Las Meninas
asd2711 de Enero de 2014
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LAS MENINAS
I
El pintor está ligeramente alejado del cuadro. Lanza una mirada
sobre el modelo; quizá se trata de añadir un último toque, pero también
puede ser que no se haya dado aún la primera pincelada. El
brazo que sostiene el pincel está replegado sobre la izquierda, en
dirección de la paleta; está, por un momento, inmóvil entre la tela
y los colores. Esta mano hábil depende de la vista; y la vista, a su
vez, descansa sobre el gesto suspendido. Entre la fina punta del
pincel y el acero de la mirada, el espectáculo va a desplegar su volumen.
Pero no sin un sutil sistema de esquivos. Tomando un poco de
distancia, el pintor está colocado al lado de la obra en la que trabaja.
Es decir que, para el espectador que lo contempla ahora, está
a la derecha de su cuadro que, a su vez, ocupa el extremo izquierdo.
Con respecto a este mismo espectador, el cuadro está vuelto de espaldas;
sólo puede percibirse el reverso con el inmenso bastidor que
lo sostiene. En cambio, el pintor es perfectamente visible en toda
su estatura; en todo caso no queda oculto por la alta tela que, quizá,
va a absorberlo dentro de un momento, cuando, dando un paso hacia
ella, vuelva a su trabajo; sin duda, en este instante aparece a los
ojos del espectador, surgiendo de esta especie de enorme caja virtual
que proyecta hacia atrás la superficie que está por pintar. Puede
vérsele ahora, en un momento de detención, en el centro neutro de
esta oscilación. Su talle oscuro, su rostro claro son medieros entre
lo visible y lo invisible: surgiendo de esta tela que se nos escapa,
emerge ante nuestros ojos; pero cuando dé un paso hacia la derecha,
ocultándose a nuestra mirada, se encontrará colocado justo
frente a la tela que está pintando; entrará en esta región en la que
su cuadro, descuidado por un instante, va a hacerse visible para él
sin sombras ni reticencias. Como si el pintor no pudiera ser visto
a la vez sobre el cuadro en el que se le representa y ver aquel en el
que se ocupa de representar algo. Reina en el umbral de estas dos
visibilidades incompatibles.
El pintor contempla, el rostro ligeramente vuelto y la cabeza in
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diñada hacia el hombro. Fija un punto invisible, pero que nosotros,
los espectadores, nos podemos asignar fácilmente ya que este punto
somos nosotros mismos: nuestro cuerpo, nuestro rostro, nuestros
ojos. Así, pues, el espectáculo que él contempla es dos veces invisible;
porque no está representado en el espacio del cuadro y porque se
sitúa justo en este punto ciego, en este recuadro esencial en el que
nuestra mirada se sustrae a nosotros mismos en el momento en que
la vemos. Y sin embargo, ¿cómo podríamos evitar ver esta invisibilidad
que está bajo nuestros ojos, ya que tiene en el cuadro mismo
su equivalente sensible, su figura sellada? En efecto, podría adivinarse
lo que el pintor ve, si fuera posible lanzar una mirada sobre
la tela en la que trabaja; pero de ésta sólo se percibe la trama, los
montantes en la línea horizontal y, en la vertical, el sostén oblicuo
del caballete. El alto rectángulo monótono que ocupa toda la parte
izquierda del cuadro real y que figura el revés de la tela representada,
restituye, bajo las especies de una superficie, la invisibilidad
en profundidad de lo que el artista contempla: este espacio en el
que estamos, que somos. Desde los ojos del pintor hasta lo que
ve, está trazada una línea imperiosa que no sabríamos evitar, nosotros,
los que contemplamos: atraviesa el cuadro real y se reúne,
delante de su superficie, en ese lugar desde el que vemos al pintor
que nos observa; este punteado nos alcanza irremisiblemente y nos
liga a la representación del cuadro.
En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad: vemos
un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla un pintor.
No es sino un cara a cara, ojos que se sorprenden, miradas directas
que, al cruzarse, se superponen. Y, sin embargo, esta sutil línea de
visibilidad implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres,
de cambios y de esquivos. El pintor sólo dirige la mirada hacia
nosotros en la medida en que nos encontramos en el lugar de su
objeto. Nosotros, los espectadores, somos una añadidura. Acogidos
bajo esta mirada, somos perseguidos por ella, remplazados por aquello
que siempre ha estado ahí delante de nosotros: el modelo mismo.
Pero, a la inversa, la mirada del pintor, dirigida más allá del cuadro
al espacio que tiene enfrente, acepta tantos modelos cuantos espectadores
surgen; en este lugar preciso, aunque indiferente, el contemplador
y el contemplado se intercambian sin cesar. Ninguna mirada
es estable o, mejor dicho, en el surco neutro de la mirada que traspasa
perpendicularmente la tela, el sujeto y el objeto, el espectador
y el modelo cambian su papel hasta el infinito. La gran tela vuelta
de la extrema izquierda del cuadro cumple aquí su segunda función:
obstinadamente invisible, impide que la relación de las miradas llegue
nunca a localizarse ni a establecerse definitivamente. La fijeza
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opaca que hace reinar en un extremo convierte en algo siempre
inestable el juego de metamorfosis que se establece en el centro entre
el espectador y el modelo. Por el hecho de que no vemos más
que este revés, no sabemos quiénes somos ni lo que hacemos. ¿Vemos
o nos ven? En realidad el pintor fija un lugar que no cesa de
cambiar de un momento a otro: cambia de contenido, de forma,
de rostro, de identidad. Pero la inmovilidad atenta de sus ojos nos
hace volver a otra dirección que ya han seguido con frecuencia y
que, muy pronto, sin duda alguna, seguirán de nuevo: la de la tela
inmóvil sobre la cual pinta, o quizá se ha pintado ya hace tiempo
y para siempre, un retrato que jamás se borrará. Tanto que la mirada
soberana del pintor impone un triángulo virtual, que define
en su recorrido este cuadro de un cuadro: en la cima —único punto
visible— los ojos del artista; en la base, a un lado, el sitio invisible
del modelo, y del otro, la figura probablemente esbozada sobre la
tela vuelta.
En el momento en que colocan al espectador en el campo de su
visión, los ojos del pintor lo apresan, lo obligan a entrar en el cuadro,
le asignan un lugar a la vez privilegiado y obligatorio, le toman
su especie luminosa y visible y la proyectan sobre la superficie inaccesible
de la tela vuelta. Ve que su invisibilidad se vuelve visible
para el pintor y es traspuesta a una imagen definitivamente invisible
para él mismo. Sorpresa que se multiplica y se hace a la vez más
inevitable aún por un lazo marginal. En la extrema derecha, el cuadro
recibe su luz de una ventana representada de acuerdo con una
perspectiva muy corta; no se ve más que el marco; si bien el flujo
de luz que derrama baña a la vez, con una misma generosidad, dos
espacios vecinos, entrecruzados, pero irreductibles: la superficie de
la tela, con el volumen que ella representa (es decir, el estudio del
pintor o el salón en el que ha instalado su caballete) y, delante de
esta superficie, el volumen real que ocupa el espectador (o aun el
sitio irreal del modelo). Al recorrer la pieza de derecha a izquierda,
la amplia luz dorada lleva a la vez al espectador hacia el pintor y al
modelo hacia la tela; es ella también la que, al iluminar al pintor,
lo hace visible para el espectador, y hace brillar como otras tantas
líneas de oro a los ojos del modelo el marco de la tela enigmática
en la que su imagen, trasladada, va a quedar encerrada. Esta ventana
extrema, parcial, apenas indicada, libera una luz completa y
mixta que sirve de lugar común a la representación. Equilibra, al
otro extremo del cuadro, la tela invisible: así como ésta, dando
la espalda a los espectadores, se repliega contra el cuadro que la
representa y forma, por la superposición de su revés, visible sobre
la superficie del cuadro portador, el lugar —inaccesible para nos16
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otros— donde cabrillea la Imagen por excelencia, así también la
ventana, pura abertura, instaura un espacio tan abierto como el otro
cerrado; tan común para el pintor, para los personajes, para los modelos,
para el espectador, cuanto el otro es solitario (ya que nadie
lo mira, ni aun el pintor). Por la derecha, se derrama por una ventana
invisible el volumen puro de una luz que hace visible toda la
representación: a la izquierda, se extiende, al otro lado de su muy
visible trama, la superficie que esquiva la representación que porta.
La luz, al inundar la escena (quiero decir, tanto la pieza como la
tela, la pieza representada sobre la tela y la pieza en la que se halla
colocada la tela), envuelve a los personajes y a los espectadores y
los lleva, bajo la mirada del pintor, hacia el lugar en el que los va
a representar
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