Las Meninas
anniflores9 de Noviembre de 2014
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LAS MENINAS
El pintor está ligeramente alejado del cuadro. Lanza una mirada sobre el modelo; quizá se trata de añadir un último toque, pero también puede ser que no se haya dado aún la primera pincelada. El brazo que sostiene el pincel está replegado sobre la izquierda, en dirección de la paleta; está, por un momento, inmóvil entre la tela y los colores. Esta mano hábil depende de la vista; y la vista, a su vez, descansa sobre el gesto suspendido. Entre la fina punta del pincel y el acero de la mirada, el espectáculo va a desplegar su volumen.
Pero no sin un sutil sistema de esquivos. Tomando un poco de distancia, el pintor está colocado al lado de la obra en la que trabaja. Es decir que, para el espectador que lo contempla ahora, está a la derecha de su cuadro que, a su vez, ocupa el extremo izquierdo. Con respecto a este mismo espectador, el cuadro está vuelto de espaldas; sólo puede percibirse el reverso con el inmenso bastidor que lo sostiene. En cambio, el pintor es perfectamente visible en toda su estatura; en todo caso no queda oculto por la alta tela que, quizá, va a absorberlo dentro de un momento, cuando, dando un paso hacia ella, vuelva a su trabajo; sin duda, en este instante aparece a los ojos del espectador, surgiendo de esta especie de enorme caja virtual que proyecta hacia atrás la superficie que está por pintar. Puede vérsele ahora, en un momento de detención, en el centro neutro de esta oscilación. Su talle oscuro, su rostro claro son medieros entre lo visible y lo invisible: surgiendo de esta tela que se nos escapa, emerge ante nuestros ojos; pero cuando dé un paso hacia la derecha, ocultándose a nuestra mirada, se encontrará colocado justo frente a la tela que está pintando; entrará en esta región en la que su cuadro, descuidado por un instante, va a hacerse visible para él sin sombras ni reticencias. Como si el pintor no pudiera ser visto a la vez sobre el cuadro en el que se le representa y ver aquel en el que se ocupa de representar algo. Reina en el umbral de estas dos visibilidades incompatibles.
El pintor contempla, el rostro ligeramente vuelto y la cabeza inclinada hacia el hombro. Fija un punto invisible, pero que nosotros, los espectadores, nos podemos asignar fácilmente ya que este punto somos nosotros mismos: nuestro cuerpo, nuestro rostro, nuestros ojos. Así, pues, el espectáculo que él contempla es dos veces invisible; porque no está representado en el espacio del cuadro y porque se sitúa justo en este punto ciego, en este recuadro esencial en el que nuestra mirada se sustrae a nosotros mismos en el momento en que la vemos. Y sin embargo, ¿cómo podríamos evitar ver esta invisibilidad que está bajo nuestros ojos, ya que tiene en el cuadro mismo su equivalente sensible, su figura sellada? En efecto, podría adivinarse lo que el pintor ve, si fuera posible lanzar una mirada sobre la tela en la que trabaja; pero de ésta sólo se percibe la trama, los montantes en la línea horizontal y, en la vertical, el sostén oblicuo del caballete. El alto rectángulo monótono que ocupa toda la parte izquierda del cuadro real y que figura el revés de la tela representada, restituye, bajo las especies de una superficie, la invisibilidad en profundidad de lo que el artista contempla: este espacio en el que estamos, que somos. Desde los ojos del pintor hasta lo que ve, está trazada una línea imperiosa que no sabríamos evitar, nosotros, los que contemplamos: atraviesa el cuadro real y se reúne, delante de su superficie, en ese lugar desde el que vemos al pintor que nos observa; este punteado nos alcanza irremisiblemente y nos liga a la representación del cuadro.
En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad: vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla un pintor. No es sino una cara a cara, ojos que se sorprenden, miradas directas que, al cruzarse, se superponen. Y, sin embargo, esta sutil línea de visibilidad implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres, de cambios y de esquivos. El pintor sólo dirige la mirada hacia nosotros en la medida en que nos encontramos en el lugar de su objeto. Nosotros, los espectadores, somos una añadidura. Acogidos bajo esta mirada, somos perseguidos por ella, remplazados por aquello que siempre ha estado ahí delante de nosotros: el modelo mismo. Pero, a la inversa, la mirada del pintor, dirigida más allá del cuadro al espacio que tiene enfrente, acepta tantos modelos cuantos espectadores surgen; en este lugar preciso, aunque indiferente, el contemplador y el contemplado se intercambian sin cesar. Ninguna mirada es estable o, mejor dicho, en el surco neutro de la mirada que traspasa perpendicularmente la tela, el sujeto y el objeto, el espectador y el modelo cambian su papel hasta el infinito. La gran tela vuelta de la extrema izquierda del cuadro cumple aquí su segunda función: obstinadamente invisible, impide que la relación de las miradas llegue nunca a localizarse ni a establecerse definitivamente. La fijeza opaca que hace reinar en un extremo convierte en algo siempre inestable el juego de metamorfosis que se establece en el centro entre el espectador y el modelo. Por el hecho de que no vemos más que este revés, no sabemos quiénes somos ni lo que hacemos. ¿Vemos o nos ven? En realidad el pintor fija un lugar que no cesa de cambiar de un momento a otro: cambia de contenido, de forma, de rostro, de identidad. Pero la inmovilidad atenta de sus ojos nos hace volver a otra dirección que ya han seguido con frecuencia y que, muy pronto, sin duda alguna, seguirán de nuevo: la de la tela inmóvil sobre la cual pinta, o quizá se ha pintado ya hace tiempo y para siempre, un retrato que jamás se borrará. Tanto que la mirada soberana del pintor impone un triángulo virtual, que define en su recorrido este cuadro de un cuadro: en la cima —único punto visible— los ojos del artista; en la base, a un lado, el sitio invisible del modelo, y del otro, la figura probablemente esbozada sobre late la vuelta.
En el momento en que colocan al espectador en el campo de su visión, los ojos del pintor lo apresan, lo obligan a entrar en el cuadro, le asignan un lugar a la vez privilegiado y obligatorio, le toman su especie luminosa y visible y la proyectan sobre la superficie inaccesible de la tela vuelta. Ve que su invisibilidad se vuelve visible para el pintor y es traspuesta a una imagen definitivamente invisible para él mismo. Sorpresa que se multiplica y se hace a la vez más inevitable aún por un lazo marginal. En la extrema derecha, el cuadro recibe su luz de una ventana representada de acuerdo con una perspectiva muy corta; no se ve más que el marco; si bien el flujo de luz que derrama baña a la vez, con una misma generosidad, dos espacios vecinos, entrecruzados, pero irreductibles: la superficie dela tela, con el volumen que ella representa (es decir, el estudio del pintor o el salón en el que ha instalado su caballete) y, delante de esta superficie, el volumen real que ocupa el espectador (o aun el sitio irreal del modelo). Al recorrer la pieza de derecha a izquierda, la amplia luz dorada lleva a la vez al espectador hacia el pintor y al modelo hacia la tela; es ella también la que, al iluminar al pintor, lo hace visible para el espectador, y hace brillar como otras tantas líneas de oro a los ojos del modelo el marco de la tela enigmática en la que su imagen, trasladada, va a quedar encerrada. Esta ventana extrema, parcial, apenas indicada, libera una luz completa y mixta que sirve de lugar común a la representación. Equilibra, al otro extremo del cuadro, la tela invisible: así como ésta, dando la espalda a los espectadores, se repliega contra el cuadro que la representa y forma, por la superposición de su revés, visible sobre la superficie del cuadro portador, el lugar —inaccesible para nosotros— donde cabrillea la Imagen por excelencia, así también la ventana, pura abertura, instaura un espacio tan abierto como el otro cerrado; tan común para el pintor, para los personajes, para los modelos, para el espectador, cuanto el otro es solitario (ya que nadie lo mira, ni aun el pintor). Por la derecha, se derrama por una ventana invisible el volumen puro de una luz que hace visible toda la representación: a la izquierda, se extiende, al otro lado de su muy visible trama, la superficie que esquiva la representación que porta. La luz, al inundar la escena (quiero decir, tanto la pieza como la tela, la pieza representada sobre la tela y la pieza en la que se halla colocada la tela), envuelve a los personajes y a los espectadores y los lleva, bajo la mirada del pintor, hacia el lugar en el que los va a representar su pincel. Pero este lugar nos es hurtado. Nos vemos vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos hace verlo. Y en el momento en que vamos a apresarnos transcritos por su mano, como en un espejo, no podemos ver de éste más que el revés mate. El otro lado de una psique.
Ahora bien, exactamente enfrente de los espectadores —de nosotros mismos— sobre el muro que constituye el fondo de la pieza, el autor ha representado una serie de cuadros; y he aquí que entre todas estas telas colgadas hay una que brilla con un resplandor singular. Su marco es más grande, más oscuro que el de las otras; sin embargo, una fina línea blanca lo dobla hacia el interior, difundiendo sobre toda su superficie una claridad difícil de determinar; pues no viene de parte alguna, sino de un espacio que le sería interior. En esta extraña claridad aparecen dos siluetas y sobre ellas, un poco más atrás, una pesada cortina púrpura. Los otros cuadros sólo dejan ver algunas manchas más pálidas en el límite de una oscuridad sin profundidad. Éste, por el contrario, se abre a un espacio en retroceso donde formas reconocibles se escalonan dentro de una claridad que sólo a ellas pertenece.
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