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LECTURA Nº 1 “LO QUE SE DEBE CONOCER DE LA PROFESION”.


Enviado por   •  11 de Junio de 2016  •  Informes  •  2.145 Palabras (9 Páginas)  •  379 Visitas

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LECTURA Nº 1

“LO QUE SE DEBE CONOCER DE LA PROFESION”.

De: “PUBLICIDAD”, EULALIO FERRER

La publicidad no es una ciencia tan complicada que no sea posible conocer en todas sus facetas. Normalmente, el profesional se especializa en determinado sector e ignora el resto de la máquina que mueve la publicidad. Las personas son llevadas a tomar actitud por un instinto de grupo, de compadreo, en el que se protegen entre sí, en una tentativa de revalorizar su sector. Es interesante analizar la historia de cómo se fue desarrollando y cambiando de importancia cada sector de la publicidad.

En los años cincuenta, el profesional más valorizado y más prestigioso era el ejecutivo de cuentas, el profesional que atendía los clientes – I have the client in my pocket – (“tengo al cliente en el bolsillo”). Con eso eran poderosos e imponían condiciones a sus patrones, salarios más altos que los otros profesionales de la agencia, comisiones sobre facturación, hasta el absurdo de administrar ellos mismos los presupuestos de los clientes, marginando a la agencia. De esta manera obtenían mejores rendimientos para sí mismos.

Fue una fase mala de la profesión, porque ese poder –por detentar la cuenta- lo usaban para imponer cuanto querían a los demás profesionales de la agencia. Los ejecutivos de cuentas, como verdaderos dictadores, le decían al personal de creación qué hacer y cómo hacerlo, y aún se creían con el derecho de hacer reviewboard del trabajo de los redactores y directores de arte, e, incluso, se negaban a llevarle el trabajo de creación al cliente. De la misma manera, escondían a los clientes y no dejaban que nadie se acercara a su mina de oro.

En la herencia de los viejos correctores de anuncios y propagandistas que aún llamaban reclamos a los anuncios. Eso empezó a cambiar en los años sesenta, con la ascensión de los redactores. Estos profesionales más cultos, más preparados y más competentes, superaron a sus colegas los ejecutivos y pasaron a ser los líderes de la profesión.

El redactor, por esencia, está bien preparado, tiene facilidad para expresarse y manipular el lenguaje publicitario con gran habilidad y tiene la ventaja de escribir con talento y claridad todos sus pensamientos, lo que despertó la fascinación de los clientes, que descubrieron en los redactores interlocutores ideales para contar sus problemas y tener un diálogo más profesional, más concreto. Los redactores se fueron haciendo cada vez más importantes, verdaderos dioses de la publicidad, mientras sus colegas los directivos de arte eran relegados a meros ejecutores de las ideas de los genios de la redacción.

En aquella época el redactor de arte era conocido por layoutman, ese pobre en condiciones de inferioridad, sumiso ante la arrogancia de los jefes redactores, que vivían en los placeres del harén de sus patrones y manifestaban profundo desprecio por los colegas del lápiz y el pincel. Esos dioses de la publicidad trataban a los directores de arte como criaturas alienadas, ingenuas; a veces dejaban transparentar que, a pesar de ser habilidosos para ilustrar anuncios y buenos grafistas, no pasaban de ignorantes artesanos.

Esto se acentuaba aún más con la explosión de la publicidad de Madison Avenue y la aparición de fenómenos como David Ogilvy, William Bernbach, Bojo Levinson, que cambiaron e inventaron la publicidad moderna, dándole un toque más coloquial, más creativo, no tan preocupados ya por la fuerza del título sino por los conceptos, por los objetivos, y a la busca de ideas verdaderamente nuevas y vendedoras.

Esos redactores fueron pioneros de la profesión, auténticos innovadores, autores de campañas que quedaron para la historia, personajes, tal vez del momento más brillante de la historia de la publicidad. Así fue el final de los años sesenta, en que la figura del director de arte comenzó a valorarse y prestigiarse por los colegas redactores y dueños de las agencias, porque ocurría un fenómeno muy interesante en aquel momento.

Muchos se habían ya embarcado en ese nuevo lenguaje escrito de la publicidad y rápidamente se fueron multiplicando los talentos en la mayoría de las agencias había excelentes redactores, magnificados creadores. Pero de repente comenzó a sobresalir la figura del director de arte, a través de su trabajo de creación gráfica. Habían muerto las viejas fórmulas de los layout-men; ya no servían las habilidosas ilustraciones, el juego de malabarismo en los anuncios. Eran otros tiempos, era el director de arte usando su talento a la busca de ideas visuales o conceptuales.

Ya empezaba un cambio en los hábitos de la publicidad, el director de arte creaba una idea y el redactor intentaba seguir su pensamiento, redactando un excelente título o texto. De ahí nació el concepto de doble creación; un redactor y un director de arte creando juntos, trabajando juntos, pensando al unísono. La idea perdura hasta hoy, pero se ha comprobado con el tiempo que la idea de tándem ha fracasado porque no deja de ser una simple muleta; uno se apoya en el otro y el más fuerte explota al más débil y sólo uno sale victorioso y famoso, dejando al compañero en la sombra, en la calle de la amargura, cuando muchas veces el más oscuro o tímido es el verdadero creador, el dueño de las ideas; el otro es sólo el charlatán, el que se promociona.

Cuando descubrí la trampa, traté de salirme de ese esquema anacrónico, porque la idea del tándem no pasa de ser un remiendo, un apéndice, un defecto intelectual de una de las partes. De ahí concluí que la pareja no es más que dos incompetentes, o inseguros, que no consiguen ser uno solo, por una razón casi infantil. Lo que ocurre es que el redactor inseguro necesita de alguien para entrar en juego, intercambiar ideas, estimular su creatividad; al mismo tiempo, el redactor es incapaz de visualizar cualquier idea, y está imposibilitado para organizarla desde el punto de vista gráfico o visual.

Por otro lado, el clásico director de arte se niega a escribir, a pensar como redactor, a pesar de, como todo el mundo, haber aprendido a leer y escribir, mientras que muy pocos han aprendido a dibujar, a visualizar ideas. Eso me hizo descubrir que no quería depender ya de ningún redactor; no era que los hubiera dejado de admirar, sino que no quería ya depender de ellos. Fue así como comencé a crear mis propios títulos, textos o guiones.

Poco a poco fui cogiendo el punto; finalmente, hacía tantos años que lidiaba con la materia que fue únicamente una cuestión de práctica. Hoy soy capaz de decir que he ensañado más a redactores a escribir textos de publicidad que a directores de arte a hacer anuncios bonitos.

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