Genocidios y educación histórica: acerca del deber de la memoria, la SHOA y la defensa de la condición humana
mibaguTrabajo16 de Marzo de 2016
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Genocidios y educación histórica: acerca del deber de la memoria, la SHOA y la defensa de la condición humana
Barbieri , Marta Isabel y Ben Altabef, Norma
Universidad Nacional de Tucumán, Argentina. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Históricas “Dr Ramón Leoni Pinto”
Abstrac
En este trabajo reflexionamos sobre la memoria, la enseñanza de la historia y la posibilidad de aportar a la construcción de un mundo de ciudadanos iguales, a la vez que diferentes, dispuestos a rechazar activamente crímenes de “lesa humanidad”, la opresión bajo cualquier forma, en cualquier espacio y en cualquier circunstancia. Lo hacemos tomando como punto nodal a la SHOA, cuyo estudio, como el de otros genocidios, podría renovar esfuerzos para confiar en la historia que enseñamos en ámbitos educativos y apostar a generar conciencia histórica, a vincular en consecuencia, pasado, presente y futuro mediante el relato de lo que ha sido y ya no será, a la vez que a vislumbrar nuestro papel en el mundo a partir del propio posicionamiento crítico frente a procesos que provocaron y provocan crímenes masivos -y exigen aun hoy- nuestro compromiso activo con la defensa de la condición humana.
En la última parte hacemos aportes para la elaboración de propuesta didácticas pertinentes para la enseñanza y el aprendizaje de problemáticas tan dolorosas en diversos niveles del sistema educativo.
Palabras Claves:
Memoria, enseñanza de la historia, identidad, ciudadanía, pensamiento crítico
Introducción
El trabajo se nutre de preguntas en torno al porqué, al qué o al cómo enseñar historia, ya que apostamos a una educación que facilite el reencuentro con el pasado como espacio para el ejercicio de la propia libertad. Sin duda, confiamos en la historia y en su papel en la construcción de identidades sociales críticas. Sabemos que al situarnos en el lugar de la enseñanza, contribuimos a formar representaciones temporales que orientan visiones del mundo y prácticas sociales. Es por esto que nos parece relevante reflexionar sobre la necesidad de la memoria histórica en torno a diversos genocidios -en este caso la SHOA- ya que ello contribuye a reflexionar sobre los usos de la historia y a renovar esfuerzos para superar las severas crisis estructurales y morales que pesan sobre las sociedades actuales y demandan nuestro compromiso activo.
Estas ideas fundamentan sugerencias para armar modelos y secuencias didácticas que faciliten la explicación de procesos históricos tan dolorosos en diversos grados de abstracción, complejidad y generalización. Sumamos así esfuerzos para aprender a convivir con solidaridad y a forjar conciencia histórica en un presente impregnado de pasado, que nos exige imaginar alternativas para la transformación del mundo, para hacer lugar, finalmente, al conjunto de la humanidad.
Memoria e historia: sus funciones sociales
Reflexionamos sobre la memoria y la historia como factores coadyuvantes en la gestación de identidades sociales que asuman la necesidad de establecer conexiones con el pasado desde los problemas del presente y las posibilidades a futuro. Asimismo, nos planteamos la posibilidad de construir memorias colectivas, esto es, nos preguntamos acerca de las formas como se pasa de lo individual a lo colectivo, lo que constituye un desafío que no obedece a recetas o a fórmulas consagradas, y frente al cual, nuestras clases de historia podrían jugar un papel relevante. Sobre todo en el mundo actual, de tiempos acelerados y relaciones fugaces, de “modernidad líquida” en el decir de Bauman (2004), con marcos de referencia inestables que fragmentan vidas y facilitan la emergencia de los fundamentalismos y las intolerancias. Es en este flujo en el que se hace evidente, como señalaba Manuel Castells, la impotencia de la humanidad sobre su destino (2002), pero también el papel de la memoria como posibilidad de asumir la temporalidad y de construir nuestra identidad, tomando conciencia sobre el curso de nuestras experiencias en la continuidad de la vida.
Respecto a la cuestión de la identidad, observamos un relativo consenso entre los investigadores que, alejados de concepciones objetivistas o sustancialistas y originarias al respecto, acuerdan acerca de que se trata de una construcción social, permanentemente redefinida en el curso del tiempo, los contextos y siempre en la interrelación con los otros. En cuanto a la memoria, podemos coincidir en que no necesariamente exhuma el pasado “tal y como sucedió” ni archiva representaciones o imágenes de manera fiel. Por el contrario, se trata de un entramado complejo que juega un rol decisivo en la formación de la conciencia, de nuestra manera de ser en el mundo. Grabamos información en nuestra corteza cerebral a través de las conexiones que establecen las células nerviosas en procesos que por lo general no son conscientes sino automáticos. Tienen que ver con lo emocional y guardan relación con cosas que sabemos, o sea que apelamos a redes tejidas por experiencias precedentes que nos permiten captar la nueva información.
Newsweek pag. 35
Desde este lugar, la memoria –que alude a una facultad- se convierte en objeto de reflexión en la enseñanza. Implica la posibilidad de registrar, retener y reproducir hechos y eventos pasados propios o ajenos. Siguiendo a Candau (1998), distinguimos diversas manifestaciones. Hablamos de protomemoria como memoria repetitiva que podemos identificar con lo que Bourdieu llamó hábito o experiencia del mundo automatizada que genera el sentido práctico, los aprendizajes instalados en el cuerpo y naturalizados. En estos casos, el pasado es actuado, incorporado, alude a una memoria inconsciente.[1] La memoria de alto nivel es un juego entre memoria y olvido, expansiva y deliberada. Por último, la metamemoria significa la representación sobre la propia memoria, sobre el pasado que incide en la construcción identitaria.
Ya en 1925, Halbawch, pionero en cuanto a la reflexión y estudios en torno a la memoria, postulaba que al recordar, el pasado se produce y reproduce socialmente por lo que no es inmutable sino que es moldeado por las condiciones del presente. ¿Memoria, identidad?, ¿qué es lo primero?. La respuesta es que no hay necesidad de precisar que es lo primero, puesto que una da forma a la otra. Cuando elegimos que recordar, lo hacemos a partir de representaciones sobre nuestra propia identidad, esto es, orientamos la búsqueda a partir de representaciones forjadas en “el corazón de una reminiscencia”, como lo señala Proust en su obra En busca del tiempo perdido. Memoria e identidad son inseparables y se refuerzan.
Al hablar de representación, nos referimos a las distintas formas en que los sujetos se perciben, se piensan a sí mismos y al mundo del que forman parte e interpretan su realidad cotidiana. Se trata de una forma de conocimiento social que condensa imágenes, sistemas de referencias, actitudes, informaciones y valores, aglutinando conjuntos de significados que orientan prácticas sociales. Esto ocurre en un proceso dinámico en el que dichas representaciones y prácticas se reconstruyen y se redefinen constantemente. El concepto, elaborado desde la sociología por Durkheim y Mauss, fue relegado durante algún tiempo y luego renovado por autores como Roger Chartier, cuyos estudios nos han permitido profundizar reflexiones sobre las cuestiones que tratamos en este trabajo, sobre todo en relación a la educación histórica.
También son importantes los aportes realizados desde la psicología social por Serge Moscovici y Denise Jodelet, quienes han destacado la relación entre la actividad mental desplegada por los sujetos y los grupos y la interpretación o toma de posición frente a los acontecimientos que les toca vivir.[2] Para estos autores, la noción de representación es una modalidad de pensamiento orientada a la captación del entorno material y simbólico, por lo que acentúan tanto el análisis de los contextos en los que se construyen y circulan como las funciones que cumplen en las interacciones sociales. De esta manera, ubican la noción de representación en la intersección entre lo psicológico y lo social, como una forma de conocimiento socialmente elaborado, de carácter práctico, que permite dar sentido a los acontecimientos propios de la dinámica social.
Las representaciones se constituyen a partir de las experiencias, informaciones, conocimientos y tradiciones aprendidas en la familia, en la escuela, entre otras muchas instituciones y procesos sociales. No se entiende aquí a las representaciones colectivas como un fiel reflejo de la realidad, ni como una mera expresión subjetiva de alguien hacia algo, sino como parte de un proceso de convergencia entre representaciones individuales que forman parte de un conjunto. En dicho proceso, se vinculan sujetos y estructuras sociales, políticas, económicas y culturales, dando su lugar a las interacciones por las que se reproducen y cambian, tanto los sujetos, como las instituciones sociales.
Representaciones, creencias, valores, saberes, tradiciones, conforman registros de memorias que se resignifican en función del presente y del lugar que cada ser humano ocupa en él. Ahora bien, la memoria es distinta de la historia que asume la complejidad del pasado, su expresión en distintos recuerdos, y se propone reconstruirlo sin reduccionismos, atendiendo a criterios y procedimientos de validación de los argumentos expuestos. Hay por tanto distancia entre la historia vivida y la percepción histórica de lo vivido, entre lo vivido y lo escrito por los historiadores. En síntesis, memoria e historia constituyen representaciones del pasado pero mientras que la primera busca revelar las formas del pasado, la memoria las modela. Se resguarda en “posturas, en hábitos y en la sabiduría de nuestros silencios”[3]. Se encuentra hoy preservada en lugares poco visibles, rituales y celebraciones donde los grupos la mantienen a salvo del asalto de la historia, o en lugares imperceptibles, gestos, silencios, hábitos. Funciona como refugio donde preservar la continuidad del pasado y del presente. Todo ello confirma su distancia con la historia ya que la historiografía procura superar los relatos memoriales “acepta la complejidad y conflictualidad intrínseca de la historia, y, con ellas, la pluralidad y la conflictualidad de la sociedad misma, lo que es una condición sine qua non de la democracia”[4]. Al examinar críticamente el pasado, lo desacraliza, da lugar a una nueva sensibilidad voluntaria y crea espacios para la existencia de la memoria como parte de lo que es su función social, esto es, dar fundamento a la identidad, el espíritu crítico y la conformación de la ciudadanía. Incluso en la década de 1970, cuando se subraya la presencia del sujeto que escribe la historia y su implicancia como limitante de la posibilidad de la objetividad, cuando el “giro lingüístico” cuestiona la pretensión de los historiadores de hacer conocer la realidad, nuevos enfoques reconfirman la compatibilidad entre buenos escritos históricos y conocimiento del mundo real, aun en el marco de múltiples interpretaciones, fuentes y metodologías plurales y verdades siempre parciales.[5] De lo que se trata hoy es de transformar el recuerdo del pasado en cuestionamiento crítico del presente cuyos desafíos orientan los actos de memoria y la necesidad de la historia, que, en palabras de Fevbre, “[…] es un medio de organizar el pasado para impedirle que pese demasiado sobre los hombros de los hombres, […] no presenta a los hombres una colección de hechos aislados. Organiza esos hechos. Los explica y para explicarlos hace series con ellos; series a las que no presta en absoluto igual atención. Así pues, lo quiera o no, es en función de sus necesidades presentes como la historia recolecta sistemáticamente, puesto que clasifica y agrupa, los hechos pasados. Es en función de la vida como la historia interroga a la muerte”.[6]
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