la blasfemia hacia Dios era la mayor de las blasfemias; pero Dios ha muerto y con él, sus blasfemadores. ¡Lo que hay ahora de más terrible es blasfemar de la tierra y apreciar en más las entrañas de lo impenetrable que el sentido de la tierra!

El alma miraba antes con desdén al cuerpo y nada había superior a este desdén. Quería ella que él fuese enteco, repugnante y famélico. ¡De esa manera pretendía evadirse de él y de la tierra!

¡Y esta alma era, también, enteca, repugnante y famélica, y en la crueldad hallaba su voluptuosidad!

Hermanos míos, decidme vosotros mismos: ¿qué anuncia vuestro cuerpo de vuestra alma? ¿No es acaso vuestra alma pobreza, inmundicia y vil descontento?

Río impuro es el hombre, en verdad. Necesario es llegar a ser océano para poder recibir una corriente impura sin mancharse.

He aquí este océano: es el superhombre que yo os muestro. En él podéis desaguar vuestro gran desprecio. Es la hora del gran desprecio.

¿Puede ocurriros algo más sublime? Es la hora en que se torna en hastío vuestra propia felicidad, como vuestra razón y vuestra virtud.

La hora en que decís: «¡Qué importa mi razón! ¿Está ávida de ciencia como el león lo está de alimento? Es pobreza, inmundicia y compasivo descontento de uno mismo.»

La hora en que decís: «¡Qué importa mi felicidad! Es pobreza, inmundicia y compasivo descontento de uno mismo. Pero ¡mi felicidad debería legitimar la existencia!»

La hora en que decís: «¡Qué importa mi virtud! ¡Hasta ahora no me ha hecho delirar! ¡Qué fatigado estoy de mi bien y de mi mal! Todo esto es pobreza, inmundicia y compasivo descontento de uno mismo.»

La hora en que decís: «¡Qué importa mi justicia! No veo que sea yo carbón ardiente. ¡Mas el. justo es carbón ardiente!»

La hora en que decís: «¡Qué importa mi piedad! ¿No es la piedad

la cruz en donde clavan al que ama a los hombres? Mi piedad

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