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Debates históricos, polémicas políticas: la historiografía argentina desde fines del siglo XIX


Enviado por   •  4 de Noviembre de 2018  •  Exámen  •  10.793 Palabras (44 Páginas)  •  353 Visitas

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Debates históricos, polémicas políticas: la historiografía argentina desde fines del siglo XIX.

Alejandro Cattaruzza (UBA, UNR,CONICET)

1.Las imágenes del pasado como producciones históricas  

       En  1876,  al presentar La Revue Historique, el historiador  francés Gabriel Monod, miembro destacado de los elencos de historiadores en trance de profesionalizarse, sostenía que la publicación adoptaría un “punto de vista estrictamente científico”, promoviendo un estudio “imparcial” del pasado. Al tiempo, proclamaba que  era  “un deber el despertar en el alma de la nación la conciencia de sí misma por medio del profundo conocimiento de su historia”. Otro importante historiador, también integrado a los espacios universitarios dedicados a la historia, Ernest Lavisse, señalaba hacia fines de siglo que si el escolar “no se convierte en un ciudadano convencido de sus deberes y en un soldado que ama su bandera, el maestro habrá perdido el tiempo. Eso es lo que debe decir al estudiante de magisterio el profesor de historia de la escuela normal […]”. Al parecer, Lavisse reiteraba opiniones muy semejantes en 1912[1].

       Estas citas revelan, por una parte, la confianza de los historiadores en que su disciplina lograba ofrecer una imagen imparcial y objetiva del pasado gracias a la aplicación de las reglas del método, que desde las primeras décadas del siglo, se estabilizaron paulatinamente sobre los planteos iniciales de Ranke; así, la historia alcanzaba la condición de saber científico. Al mismo tiempo, revelan la existencia de una convicción de otro orden: según planteos muy corrientes a fines del siglo XIX,  la historia tenía una función social, cuyo núcleo era el fortalecimiento de lo que a menudo se llamaba conciencia nacional en la sociedad.

      Esta última tarea no concernía sólo a la historia, según se entendía. En esos mismos años,  los estados nacionales se consolidaban y aspiraban a construir, entre los sectores subalternos, identidades colectivas en esa clave; como se advierte en la opinión de Lavisse, la escuela primaria era una herramienta importante en esa tarea, y los maestros, forjados en la escuela normal por los profesores de historia entre otros docentes, serían actores centrales en ella. El anhelo reclamaba la desarticulación de identidades sociales previas, en una acción que integraba al tiempo que disciplinaba y que no siempre fue sencilla. La idea de que el colectivo que se denominaba nación había tenido un pasado común, que ese pasado debía ser investigado y enseñado, fue una convicción muy extendida, y los historiadores fueron llamados a participar en esa gran empresa de creación de ciudadanos y patriotas, o de patriotismo de masas, si se prefiere.

        Simultáneamente, el complejo institucional dedicado específicamente a la investigación y a la enseñanza de historia se consolidó y se amplió, constituyéndose en una de las bases de la organización de  una historia profesional que hacía suyas aquellas  certezas, tanto las referidas al método como las que apuntaban a la función social. Así, la historia se volvía una profesión convencida de que sus prácticas intelectuales le conferían un estatuto científico y  de que tenía una misión en la sociedad, vinculada a la ratificación de la nacionalidad; aplicación del método, objetividad, formación estricta de recursos humanos en instituciones especializadas, participación en la empresa de nacionalización de masas, constituyeron un conjunto de conceptos y de actividades centrales en ese cambio que,  a lo largo del siglo XIX, llevó a la historia de la condición de práctica intelectual libre a la de disciplina profesional con controles académicos, instituciones consolidadas, reconocimiento estatal que se expresaba tanto en aspectos materiales –dinero para las carreras universitarias, recursos para la organización de la logística de la investigación, que incluía bibliotecas y archivos, por ejemplo- como simbólicos. De todos modos, debe anticiparse que otro tipo de historia, menos sujeta a esas rutinas académicas, siguió practicándose y su producción alcanzó en muchos escenarios y ocasiones públicos muy  amplios.

     Desde los años cercanos a la Gran Guerra, sin embargo, prestigiosos historiadores comenzaron a hacer circular planteos que, recogiendo argumentos que se habían expresado con anterioridad, impactaban en alguna de aquellas convicciones. Quizás los casos del italiano Benedetto Croce y de Charles Beard, norteamericano, sean los más conocidos;  Croce acuñó una versión poderosa y sumaria de ellos: “toda historia es historia contemporánea”, sostenía, ya que el presente suministra al historiador las inquietudes y perspectivas con las que aborda el pasado. Al poner así en entredicho la posibilidad de alcanzar la objetividad, “ese noble sueño” como la llamó Beard en 1935, tales reflexiones hacían que la producción del historiador quedara sometida al imperio del tiempo presente[2]. De todos modos, esos planteos suscitaron debates y fueron minoritarios, en un comienzo, entre los historiadores.

             

      A partir de mediados de los años sesenta y con claridad desde los tempranos setenta del siglo XX, lingüistas y filósofos formularon otras observaciones acerca de las tareas que lleva adelante el historiador y de sus productos. Estos  intelectuales –entre los que se cuentan Roland Barthes, Hayden White y  Paul Veyne, entre otros- no constituyeron un grupo formal y sus integrantes han sostenido posiciones diferenciadas; las denominaciones aplicadas a sus consideraciones han sido a su vez varias: narrativismo, posmodernismo, giro lingüístico, desafío semiológico. Pero algunas proposiciones que se encuentran extendidas entre ellos indican que, desde el punto de vista estructural, nada diferencia un texto de historia de uno de ficción; en los extremos, las opiniones que sostienen que “lo real es tan imaginado como lo imaginario” desconocen toda posibilidad de conocimiento del pasado: sólo hay textos sobre textos, en un infinito juego de espejos. En ambos argumentos, el poder explicativo de la  historia era puesto severamente en cuestión[3].

           Simultáneamente, tenían lugar procesos sociales y culturales que alimentaban algunas de estas dudas por otros y poco visibles caminos. Las identidades nacionales eran impugnadas por nacionalismos regionales o identidades alternativas o minoritarias; también la globalización golpeaba el lugar del Estado-nación mientras reputados historiadores planteaban que las naciones eran construcciones recientes y que no habían estado allí desde siempre. Es verosímil suponer que otro de los objetos de estudio habituales entre los historiadores, los grandes agregados sociales concebidos como clases, sectores o grupos socioprofesionales, fueron también afectados por un proceso de fragmentación conceptual. Por efecto de cambios en el  presente comenzaban así a delinearse sujetos colectivos cuyas historias parecían empezar a merecer ser contadas: jóvenes, niños, mujeres, minorías étnicas. La desestabilización de los actores de los grandes relatos históricos previos  –“la Argentina” o  “los ingleses”, por ejemplo- contribuía a sostener indirectamente la impugnación a la cientificidad del saber histórico, ya que se multiplicaban las historias legítimas posibles y las voces de los protagonistas que, se planteaba, debían ser atendidas.

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