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Breve investigación documental acerca del proceso histórico

Janeth ZavalaTarea31 de Mayo de 2024

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PROCESOS EDITORIALES Y DERECHOS DE AUTOR

Docente Paola Cecilia Lemus Pérez

Actividad 1. Breve investigación documental acerca del proceso histórico

de los derechos de autor

Elisa Janeth Zavala Cavazos

Matrícula 182954

Grupo AC-94

Monterrey, Nuevo León a 9 de marzo de 2024

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Introducción

Si bien podemos pensar que el derecho de autor se trata de una invención de la modernidad, sus orígenes pueden remontarse tan atrás como los inicios de la creación artística del ser humano.

Esto nos envía directo a etapas de la antigüedad clásica, con las primeras civilizaciones emergentes, como lo fuesen en su momento Roma y Grecia. En estos momentos históricos, evidentemente, no se disponía de las facilidades para dar a conocer obras de las que se goza desde 1440 con la llegada de la imprenta, y las formas más comunes de difusión de creaciones intelectuales eran la palabra frente a un público, la actuación en el caso de obras que lo permitiesen y las copias manuscritas.

Cuando uno trata de averiguar cuáles son las razones de ser de figuras jurídicas actuales tiende a volver la mirada hacia el Derecho romano, del cual deriva de una manera muy directa nuestro Derecho actual, pero observando las fuentes bibliográficas que nos puedan dar información sobre la época nos damos cuenta de que no estaba proscrito el derecho de autor. Si bien sí que existía un sentimiento claro de autor por parte de estos para con sus obras, este no iba más allá de reclamar que no se realizasen malas interpretaciones de sus obras ni modificaciones de las mismas hechas sin el consentimiento de su autor.

Desarrollo

Al adentrarnos en el medievo, conviene distinguir dos modalidades de autoría con importantes diferencias según la procedencia (que no temática) religiosa o no de la obra: las obras provenientes de monasterios y las creadas por personas no relativas al estamento clerical. Cuando hablamos de las obras reproducidas en los monasterios hacemos referencia a la labor de los monjes copistas, que, desde su trabajo en el scriptorium, transcribían una innumerable cantidad de códices y manuscritos albergados en las mayores bibliotecas de la Edad Media, los monasterios. Esta misión de los monjes copistas resulta imprescindible para la difusión en aquella época y posterior conservación de obras tanto contemporáneas como anteriores a su tiempo. La mayoría de estas obras tenían un carácter religioso, pero a medida que se avanza en el tiempo y se rebajan las restricciones que en este sentido imponía la Iglesia en connivencia con la Corona, van surgiendo también copias de obras paganas.

Si bien la mayoría de las copias se realizaban para su propia conservación en las bibliotecas de las agrupaciones religiosas, también se hacían copias por encargo de los propios autores a cambio de una compensación económica. Este servicio carecía por lo general de un fin lucrativo pretendido por parte del autor, sino que únicamente buscaba poseer una copia de su manuscrito con el alto grado de calidad que ofrecían estos monjes en lo que se podría incluso considerar como su profesión dado el alto grado de diligencia y rigurosidad en su desempeño con la pluma y el pergamino. Pero en suma a esta laboriosa tarea, también vertían su tinta para dar a luz a obras originales. En este caso se tratarían de obras anónimas, puesto que la forma de composición de las mismas sería colectiva, no atribuyéndose de manera individual a ninguno de los monjes, sino a la propia abadía.

Esto también tenía que ver con el propio carácter de estas comunidades religiosas que no buscaban un lucro económico, siendo uno de sus pilares el voto de pobreza. En cualquier caso y si bien no hay indicios de que durante esta etapa se le otorgue protección al autor ni al copista frente a un tercero que desee reproducir la obra prescindiendo del consentimiento de ninguno de los anteriores, sí que se puede observar un cierto grado de reconocimiento al autor a finales del medievo. Así, es común que en los libros relativos a los siglos XVI y XVII se agregue al manuscrito una imagen del autor, un retrato del mismo que sirve para identificar la autoría en la obra y distinguirla también de copias no producidas por el propio autor.

A pesar de esto, resulta evidente que no había un sentimiento general de estricta relación entre el autor y la reproducción de su obra, y habrá que esperar hasta la llegada de la imprenta para encontrarnos con un cambio de paradigma.

No resulta en absoluto descabellado afirmar que la imprenta es uno de los grandes inventos de la historia del ser humano. Supone una completa revolución a nivel social por el gran abanico de posibilidades que abre a la hora de dar a conocer una obra.

Se pasa de un arduo trabajo de horas, días y meses al que estaban cometidos los monjes copistas para la reproducción de manuscritos, a un sistema mucho más rápido y eficiente económicamente. Esto permite expandir de una manera inimaginable hasta el momento el acceso a todas las obras antes manuscritas y reservadas para unos pocos, colaborando también de esta forma a la alfabetización de la población.

Pero una cosa importante ha de ser tenida en cuenta, y es que con esa transmisión de obras también va incluida una transmisión de ideas. Popularizar la lectura implicaba que casi cualquiera pudiese tener acceso a un nuevo conocimiento. Y es este flujo de información antes inexistente, y por tanto carente de interés por controlarlo, junto con los problemas económicos que había generado en determinadas imprentas que a causa del fervor que había traído en invento habían gastado en copias más de lo que sus ventas podían asumir, que se optó por los llamados “privilegios de impresión”.

Estos referidos privilegios nacen no como un medio de proteger al autor de la obra sino a los impresores y su derecho a imprimir una determinada obra. Esto no implicaba que ese derecho fuese exclusivo, pues una misma obra podía ser impresa por varias personas, luego podía tratarse de un privilegio compartido pero restringido en cualquier caso al resto de personas. Esto a la vez de suponer un fuerte respaldo económico para los impresores a quienes se les concedía, pues veían aumentado el valor de su producto ante la escasez forzada en la oferta, permitía a los mandatarios del lugar emprender una censura previa frente a aquellas ideas en cuya difusión no estaban interesados. Los primeros privilegios se conceden en Venecia, en la República de Venecia en 1469 a Giovanni da Spira, impresor alemán residente en la perla del Adriático. A su muerte, un año después, este privilegio pasó a su hermano Vendelino, quien pudo hacer uso de este privilegio hasta 1477.

Este privilegio a quien tenía por finalidad beneficiar era al impresor, restringiendo la oferta y por tanto volviendo muy rentable ese negocio, mientras que el autor debía conformarse con una pequeña compensación en especie de consistente en unos pocos ejemplares de la edición. Con el tiempo esta compensación se transformaría en unos honorarios a cobrar por el autor que trasladaba todos los derechos de explotación de la obra al impresor a quien se le concedía el monopolio.

En cualquier caso y a pesar de esta compensación al autor, es el impresor el verdadero privilegiado por el Estado con estas concesiones. Se buscaba, además de la sibilina censura que se podía producir, eliminar la desorbitada competencia en el naciente sector de la imprenta a golpe de ley, habilitando tan solo a una parte de la misma para su desempeño que se repartiría los beneficios de esta industria. Todo esto parece poner de manifiesto que todavía no existía una clara conciencia sobre los derechos de autor en aquella época, pues se desligaba con gran facilidad la unión entre el autor y su obra, prevaleciendo otras figuras como la del impresor sobre la del propio autor, quien no vería impuestos sus intereses hasta tiempo más tarde.

No es pues hasta 1486 que nos encontramos con los primeros privilegios otorgados a un autor, y nuevamente por la República de Venecia. En este caso se le conceden a Marcus Antonius Coccius Sabellicus. A este le suceden algún otro concedido en Francia y en España, aunque se mantenían bajo la figura de “privilegios de impresión”, o lo que podríamos incluso llamar “privilegios de autor”. La concesión de estos privilegios a quienes fueran los autores de la misma obra se sostenía considerando que en última instancia era de justicia que fuese el creador de la obra quien debiese disfrutar del privilegio que suponía la explotación de su obra.

La llegada de los derechos de autor

Los primeros pasos en esta dirección se producen en Inglaterra y Francia, ambos países que serían punteros en el movimiento social y cultural conocido como “Ilustración”. Esto se reflejaría rápidamente pues se pondría de manifiesto en estos países una clara disyuntiva: mantener el sistema de privilegios de impresión o reconocer un derecho de propiedad del autor sobre su obra, entendida esta como la forma de expresión de una idea.

Inglaterra En el primero de ellos, en 1640, la Stationer’s Company, la institución pública encargada de otorgar los privilegios de impresión comienza a exigir que el impresor al que se le decida conceder el privilegio cuente con el beneplácito del autor. De esta manera cobra la figura de este una importancia que no había tenido hasta entonces en ningún periodo de la historia. Es en 1710 cuando se aprueba por la Cámara de los Comunes la llamada “Ley de la Reina Ana” que establecía un monopolio para el autor con respecto a la explotación de su obra por un periodo de 14 años prorrogables por el mismo tiempo. Esto supone una visión completamente diferente de la mantenida hasta el momento. Ahora se entiende que existe una vinculación entre el autor y la obra que va más allá de un ejemplar o una edición concreta. Se trata de una propiedad sobre la expresión de una idea, las palabras que lo contienen escritas en ese orden preciso, independientemente de que sea un ejemplar u otro el que las contenga. Se diferencia entre la obra y el soporte físico o incluso oral, otorgándole la propiedad sobre el primero al autor a pesar de que no sea dueño del segundo.

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