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Las Revoluciones Hispanoamericanas 1808-1826

tencho919 de Octubre de 2013

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Este libro intenta presentar una historia moderna de las revoluciones por la independencia de la América hispana. El tema es amplio, el marco vasto, pero espero que mis interpretaciones hagan justicia a las preocupa-ciones de los protagonistas y a los intereses de los lectores, al igual que a las exigencias de espacio. He procurado determinar el carácter de las revo¬luciones, identificar las fuerzas que las hicieron y las que se opusieron a ellas, los grupos sociales que se beneficiaron y los que las sufrieron, y el contexto económico en donde se desarrollaron y existieron. Como las revo¬luciones culminaron en una diversidad nacional más que en unidad ame¬ricana, he creído necesario proceder por regiones sin por ello, espero, des¬cuidar el movimiento continental de los acontecimientos. He adoptado pre¬dominantemente el punto de vista hispanoamericano, viendo las re-voluciones como creadoras de las naciones americanas más que como disolventes del imperio español, y concentrándome en la historia «interna» de la independencia con preferencia a sus aspectos internacionales. Éstas son mis prioridades, y a aquellos que tienen otras sólo puedo decirles: éste es mi relato y éstos son los hechos.

Doy las gracias al profesor Jack P. Greene de la Johns Hopkins Uni-versity, que me invitó a escribir este libro para la serie «Revolutions in the Modern World» y que me ayudó con sus valiosos consejos. Doy las gracias también a Dónala S. Lamm de W. W. Norton & Company, Inc., por su experta ayuda editorial. Quiero dar las gracias asimismo al doctor David Robinson por su ayuda con los mapas; éstos han sido proporcionados por Valerie Tassano del Cartographic Unit, departamento de Geografía, Univer-sity College, Londres, a quien doy las gracias. Estoy en deuda con el doc¬tor Joseph Smith por sus investigaciones en la Public Record Office, de Lon¬dres. Finalmente, quiero dar las gracias al profesor Pedro Grases por sus expertos consejos y ayuda en la preparación de la edición española.

J. L.

Instituto of Latín American Studies, University of London.

Capítulo 1

LOS ORÍGENES DE LA NACIONALIDAD HISPANOAMERICANA

1. EL NUEVO IMPERIALISMO

Las revoluciones por la independencia en Hispanoamérica fueron re-pentinas, violentas y universales. Cuando en 1808 España se derrumbó ante la embestida de Napoleón, su imperio se extendía desde California hasta el cabo de Hornos, desde la desembocadura del Orinoco hasta las orillas del Pacífico, el ámbito de cuatro virreinatos, el hogar de diecisie¬te millones de personas. Quince años más tarde España solamente man¬tenía en su poder Cuba y Puerto Rico, y ya proliferaban las nuevas na¬ciones. Con todo, la independencia, aunque precipitada por un choque externo, fue la culminación de un largo proceso de enajenación en el cual Hispanoamérica se dio cuenta de su propia identidad, tomó con¬ciencia de su cultura, se hizo celosa de sus recursos. Esta creciente con¬ciencia de sí movió a Alexander von Humboldt a observar: «Los criollos prefieren que se les llame americanos; y desde la Paz de Versalles, y especialmente desde 1789, se les oye decir muchas veces con orgullo: "Yo no soy español; soy americano", palabras que descubren los sín¬tomas de un antiguo resentimiento.»1 También revelaban, aunque toda¬vía confusamente, la existencia de lealtades divididas, porque sin negar la soberanía de la corona, o incluso los vínculos con España, los ameri¬canos empezaban a poner en duda las base de su fidelidad. La propia España alimentaba sus dudas, porque en el crepúsculo de su imperio no atenuaba sino que aumentaba su imperialismo.

Hispanoamérica estaba sujeta a finales del siglo XVIII a un nuevo imperialismo; su administración había sido reformada, su defensa reor-ganizada, su comercio reavivado. La nueva política era esencialmente una aplicación del control, que intentaba incrementar la situación colo¬nial de América y hacer más pesada su dependencia. Sin embargo, la reforma imperial plantó las semillas de su propia destrucción: su reformismo despertó apetitos que no podía satisfacer, mientras que su impe-

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rialismo lanzaba un ataque directo contra los intereses locales y pertur¬baba el frágil equilibrio del poder dentro de la sociedad colonial. Pero si España intentaba ahora crear un segundo imperio, ¿qué había pasado con el primero?

A finales del siglo XVII Hispanoamérica se había emancipado de su dependencia inicial de España.2 El primitivo imperialismo del siglo xvi no podía durar. La riqueza mineral era un activo consumible e invaria-blemente engendraba otras actividades. Las sociedades americanas ad-quirieron gradualmente identidad, desarrollando más fuentes de rique¬za, reinvirtiendo en la producción, mejorando su economía de subsis¬tencia de alimentos, vinos, textiles y otros artículos de consumo. Cuando la injusticia, las escaseces y los elevados precios del sistema de mono¬polio español se hicieron más flagrantes, las colonias ampliaron las rela¬ciones económicas entre sí, y el comercio intercolonial se desarrolló vi-gorosamente, independientemente de la red transatlántica. El crecimien¬to económico fue acompañado de cambio social, formándose una élite criolla de terratenientes y otros, cuyos intereses no siempre coincidían con los de la metrópoli, sobre todo por sus urgentes exigencias de pro¬piedades y mano de obra. El criollo era el español nacido en América. Y aunque la aristocracia colonial nunca adquirió poder político formal, era una fuerza que los burócratas no podían pasar por alto, y el gobierno colonial español se convirtió realmente en un compromiso entre la so¬beranía imperial y los intereses de los colonos.

El nuevo equilibrio del poder se reflejó primeramente en la notable disminución del tesoro enviado a España. Esto fue una consecuencia no solamente de la recesión de la industria minera sino también de la redis-tribución de la riqueza dentro del mundo hispánico. Significaba que ahora las colonias se quedaban con una mayor parte su propio producto, y empleaban su capital en administración, defensa y economía. Al vivir más para sí misma, América daba menos a España. El giro del poder podía también observarse fuera del sector minero, en el desarrollo de las economías de plantación en el Caribe y en el norte de Sudamérica, que vendían sus productos directamente a los extranjeros o a otras colonias. La expansión de la actividad económica en las colonias denota una pauta de inversión —capital americano en economía americana— que, aunque modesto en sus proporciones, estaba fuera del sector transatlántico. Amé-rica creó su propia industria de astilleros en Cuba, Cartagena y Guaya¬quil, y adquirió una autosuficiencia global en defensa. Las defensas naval y militar de México y Perú eran financiadas por las tesorerías locales, y esto no sólo activó los astilleros, fundiciones de cobre y talleres de armas, sino también actividades secundarias que servían a esas industrias. Por lo tanto, el declive de la minería no fue necesariamente un signo de rece¬sión económica: puede indicar un mayor desarrollo económico, una tran¬sición desde una economía de base estrecha a otra de mayor variedad.

LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 11

Cuando el primer ciclo minero de México se cerró, a mediados del siglo XVII, la colonia reorientó su economía hacia la agricultura y la ga¬nadería y empezó a cubrir mayor número de sus necesidades de pro¬ductos manufacturados. La hacienda, la gran propiedad territorial, se hizo un microcosmos de la autosuficiencia económica de México y de su creciente independencia. Pero la hacienda podía generar más actividad, porque necesitaba importar algunos bienes de consumo y proporciona¬ba materias primas para la propia producción colonial. Al mismo tiem¬po una creciente proporción del ingreso gubernamental en México per¬manecía en la colonia o sus dependencias para la administración, de¬fensa y obras públicas, lo que significaba que la riqueza de México sostenía más a éste que a España. Se supone con demasiada ligereza que cuando una colonia no funciona como tal está en declive, que por¬que no exporta excedentes públicos y privados a la metrópoli, no parti¬cipa en el comercio transatlántico, no consume grandes cantidades de importaciones monopolísticas, se la debe considerar deprimida. Pero ésos pueden ser signos de crecimiento, no de depresión. Perú siempre fue más «colonial», menos «desarrollado» que México, y su capacidad mi¬nera duró más tiempo. Pero para abastecer a los campamentos mineros la colonia creó una economía agrícola que se desarrolló prósperamente por sí misma. Perú nunca fue tan autosuficiente en manufacturas como en agricultura. Para numerosos talleres, los famosos obrajes, que em¬pleaban mano de obra forzada y eran propiedad del estado o de empre¬sas privadas, producían para el mercado de las clases bajas o para nece¬sidades particulares. Por lo demás, Perú no dependía necesariamente de las importaciones de España: tenía capital sobrante y una marina mer¬cante, y podía satisfacer muchas de sus necesidades de consumo dentro de América, particularmente con lo procedente de México, y de Asia. Y las remesas a España disminuyeron espectacularmente. Entre 1651 y 1739, el 30 por ciento del ingreso

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