La «crisis» del siglo XIV
estebishaTesis8 de Mayo de 2014
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1. La «crisis» del siglo XIV
I. la fractura demográfica
Durante mucho tiempo, la peste negra de 1348 ha sido considerada como el agente de una gran fractura histórica. Que su importancia en todos los sectores de la vida del siglo XIV fue enorme es, ciertamente, innegable. Pero, ¿hasta qué punto es lícito hablar de verdadera fractura? Si se estudian los anales de las epidemias que asolaron Europa, se comprende fácilmente que la de 1348 no es una desgracia imprevista. Un conjunto de epidemias sensu lato —y, sin duda, no sólo la peste entendida médicamente— pesa, con frecuencia y continuidad, mucho más que algunas de aquéllas de cuyo dramatismo son elocuentes testigos los cronistas.
Por lo tanto, cabe preguntarse en qué medio actúa la peste de 1348. No olvidemos que en la Francia del siglo XIII existen centenares de leproserías; que las condiciones higiénicas generales en la Edad Media son las más bajas que Europa haya alcanzado nunca. Recordemos la extrema fragilidad de los sistemas de aprovisionamiento hidráulico de la mayor parte de las ciudades. No atribuyamos al occidente cristiano la abundancia de baños del mundo medio-oriental (de los que puede encontrarse un reflejo muy pálido en las costumbres de algunos mercaderes europeos reintegrados a su patria).
Es cierto que en el siglo XIII no hubo demasiadas carestías y fueron muy pocas las epidemias. (Mencionamos a la par carestías y epidemias, porque la relación entre los dos fenómenos es muy fuerte, como luego se verá mejor.) De modo que los hombres del siglo XIII pudieron creer que habían alcanzado un límite de seguridad tal, que les ponía al abrigo de los asaltos del hambre. Tal vez en el curso del siglo XIII se cumplió la parte más difícil (la que se apoyaba en una tensión y en las conquistas precedentes) del prodigioso avance dado en la duración media de la vida humana: veinticinco años en el imperio Romano, durante el siglo IV d. C.; treinta y cinco años a comienzos del siglo XIV. Pero los años 1313-1317 iban a infligir un duro golpe a aquella confianza generalizada: sobreviene una carestía general en toda Europa. Desde aquel momento, se intensifica el ciclo recurrente entre carestías y epidemias: una población debilitada por la sub-alimentación a que la han sometido uno, dos, tres años ele malas cosechas, ofrece menos resistencias a los ataques de la enfermedad; los perjuicios que ésta crea, al reducir el número de brazos disponibles para el trabajo —sin reducir, por otra parte, en la misma proporción el número de bocas que alimentar—, aumentan la posibilidad de sucesivas carestías. De este modo, aunque teóricamente sigue siendo cierto que la cicatriz demográfica que deja una epidemia puede curarse en pocos años, en la realidad nunca se logra esa cicatrización, y la recuperación de los daños causados a la población europea por la peste de 1348 se verá nuevamente comprometida por las epidemias de 1360, de 1371, etc. Y en poblaciones con tan escasa capacidad de resistencia, todas, y cada una de las enfermedades infecciosas, aun las de menor peligro, tienen dramáticas consecuencias. Esta es la razón de que, en la Alemania de los años 1326-1400, pueden contarse unos treinta1 y dos años señalables nigro laptllo por haber estado cubiertos de epidemias. Epidemias que no todas, fueron pestes, sino que, con su acumulación de efectos, tuvieron consecuencias muy graves para la población. Por otra parte, si la peste de 1348 afectó principalmente a los adultos, permitiendo a la generación joven desarrollar a continuación su función reproductora, la epidemia de 1360 creó los mayores vacíos entre los más jóvenes (mortalidad de los infants) y la de 1371 entre los adultos (los mitjans: así se les llamó en Cataluña). De esta forma, con los efectos combinados de una generación a otra, las pérdidas globales, directas e indirectas, fueron enormes. En suma, resumiendo lo dicho hasta aquí, desde el segundo decenio, por lo menos, del siglo XIV (e incluso antes), se interrumpe aquel lento trabajo de reconstitución (y, en buena parte, creación) del capital demográfico europeo, que, entre mil obstáculos, venía realizándose desde hacía varios siglos, y del que, más que las raras (e inexactas) cifras de que se dispone, nos ofrecen buen testimonio múltiples pruebas: canalización de ríos, saneamientos, tala de bosques, signos todos ellos de laboriosidad humana, que son, al mismo tiempo, causa y efecto de recuperación demográfica. Efecto, porque sólo con un número muy grande de brazos pueden emprenderse obras de tal magnitud; causa, porque aquellos trabajos, al crear las premisas para una elevación del nivel de vida (tanto desde el punto de vista de la alimentación como desde el de las condiciones higiénicas), permiten un franco incremento demográfico. Si es cierto —como ha podido afirmarse recientemente— que la malaria, aunque sin desaparecer, fue menos mortífera a partir del siglo XII, hay que atribuirlo a los trabajos de saneamiento y de canalización de los cursos de las aguas, que redujeron el campo de acción del anofeles. De igual modo que, después, la reducción de las disponibilidades de mano de obra, al hacer imposible la ampliación de aquellos trabajos e incluso al no permitir la conservación de las obras terminadas en épocas anteriores, originó un recrudecimiento de aquella enfermedad.
Así, en tan frágil equilibrio, se da un verdadero movimiento pendular de causas y efectos, de naturaleza igual, pero de signo diferente cada vez: negativo y positivo. La peste de 1348 se inserta en una línea negativa, de la que acaso constituya uno de los puntos de mayor depresión.
En los primeros años del siglo XIV, se tiene la impresión de que se fue creando un desnivel entre recursos y población, por lo que se hizo necesario alcanzar un nuevo equilibrio. Esto no trata de ser, en absoluto, una explicación de las causas del desorden económico, que se introduce a partir de este tiempo: es un dato de hecho. De las raíces profundas, se hablará a continuación. Aunque parezca arbitrario (pero lo es sólo relativamente), elijamos como primer elemento cronológico la carestía de los años 1313-1317 y postulemos que ésta ejerciera sus efectos sobre una población en su optimum, completamente a salvo de carencias nutritivas y no dañada por epidemias anteriores. De todas formas se extendió por varios países europeos con intensidad muy considerable. Los precios, que en Francia habían oscilado, desde 1201 a 1312, entre cifras del orden de tres, cuatro, cinco, con rarísimas subidas en torno al 10, en 1313 alcanzan un índice de 25, y en 1316 de 21. Por criticables que sean estas cifras de D'Aveneí, no hay razón alguna para dudar de la intensidad dramática de los fenómenos denunciados con respecto a aquellos años. En cuanto a Inglaterra, por lo demás, la confirmación que se obtiene es clarísima: entre 1208 y 1314, los precios se sitúan alrededor de tres, cuatro, cinco chelines, con subidas máximas hasta siete y ocho chelines (nueve, dos, tres/cuatro en 1295); en 1315 y 1316, se pasa bruscamente a 16 chelines.
¿Hasta qué punto estos movimientos franceses e ingleses son característicos sólo de estos dos países? Los elementos dispersos de que se dispone parecen autorizar a hablar de una «European Famine» (sirviéndonos del título de un apasionante ensayo de H.S. Lucas). Se abre ahora un período tal vez no nuevo, pero ciertamente más intenso, de la que puede definirse como una auténtica miseria fisiológica. Y de esta suerte, al lado de consideraciones de higiene médica y de condiciones externas de producción agrícola, se llega, a través de la palabra miseria, a lo social. En efecto, a la gran subida de los años antes indicados, sigue un período de años de precios muy bajos (es decir, tales que permiten a los campesinos y a los propietarios agrícolas sólo pobres beneficios) con algunos desplazamientos máximos muy considerables, tanto más relevantes — socialmente hablando—, cuanto que se producían en un período de precios descendentes, es decir, en un período en que las posibilidades de acumulación de reservas (monetarias o de bienes) eran limitadísimas. Es cierto, pues, que, en todo el período de 1313 a 1348, una serie de carestías y epidemias mina cada vez más el patrimonio demográfico y biológico de toda Europa. Y es sobre este mundo humano debilitado sobre el que se abate la «muerte negra», la «gran muerte», la «grosse sterben». ¿Una epidemia como las otras? Mucho más. Por primera vez desde el siglo VI, reaparece en Occidente la peste bubónica; los vacíos que crea son inmensos. Llegada del Medio Oriente, donde se había extendido ya en 1347, alcanza en 1348 a una gran "parte de Europa (Italia, Francia y parte de Inglaterra); se propaga en el 49 al resto de Inglaterra y Alemania; por último, en el 50, llega a los países escandinavos. Estos mismos años están precedidos y acompañados de carestías muy importantes: hecho grave, no sólo por las razones antes indicadas de debilitación fisiológica, sino también por otro fenómeno. Si la peste en las ciudades origina un movimiento migratorio de las gentes acomodadas (¿hay que recordar la tertulia florentina del Decamerón de Boccaccio, puesta a salvo ante las primeras manifestaciones del mal?), la carestía, por su parte, determina un flujo del campo hacia las ciudades, donde las medidas administrativas de las autoridades públicas permiten a los hambrientos encontrar remedio a las terribles exigencias del hambre. En este movimiento de fuga y de aflujo, la población de la ciudad supera su nivel normal; y a ese ambiente urbano superpoblado (con el consiguiente empeoramiento de las condiciones higiénicas), llega la peste: los vacíos que
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