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Las Miserias Del Preceso Penal


Enviado por   •  13 de Enero de 2013  •  19.921 Palabras (80 Páginas)  •  560 Visitas

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ILA TOGALo primero que impresiona a quien se asoma a un aula en la que se debate un procesopenal, es que ciertos hombres, que allí actúan, visten un uniforme, una "divisa". Esta ha sido laprimera impresión de la justicia, todavía en los años de mi infancia, cuando, acompañado apresenciar un cierto cortejo desde las ventanas del palacio donde tiene su sede la Corte deapelación de Florencia, en la vía Cavour, vi salir de una sala un magistrado con toga, y quedé conla boca abierta.¿Por qué los magistrados y los abogados llevan la toga? No parece un vestido de trabajo,como lo es para los médicos la bata blanca. Por lo que respecta a lo que tienen que hacer, juecesy defensores podrían no cambiarse o no cubrir el vestido ordinario. Hay, en efecto, países en loscuales la toga no se usa; lo mismo ocurre entre nosotros en cuanto a los grados inferiores de la jerarquía judicial. Entonces ¿de que se trata? ¿Solo de un obsequio a la tradición? Pero, latradición, ¿por qué se ha establecido?Yo creo que la respuesta puede venir de la misma palabra. Ciertamente, como he dicho, latoga es una "divisa", como la de los militares, con la diferencia de que los magistrados y losabogados la llevan solamente de servicio, y hasta en ciertos actos del servicio particularmentesolemnes; en Francia, y, sobre todo, en Inglaterra, donde la tradición se observa másestrictamente, un abogado la debe llevar siempre dentro del palacio de justicia.Me pregunto por qué el traje de los militares se llama "divisa". Divisa viene,manifiestamente, de dividir; ¿qué tiene que ver con el traje militar la idea de la división? Lasorpresa se desvanece inmediatamente si al verbo dividir se sustituye otro, muy afín, discernir odistinguir. Hay necesidad de separar a los militares de los civiles, ¿no es cierto? La "divisa" es elsigno de la autoridad.Tenía razón para decir que la observación de las palabras nos habría orientadoinmediatamente; en el aula de justicia se ejercita, por excelencia, la autoridad; se comprende quelos que la ejercitan hayan de distinguirse de aquellos sobre los cuales se ejercitan. Es la mismarazón por la cual también los sacerdotes visten una "divisa"; y, todavía más, cuando celebran lasfunciones litúrgicas, se endosan las vestiduras sagradas.La "divisa" se llama también uniforme. El significado de esta otra palabra parececontradecir, sin embargo, al de la primera, puesto que alude a una unión en lugar de a unadivisión. Pero son, en el fondo, dos significados complementarios: la toga, verdaderamente, comoel traje militar, desune y une; separa a los magistrados y a los abogados de los profanos paraunirlos entre sí. Unión que, observemos bien, tiene un grandísimo valor.Unión de los jueces entre sí, en primer lugar. El juez, como se sabe, no es siempre unhombre solo; a menudo, para las causas más graves, está formado por un colegio; sin embargo,se dice "el juez", también cuando los jueces son más de uno, precisamente porque se unen unocon otro, como las notas que emite un instrumento se funden en los acordes. La toga de losmagistrados no es, pues, solamente el signo de la autoridad sino también el de la unión; o sea elsigno del vínculo que los liga conjuntamente. Hay en el fondo de esto una idea coral, que hace elambiente todavía más solemne. Si vemos, por ejemplo, la corte de casación en secciones unidas,donde actúan, togados, al menos quince magistrados, nos viene a la mente una reunión de frailes,cuando cantan las completas o los maitines, encuadrados en los bancos del coro. Quien sepacómo opera la justicia colegiada, no encontrará demasiado atrevida esta imagen del acuerdo y delcoro.El concepto del uniforme sirve todavía más para aclarar la razón por la cual visten la togano solamente los jueces sino también el ministerio público y los abogados. Dentro de pocotrataremos de comprender la necesidad de estas otras figuras al lado de los jueces; de todasmaneras es bien sabido por todos que no pertenecen a aquellos que juzgan sino que, por elcontrario, también ellos son juzgados: el acusador y el defensor oyen que se les dice, al final, por el juez, si han tenido razón o no; ¿no es esto ser juzgados? Están ellos, pues, respecto del juez, al

otro lado de la barricada. Se diría pues, si la toga es el signo de la autoridad, que no la deberíanusar; y, además, si es el signo de la unión, ¿por qué mientras el acuerdo reina entre los jueces, eldesacuerdo, en cambio, no solo divide sino que debe dividir al acusador del defensor? En unapalabra, mientras el juez está allí para imponer la paz, el ministerio público y los abogados estánpara hacer la guerra. Precisamente, en el proceso, es necesario hacer la guerra para garantizar lapaz. Ahora bien, esta fórmula puede tener un cierto sabor de paradoja; pero llegará el momentoen que podremos apreciar la verdad de ella. La toga del acusador y del defensor significa, pues,que lo que hacen es hecho en servicio de la autoridad; en apariencia están divididos, pero en larealidad están unidos en el esfuerzo que cada uno realiza para alcanzar la justicia.En conjunto, estos hombres en toga dan al proceso, y especialmente al proceso penal, unaspecto solemne. Si la solemnidad resulta oscurecida, como desgraciadamente ocurre no pocasveces, por negligencia de los abogados y de los propios magistrados, que no respetan comodeberían la disciplina, ello redunda en menoscabo de la civilidad. En el tribunal se debería estar con igual recogimiento que en la Iglesia. Los antiguos han reconocido un carácter sagrado alimputado porque, decían, estaba consagrado a la vindicta de los dioses; tenían así ellos laintuición de una verdad profunda. El juicio, el verdadero, el justo juicio, el juicio que no falla estásolamente en las manos de Dios. Si los hombres, sin embargo, se encuentran en la necesidad de juzgar, deben tener al menos la conciencia de que hacen, cuando juzgan, las veces de Dios. Laafinidad entre el juez y el sacerdote no resulta desconocida ni siquiera para los ateos, que hablana este respecto de un sacerdocio civil.La toga, sin duda, invita al recogimiento. Desgraciadamente hoy en día, y cada vez más,bajo este aspecto, la función judicial se encuentra amenazada por los peligros opuestos de laindiferencia o del clamor: indiferencia en cuanto a los procesos minúsculos, clamor en cuanto a losprocesos célebres. En aquellos, la toga parece un arnés inútil; en estos se asemeja,desgraciadamente, a un disfraz teatral. La publicidad del proceso penal, la cual responde no soloa la idea del control popular sobre el modo de administrar la justicia sino también y másprofundamente a su valor educativo, ha degenerado desgraciadamente en una ocasión dedesorden. No solamente el público que llena las aulas hasta un límite inverosímil, sino también laintervención de la prensa, que precede y sigue el proceso con indiscretas imprudencias y no rarasveces impudencias, contra las cuales nadie osa reaccionar, han destruido toda posibilidad derecogimiento para aquellos a los cuales incumbe, el tremendo deber de acusar, de defender, de juzgar. Las togas de los magistrados y de los abogados se pierden actualmente entre la multitud.Son cada vez más raros los jueces que tienen la severidad necesaria para reprimir este desorden.Hace casi cincuenta años, celebrándose en Venecia un juicio por homicidio, sobre el cualconvergía la morbosa curiosidad de todo el mundo, en el aula de la Corte de Assises,inverosímilmente abarrotada, cuando se levantó para ser interrogada, emergiendo de la jaula suestupenda figura, María Nicolaevna Tarnovskij, y un centenar de señoras, que llenaban loslugares reservados, puestas a su vez en pie, dirigieron sobre ella sus “impertinentes" y susgemelos. Ángelo Fusinato, presidente insigne, exclamó con indignación contenida: "mañana esteespectáculo incivil no se repetirá ya". Más que las medidas que él supo tomar e inflexiblementemantener durante el largo curso del proceso, recuerdo ahora, como las oí pronunciar, susmemorables palabras: "¡este espectáculo incivil!". Era el mismo presidente, el que no toleraba queun abogado se comportase en el hablar, en el vestir, en el gesto, de modo no conforme a ladignidad de su oficio y, por otra parte, cuando se dio cuenta, decidiendo una causa civil, haber cometido un error, no tuvo tranquilidad hasta el momento en que le fue posible hacer de ellopública rectificación. He aquí un magistrado, el cual había comprendido el valor que tiene elproceso penal para la civilidad de un pueblo. Los abogados de Venecia, para celebrar su ejemplode firmeza, de dignidad, de abnegación, han ornado con su busto el gran atrio superior de la Cortede apelación, y yo he querido recordar ahora su figura casi como para colocar bajo su protecciónlo que estoy diciendo en torno a esta más alta experiencia de civilidad, que debería ser el procesopenal.

IIEL PRESOA la solemnidad, por no decir a la majestad de los hombres en toga, se contrapone elhombre en la jaula. No olvidaré nunca la impresión que ello me produjo la primera vez en que,adolescente apenas, entré en el aula de una sección penal del Tribunal de Turín. Aquellos, podríadecirse, por encima del nivel del hombre; este, por bajo de ese nivel, encerrado en la jaula, comoun animal peligroso. Solo, pequeño, aunque sea de estatura elevada, perdido, aun cuando tratede aparecer desenvuelto, necesitado, necesitado, necesitado....Cada uno de nosotros tiene sus preferencias, aun en materia de compasión. Los hombresson diversos entre sí incluso en el modo de sentir la caridad. También este es un aspecto denuestra insuficiencia. Los hay que conciben al pobre con la figura del hambriento, otros con la delvagabundo, otros con la del enfermo; para mí, el más pobre de todos los pobres es el preso, elencarcelado.Digo el encarcelado, obsérvese bien, no el delincuente. Digo el encarcelado, como lo hadicho el Señor, en aquel famoso discurso referido en el capítulo vigésimoquinto del Evangelio deSan Mateo, que ha ejercido sobre mí una fascinación incalculable; y hasta ayer, podría decirse, hecreído que preso se dijese como sinónimo de delincuente, pero me equivocaba y la equivocaciónha sido uno de los tantos episodios, aptos para demostrar que nunca se meditan bastante losdiscursos de Jesús.El delincuente mientras no está preso, es otra cosa. Confieso que el delincuente merepugna; en ciertos casos me produce horror. Entre otras cosas, a mí, el delito, el gran delito, meha ocurrido verlo, al menos una vez, con mis propios ojos; los que reñían parecían dos panteras;he quedado absolutamente horrorizado; y, sin embargo, bastó que yo viese a uno de los doshombres que había derribado al otro con un golpe mortal, mientras los carabineros que acudieronprovidencialmente, le ponían las esposas, para que del horror naciese la compasión: la verdad esque, apenas esposado, la fiera se ha convertido en un hombre.Las esposas, también las esposas son un emblema del derecho; quizá, pensándolo bien,el más auténtico de sus emblemas, todavía más expresivo que la balanza y la espada. Esnecesario que el derecho nos sujete las manos. Y precisamente las esposas sirven para descubrir el valor del hombre, que es, según un gran filósofo italiano, la razón y la función del derecho.Quidquid latet apparebit , repite él a este respecto con elDies irae: todo lo que está oculto, saldrá ala luz. Lo que estaba oculto, la mañana en que vi a uno de los hombres lanzarse contra el otro,bajo las apariencias de la fiera, era el hombre; tan pronto como le apretaron las muñecas con lascadenas, el hombre reapareció: el hombre, como yo, con su mal y con su bien, con sus sombras ycon sus luces, con su incomparable riqueza y con su miseria espantosa. Entonces nació, delhorror, la compasión.¿No me he dejado arrastrar ahora por la literatura, al hablar, a propósito del delincuente,de mal y de bien, de sombra y de luz, de miseria y de riqueza? Me han censurado muchas veces,incluso últimamente, con ocasión de una desdichada batalla por la abolición del ergástulo, unacosa que alguno define como una ingenuidad. ¡Ojalá que lo fuese! La verdad es que Francisco,precisamente porque ha interpretado a Cristo mejor que ningún otro, ha llegado más al fondo queningún otro en el abismo del problema penal. Francisco, solo Francisco ha comprendido, al besar al leproso, lo que había querido decir Jesús con la invitación a visitar a los presos. Los sabios, quecontinúan considerando la pena, según una fórmula famosa, como un mal que se hace sufrir aldelincuente por el mal que él ha hecho sufrir, ignoran u olvidan lo que Cristo ha dicho a propósitodel demonio que no sirve para expulsar al demonio: no es con el mal con lo que se puede vencer al mal. Ya Virgilio, antes de que descendiese sobre los hombres la luz de Cristo, había cantado:omnia vincit amor , el amor solamente es siempre victorioso. No se puede hacer una neta divisiónde los hombres en buenos y malos. Desgraciadamente nuestra corta visión no permite apreciar ungermen de mal en aquellos que se llaman buenos, y un germen de bien en aquellos que se llamanmalos. Y esta visión tan corta depende de que nuestro intelecto no está iluminado por el amor. Basta tratar al delincuente en lugar de como una bestia, como un hombre para apreciar en él laincierta llama del pabilo humeante, que la pena en vez de apagar debe reavivar.Pocas veces he visto una expresión tan torva como la de un homicida al que defendí haceaños ante una Corte de Assises de la extrema Calabria: había matado a dos hombres,premeditadamente, disparándoles por la espalda dos tiros de pistola; no vi en aquel rostro,sombreado por una cabellera de azabache, ni siquiera un albor de luz. Defendía, juntamente conél, también a su hermano, imputado de haberlo instigado a matar. En el coloquio que tuve con él,apenas llegué allá abajo tuve que decirle que desgraciadamente para él no habla esperanza que alo más se podía intentar, con las atenuantes genéricas, convertir el esgástulo en treinta años dereclusión. Él me escuchó impasible; después dijo: “no se ocupe de mí, abogado; no importa; yosoy un hombre perdido; piense en salvar a mi hermano, que tiene nueve criaturas". Entonces, unrayo de amor iluminó su frente. ¿No era su riqueza aquel amor fraterno que le hacía olvidar incluso su tremendo destino?La verdad es que el germen del bien, en cada uno de nosotros, y no en los delincuentessolamente, está aprisionado. Hay quien tiene más y quien tiene menos, pero ninguno de nosotrostiene todo el espacio que debería tener. Todos, en una palabra, estamos en prisión; una prisiónque no se ve, pero que no se puede dejar de sentir. Esa angustia del hombre, que constituye elmotivo de una corriente de la filosofía moderna, de gran notoriedad y de indiscutible importancia,no es otra cosa que el sentido de la prisión. Cada uno de nosotros está aprisionado mientras estáencerrado en sí mismo, en la solicitud por sí mismo, en el amor de sí mismo. El delito no es otracosa que una explosión de egoísmo en su raíz: lo otro no cuenta; lo que cuenta, solamente, es elsí mismo. Solamente abriéndose hacia nosotros el hombre puede salir de la prisión. Y basta quese abra hacia nosotros para que entre por la puerta abierta la gracia de Dios.Quidquid latet apparebit , canta elDies irae. Pocas intuiciones son más felices que la delfilósofo, que ha expresado con este verso la eficacia del derecho. La jaula, o las esposas,decíamos, son una enseña del derecho y por eso revelan la naturaleza y la desventura delhombre. El hombre encadenado o el hombre encerrado en una jaula es la verdad del hombre; elderecho no hace más que revelarla. Cada uno de nosotros está encerrado en una jaula que no seve. Nosotros no nos asemejamos a los animales porque estemos en la jaula, sino que estamos enuna jaula porque nos asemejamos a los animales. Ser hombre no quiere decir no ser, sino poder no ser animal. Esta potencia es la potencia de amar.¿Quien habría imaginado estas cosas cuando vi, todavía niño, un hombre enjaulado, en elaula oscura del Tribunal de Turín? ¿Quién habría imaginado que el espectáculo de aquel hombreen la jaula no había de olvidarlo ya? Es curioso que ciertos hechos, que parecen insignificantes,inciden indeleblemente en la cinta de nuestra memoria. Es un hecho que todavía hoy, después dehaber visto tantos, el hombre encarcelado tiene para mí una fascinación misteriosa. Es esta laexperiencia que me ha abierto la vía de la salvación.

IIIEL ABOGADOCarlo Majno, que es hoy uno de los mejores abogados en Milán y que fue, en aquellaUniversidad, uno de mis discípulos más queridos, me donó, precisamente el día en que yoabandonaba la cátedra de Milán por la de Roma, un bellísimo dibujo a lápiz del pintor Mentessi,que representa las manos de un preso, sujetas por las esposas. Mentessi no tenía ciertamenteuna experiencia particular del problema penal; sin embargo, aquel dibujo demuestra loclarividentes que son las intuiciones de un artista: una de las manos, la izquierda, cae hacia abajo,inerte, en acto de desaliento; la otra, sobrepuesta, vuelve la palma en alto, como la del pobre, quedemanda la caridad. Está toda la psicología del preso en aquel pequeño cuadro.La fortuna mía ha sido que yo haya visto tantas veces, en el curso de la vida, tendersehacia mí aquella mano abierta, en espera de la limosna. La gente se figura al abogado como untécnico, al cual se pide una obra, que quien la solicita no sería capaz de realizar por sí; se lo figuraen el mismo plano del médico o del ingeniero; también esto es verdad, pero no es toda la verdad;el resto de ella se descubre, sobre todo, por la experiencia del preso.El preso es, esencialmente un necesitado. La escala de los necesitados ha sido trazada enaquel discurso de Cristo, al cual he tenido ya ocasión de hacer alusión, referido en el capítulovigésimoquinto de San Mateo: hambrientos, sedientos, desnudos, vagabundos, enfermos, presos;una escala que conduce de la esencial necesidad física o, mejor, animal, a la necesidadesencialmente espiritual: el preso no tiene necesidad de alimento ni de vestidos, ni de casa ni demedicinas; la única medicina, para él, es la amistad. La gente no sabe, y ni siquiera lo saben los juristas, que lo que se pide al abogado es la limosna de la amistad, antes que cualquiera otracosa.El nombre mismo del abogado suena como un grito de ayuda. Advocatus, vocatus ad, llamado a socorrer. También el médico es llamado a socorrer; pero si solamente al abogado se leda este nombre, quiere decir que entre la prestación del médico y la prestación del abogado existeuna diferencia, la cual, no advertida por el derecho, es sin embargo, descubierta por la exquisitaintuición del lenguaje. Abogado es aquel al cual se pide, en primer término la forma esencial de laayuda, que es, propiamente, la amistad.Y también la otra palabra, cliente, que sirve para denominar a aquel que solicita la ayuda,refuerza esta interpretación: el cliente, en la sociedad romana, pedía protección al patrono;también al abogado se le llama patrono, y la derivación de patrono de la palabra pater proyectasobre la relación la luz del amor.Lo que atormenta al cliente y lo impulsa a pedir ayuda es la enemistad. Ya las causasciviles, pero sobre todo las causas penales, son fenómenos de enemistad. La enemistad ocasionaun sufrimiento o, al menos, un daño como ciertos males, los cuales, y tanto más cuando no sondescubiertos por el dolor, minan el organismo; por eso, de la enemistad surge la necesidad de laamistad; la dialéctica de la vida es así. La forma elemental de la ayuda, para quien se encuentraen guerra, es la alianza. El concepto de la alianza es la raíz de la abogacía.El imputado siente tener la aversión de mucha gente contra él; alguna vez, en las causasmás graves, le parece que contra él está todo el mundo. No es raro que, mientras lo trasladan a laaudiencia, sea acogido por la multitud con un coro de imprecaciones; no es raro que explotencontra él actos de violencia, contra los que no resulta fácil protegerlo. ¿Os imaginais el estado deánimo de Catalina Fort que, cuando se presentó ante los jueces, todos la llamaban la fiera? Esnecesario no solo pensar en estos casos sino tratar de meterse en el pellejo de estosdesgraciados para comprender su espantosa soledad y, con esta, su necesidad de compañía.Compañeros, decum pane, es aquel que parte con nosotros el pan. El compañero se sitúa en elmismo plano de aquel a quien hace compañía. La necesidad del cliente, especialmente delimputado, es esta: la de uno que se coloque junto a él, en el último peldaño de la escala.La esencia, la dificultad, la nobleza de la abogacía es esta: situarse en el último peldaño dela escala, junto al imputado. La gente no comprende aquello que, por lo demás, tampoco los

juristas comprenden; y ríe, y se burla, y escarnece. No es un oficio que goce de los favores delpúblico, el del Cirineo. Las razones, por las cuales la abogacía es objeto, aun en el campo literarioe incluso en el campo litúrgico, de una difusa antipatía, no son otras que esta. Y hasta Manzoni,cuando ha tenido que retratar a un abogado, ha perdido su bonhomía y la Iglesia ha dejadointroducir en el Himno a San Ivo, patrón de los abogados, un verso injurioso. Las cosas mássimples son las más difíciles de comprender.Digámoslo con claridad: la experiencia del abogado cae bajo el signo de la humillación. Escierto que viste la toga; colabora, desde luego, en la administración de la justicia; pero su puestoestá abajo, y no en alto. Él comparte con el imputado la necesidad de pedir y de ser juzgado. Estásujeto al juez como lo está el imputado.Pero precisamente por esto la abogacía es un ejercicio espiritual saludable. Pesa el deber pedir, pero es provechoso. Habitúa a rogar. ¿Qué otra cosa es, más que un pedir, la plegaria? Lasoberbia es el verdadero obstáculo a la plegaria; y la soberbia es una ilusión de potencia. No hayotra cosa mejor que la abogacía para curarnos de tal ilusión. El más grande de los abogados sabeque no puede hacer nada frente al más pequeño de los jueces; a menudo, el más pequeño de los jueces es aquel que lo humilla más. Está constreñido a llamar a la puerta como un pobre. Y nisiquiera está escrito sobre la puerta: pulsate et aperietur vobis. No pocas veces se llama en vano.La experiencia se hace más dolorosas y más saludable. Se creía tener razón; se había estudiadotanto, se había sudado tanto; en cambio... Es necesario conocer estos momentos paracomprender.Los romanos dominaban la actividad del abogado en el proceso con el verbo postular.Dicen los diccionarios que este verbo significa pedir aquello que hay derecho a tener. Y es esto loque agrava el peso del pedir. No debería haber necesidad de pedir aquello que hay derecho atener. En conclusión, es necesario someter el juicio propio al ajeno, aun cuando todo permita creer que no haya razón para atribuir a otro una mayor capacidad de juzgar.Esto significa, en el plano social, colocarse junto al imputado en el último peldaño de laescala; un sacrificio; pero no existe sacrificio sin beneficio. Por esto he dicho que nuestraexperiencia es saludable. El beneficio se tiene cuando se comienza a percibir, en la oscuridad, lallamita del pabilo humeante. Un beneficio, como ocurre siempre en las cosas del espíritu, que almismo tiempo se da y se recibe: si aquella llamita se reaviva, su calor no calienta solamente elalma del cliente sino la del patrono al mismo tiempo. Por el poco bien que yo haya podido hacer aalguno de estos desgraciados, ha sido inmenso el beneficio que he recibido de ellos; del Señor, seentiende, pero por medio de ellos; por eso, porque el Señor ha dicho que cuanto se da a ellos esrecibido por Él, los pobres son los delegados de Dios.El preso, la gente no lo sabe y menos aún lo sabe él, está hambriento y sediento de amor.La necesidad de amistad procede de su desolación. Cuanto más grande es la desolación, másprofunda y fecunda es la necesidad de amistad. Inconscientemente él pide lo que esindispensable a fin de que el defensor pueda cumplir con su oficio. Lo que el defensor debeposeer, ante todo, a tal fin, es el conocimiento del imputado; no, como el médico, el conocimientofísico, sino el conocimiento espiritual.Conocer el espíritu de un hombre quiere decir conocer su historia; y conocer una historiano es solamente conocer la sucesión de los hechos, sino encontrar el hilo que los vincula. En estesentido, la historia es una reconstrucción lógica, no una exposición cronológica de losacontecimientos. Todo esto no es posible si el protagonista no abre, poco a poco, su alma. Estetipo de protagonistas, que son los delincuentes, tienen, por definición, almas cerradas. Al mismotiempo en que solicitan la amistad, oponen la desconfianza y la sospecha. Impregnados de odio,ven el odio aun donde no existe más que amor. Son como animales selváticos, que solo coninfinita delicadeza y paciencia se pueden domesticar.Alguno dirá que yo veo así la abogacía bajo el perfil de la poesía. Puede ocurrir. La poesíade su oficio es algo que un abogado siente en dos momentos de la vida: cuando viste por primeravez la toga o cuando, si propiamente no la ha depuesto, está por deponerla: en el alba y en elocaso. En el alba, defender la inocencia, hacer valer el derecho, hacer triunfar la justicia: esta esla poesía. Después, poco a poco, caen las ilusiones, como las hojas del árbol, después del fulgor del estío; pero a través de la maraña de las ramas, cada vez más desnudas, sonríe el azul del

cielo. Ahora no estoy ya seguro ni de haber defendido la inocencia ni de haber hecho valer elderecho ni de haber hecho triunfar la justicia; y, sin embargo, si el Señor me hiciese nacer denuevo, comenzaría otra vez. No obstante los fracasos, las amarguras, los desengaños, el balancees activo; si hago el análisis de él, me doy cuenta de que la partida capaz de colmar todas lasdeficiencias consiste precisamente en aquella humillación de deberme encontrar, junto a tantosdesgraciados, contra los cuales se desencadena el vituperio y se encarniza el desprecio, en elúltimo peldaño de la escala.

IVEL JUEZ Y LAS PARTESEn lo más alto de la escala está el juez. No existe un oficio más alto que el suyo ni unadignidad más imponente. Está colocado, en el aula, sobre la cátedra; y merece esta superioridad.El lenguaje de los juristas celebra al juez con una palabra, acerca de cuyo profundosignificado los juristas mismos, y tanto más los filósofos, deberían detener, más de lo que ladetienen, la atención. Nosotros decimos que ante el juez están las partes. Se denomina partes alos sujetos de un contrato: por ejemplo, al vendedor y al comprador, al arrendador y alarrendatario, al socio y al otro socio; e igualmente a los sujetos de una litis: el acreedor, que quierehacerse pagar, y el deudor que no quiere pagar; el propietario que quiere la entrega de su casa, yel inquilino que quiere continuar habitándola; y, finalmente, se denomina también así a los sujetosdel contradictorio, o sea de aquella disputa que se desarrolla entre los dos defensores en losprocesos civiles o entre el ministerio público y el defensor en los procesos penales. Estos, todosellos, se denominan así porque están divididos, y la parte procede, precisamente, de la división:cada uno tiene un interés opuesto al del otro; el vendedor querría entregar poca mercadería eingresar en caja mucho dinero, mientras el comprador quiere exactamente lo contrario; cada unode los socios querría tomar la parte del león; de los dos defensores, si uno de ellos vence, el otropierde; y cada uno de ellos echa el agua hacia su molino.Los juristas utilizan por esto el nombre de parte, pero el significado de parte es mucho másprofundo; en la parte convergen el ser y el no ser; cada parte es ella misma y no es la otra parte.Pero, si es así, todas las cosas y todos los hombres son partes; una rosa es una rosa y no es unavioleta; un caballo es un caballo y no es un buey; yo soy yo y no soy tú. Y este descubrimiento deser el hombre no otra cosa que una parte tiene inestimable valor; por eso, los filósofos deberíanconceder mayor crédito al lenguaje de los juristas y prestarle mayor atención.Así, pues, si aquellos que están ante el juez para ser juzgados son partes, quiere decir queel juez no es parte. En efecto, los juristas dicen que el juez estásúper partes;por eso, el juez estáen alto y el imputado en bajo, por bajo de él; el uno en la jaula, el otro sobre la cátedra.Igualmente, el defensor está abajo, respecto del juez; por el contrario, si el ministerio público estáa su lado, esto constituye un error, que mediante una mayor conciencia en torno a la mecánica delproceso se terminará por rectificar. El juez, sin embargo, es un hombre también él; si es unhombre es también él una parte. Esto de ser al mismo tiempo parte y no parte, constituye lacontradicción en la cual se debate el concepto de juez. Esto de ser el juez un hombre y de deber ser más que un hombre, constituye su drama.Un drama representado con insuperable maestría en el Evangelio de San Juan; y todavíaestoy asombrado cuando me vuelve a la memoria aquella sublime representación de queBenedetto Croce, aunque sea desde el punto de vista puramente estético, haya comprendido tanpoco su grandeza hasta el punto de haberlo denominado un "cuadrito delicioso". “Jesús fuedespués al Monte de los Olivos, pero al alba estaba en el templo, y todo el pueblo acudía a Él; y Élse sentó y le enseñaba. Entonces los Escribas y los Fariseos le presentaron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dicen a Él: esta mujer ha sido sorprendida enel momento de cometer adulterio. Ahora bien, Moisés, en la ley, nos ha ordenado que talesmujeres sean lapidadas. ¿Qué dices Tú de ello? Y le preguntaban esto para ponerlo a prueba ytener el modo de acusarlo. Pero Jesús se inclinó y con el dedo se puso a escribir sobre la tierra.Insistiendo aquellos en interrogarlo, se alzó, respondiendo: quien de vosotros esté libre de pecadoque tire la primera piedra" (San Juan, VIII, l).Es lo suficiente para quedar sin aliento. ¡"Quien de vosotros esté libre de pecado que tire la primera piedra"! Es necesario, para sentirse dignos de castigar, estar libres de pecado; solamenteentonces el juez está sobre aquel que es juzgado. Y puesto que el pecado no es otra cosa quenuestro no ser aquellos que deberíamos ser, es necesario ser plenamente, sin deficiencias, sinsombras, sin lagunas; en suma, es necesario no ser partes para ser jueces. ¡Nada de cuadritodelicioso! El problema del juez, el más arduo problema del derecho y del Estado, está planteadoaquí con una claridad espantosa.

Ciertamente, así lo entendieron los Escribas y los Fariseos, que habían intentado confundir alMaestro, ya que el Evangelio continúa narrando que Jesús "de nuevo se inclinó y escribía en latierra".Esperaba Él, absorto, el efecto de sus palabras. Entonces, Escribas y Fariseos, "se fueronmarchando uno tras otro comenzando por los más viejos, hasta los últimos, y quedó solo Jesús yla mujer, que estaba en el medio" (San Juan, VIII, 8).Ningún hombre, si pensase en lo que es necesario para juzgar a otro hombre, aceptaríaser juez. Y, sin embargo, es necesario encontrar jueces. El drama del derecho es este. Un dramaque debería estar presente a todos, de los jueces a los justiciables, en el acto en que se celebra elproceso. El Crucifijo que, gracias a Dios, en las aulas judiciales, pende todavía sobre la cabeza delos jueces y que todavía sería mejor que se hubiese puesto frente a ellos, a fin de que puedanposar con frecuencia su mirada en él, está para significar su indignidad; es, no otra cosa, laimagen de la víctima más insigne de la justicia humana. Solo la conciencia de su indignidad puedeayudar al juez a ser menos indignos.La ley ha intentado todos los expedientes posibles para garantizar la dignidad del juez. Elmás obvio entre estos consiste en el juicio colegiado: puesto que el juzgar a otro hombre exigeque quien juzga sea más que quien es juzgado, lo hace juzgar por varios hombres reunidos. Aprimera vista, el expediente parece ilusorio; una dignidad no se obtiene con la suma de variasindignidades. Pero lo cierto es que una cosa ha de considerarse la suma de varios jueces, y otrasu unidad; no se trata, en el colegio, de añadir un juez a otro como los sumandos de una adición;sino devertere plures in unum, diríamos en latín, esto es, de hacerlos convertirse en uno solo.Está de por medio el misterioso concepto del acuerdo o del acorde, clave en la música y clave delderecho: misterioso porque todavía no sabemos, y quizá no lo sepamos nunca, cómo puedeocurrir que cuando entre dos hombre se produce verdaderamente la unión y, por tanto, se forma launidad, se comunica a cada uno el ser del otro, pero no el no ser, el bien pero no el mal. Puedeparecer que la asociación para delinquir desmienta esta afirmación; pero reflexionando uno se dacuenta de que si los delincuentes son mantenidos juntos por el miedo, se trata de una falsa unión,como sería la de un haz de varas atadas juntamente, que no forman en absoluto una vara sola; ohay entre ellos afecto, y este es en todo caso un germen del bien, el cual puede siempreencontrarse envuelto y oculto bajo la corteza del mal.El principio del colegio judicial es verdaderamente un remedio contra la insuficiencia del juez, en el sentido de que, si no la elimina, al menos la reduce en otras palabras, el juez colegiadoestá menos lejos que el juez singular de lo que el juez debería ser; pero a condición de que el juezalcance su unidad o sea de que entre los jueces singulares se establezca el acuerdo, que nosignifica tanto identidad de opiniones cuanto paridad de tensión hacia la verdad.Se ha tocado así la raíz del problema. La justicia humana no puede ser más que una justicia parcial; su humanidad no puede dejar de resolverse en su parcialidad. Todo lo que sepuede hacer es tratar de disminuir esta parcialidad. El problema del derecho y el problema del juez son una misma cosa. ¿Cómo puede hacer el juez para ser mejor de lo que es? La única víaque le está abierta a tal fin es la de sentir su miseria: es necesario sentirse pequeños para ser grandes. Es necesario formarse un alma de niño para poder entrar en el reino de los cielos. Esnecesario, cada día más, recuperar el don del asombro. Es necesario asistir, cada mañana, conmás profunda emoción a la salida del sol, y cada tarde a su ocaso. Es necesario sentirse, cadanoche, aniquilados por la infinita belleza del cielo estrellado. Es necesario permanecer atónitosante el perfume de un jazmín o ante el canto de un ruiseñor. Es necesario caer de rodillas antecada manifestación de este indecible prodigio que es la vida.Otros dirán que el juez, para ser juez, debe realizar ciertos estudios, superar ciertosexámenes, someterse a ciertos controles. Sobre todo, hoy se enseña que, para ser juez penal, esnecesario estudiar, además del derecho, la sociología, la antropología, la psicología. Ciertamente,son estudios útiles e incluso necesarios; pero no suficientes. Ante todo no se debe creer que sepueda poner sobre la mesa anatómica, como se pone el cuerpo, también el alma humana. No sedebe confundir el espíritu con el cerebro. Ciertamente, el espíritu está condicionado por el cuerpoy viceversa; en particular, la psicología es la ciencia que estudia estas relaciones, pero más alláde estas, se encuentra el campo que el juez debe, sobre todo, conocer; y mucho me temo que asu conocimiento no ayuden ni las universidades, ni los institutos complementarios. Narra unafábula, que he aprendido en una revista argentina, que a las protestas de los ángeles por la

creación de este ser absurdo, medio ángel y medio bestia, que es el hombre, el Creador hacontestado: el hombre no es cuestión para congresos de filosofía; el hombre no es cuestión quese pueda discutir en estos congresos; y habría agregado: el hombre es cuestión de fe en elhombre. Desde que tuve ocasión de leerlas, hace años, no se me han ido de la mente estaspalabras.Podría decirse también que es cuestión de fe en el hombre la cuestión penal. Pero la fe enel hombre se adquiere solamente amando al hombre. Más que leer muchos libros, yo querría quelos jueces conocieran muchos hombres; si fuese posible, sobre todo, santos y canallas; los queestán en lo más alto o sobre el peldaño más bajo de la escala. Parecen inmensamente distantes;pero en el terreno del espíritu suceden cosas extrañas. Se necesita muy poco para convertirse decanalla en santo: ¡Cristo, con el ejemplo del ladrón crucificado, nos lo ha enseñado! En cualquier caso, basta que el canalla se avergüence de ser canalla; y puede también bastar que un santo sevanaglorie de ser santo para perder la santidad. Estas son, verdaderamente, las cosas esenciales;pero no se encuentra en ningún manual de psicología. Más bien se aprenden en la iglesia o en lapenitenciaría. Es curiosa también esta aproximación, ¿no es cierto? entre iglesia y penitenciaría;algo así como poner juntos el Infierno y el Paraíso? Pero el error, el tremendo error, está en creer que aquellos que se encuentran encerrados en la penitenciaría estén dañados.

VPARCIALIDAD DEL DEFENSORSe ha dicho: un hombre, para ser juez, debería ser más que un hombre. Y se ha visto que,en el fondo, es precisamente tal idea la que inspira aquella forma de corrección de la insuficienciadel juez que es el colegio judicial. Pero no es este el único remedio que la experiencia hasugerido.Para comprender, es necesario partir de la parcialidad del hombre. Todo hombre, hemosdicho, es una parte. Precisamente por esto ningún hombre llega a apoderarse de la verdad.Aquella que cada uno de nosotros cree la verdad, no es más que un aspecto de la verdad; algoasí como una minúscula faceta de un diamante maravilloso. Es lo que Cristo nos ha enseñadodiciendo: "Yo soy la verdad"; alcanzar la verdad es alcanzarlo a Él; y a Él, amándolo, nospodemos acercar sin fin; pero alcanzarlo no, porque Él es infinito. La verdad es como la luz ocomo el silencio, que comprenden todos los colores y todos los sonidos; pero la física hademostrado que nuestro ojo no ve y nuestro oído no oye más que un breve segmento de la gamade los colores o de los sonidos; hay más acá y más allá de nuestra capacidad sensoria losinfracolores y los ultracolores así como los infrasonidos y los ultrasonidos.Así se explica un modo de decir, el cual, para quien quiere comprender este importantísimohecho social que es el proceso, tiene una importancia de primer plano. El juez, cuando juzga,establece quién tiene razón; esto quiere decir; de qué parte está la razón. La cual razón es, y nopuede ser más que una, como la verdad; también, en ese sentido son equivalentes razón yverdad. Pero ¿cómo se explica, entonces, si la razón es una sola, que, precisamente en elproceso, cada una de las partes exponga sus razones? Las que el ministerio público y el defensor exponen, cuando discuten, son las razones por las cuales el primero pide la condena y el segundola absolución. ¿Cómo se concilia la unidad de la razón con la pluralidad de las razones? ¿Cómopuede ocurrir que de quien termina por no tener razón se pueda decir que ha expuesto susrazones?La verdad es que, acudiendo de nuevo al parangón, la razón se descompone en lasrazones como la luz se descompone en los colores y el silencio en los sonidos. Del mismo modoque no podemos afrontar toda la luz ni gozar todo el silenció, así tampoco podemos apoderarnosde toda la razón. Las razones son aquella fracción de verdad que a cada uno de nosotros nosparece haber alcanzado. Cuentas más razones se expongan tanto más será posible que, juntándolas, uno se aproxime a la verdad.En el fondo, cuando el juez entra a juzgar, se encuentra ante una duda: ¿este es culpableo es inocente? También duda es una palabra transparente:dubium viene de duo. Una doble víase abre ante el juez: de acá o de allá. El juez debe escoger. Pero a fin de escoger debe recorrer uno u otro camino, ya que de otro modo no podría ver adónde van a dar. Ahora bien, secomprende para qué sirve, para el juez, el defensor; y por qué frente al defensor, se coloca alacusador; son los que guían al juez a lo largo de los dos caminos, a fin de que pueda escoger unode ellos.Acusador y defensor son, en último análisis, dos razonadores: construyen y exponen lasrazones. Su oficio es razonar. Pero un razonar, con licencias, de pie forzado. Un razonar en mododiverso del razonar del juez. No es quizá muy fácil de comprender; pero si no se comprende esto,tampoco se comprende el proceso; y no basta que comprendan los juristas, porque este es elpunto respecto del cual los profanos pueden tener en torno al proceso impresiones falaces ynocivas para la civilidad. Razonar es, en palabras sencillas, exponer premisas y sacar consecuencias: el imputado ha confesado haber matado, así, pues, él ha matado. En términos delógica, primero vienen las premisas y después las consecuencias. Así procede el razonador imparcial. Pero el defensor no es un razonador imparcial. Y es esto lo que escandaliza a la gente.A pesar del escándalo, el defensor no es imparcial porque no debe serlo. Y porque no es imparcialel defensor, tampoco puede ser ni debe ser imparcial su adversario. La parcialidad de ellos es elprecio que se debe pagar para obtener la imparcialidad del juez, que es, pues, el milagro del

hombre, en cuanto, consiguiendo no ser parte, se supera a sí mismo. El defensor y el acusador deben buscar las premisas para llegar a una conclusión obligada.Todo esto puede parecer absurdo. Y, sin embargo, la clave del proceso está aquí. Malosería si el juez se contentase con razonar así: el imputado ha confesado haber matado. Por lotanto ha matado. Hay también casos en los cuales un hombre confiesa un delito que no hacometido: hemos visto padres que se acusaban para salvar al hijo, y también hijos que sesometían al mismo sacrificio para salvar a su padre. Esto es tan cierto y no por la sola razón queacabo de indicar que incluso el Código Penal castiga a aquellos que denuncian contra la verdadser culpables de un delito. Esto quiere decir que incluso cuando existen pruebas evidentes de laculpabilidad o de la inocencia, antes de condenar o de absolver es necesario continuar en lainvestigación hasta haber agotado todos los recursos. Pero para hacer esto, el juez debe ser ayudado; por sí solo, no lo lograría. Su ayudante natural es el defensor, este amigo del imputado,el cual, naturalmente, tiene el interés de buscar todas las razones que pueden servir parademostrar la inocencia de aquel. El defensor, pues, es y debe ser un razonador de pie forzado,esto es, un razonador parcial; un razonador que trae el agua a su molino.Es claro, sin embargo, que de este modo, el defensor es un auxiliar precioso para el juez,pero también muy peligroso por razón de su parcialidad. ¿Y cómo se concibe que sea útil peroinocuo? Contraponiéndole aquel otro razonador parcial en sentido inverso, que se denominaministerio público y que debería denominarse más exactamente acusador. En el ordenamientoactual del proceso penal el ministerio público no es esencialmente un acusador; por el contrario,se lo concibe, a diferencia del defensor, como un razonador imparcial; pero hay aquí un error deconstrucción de la máquina que también en cuanto a esto funciona mal; por lo demás, en nuevede cada diez veces, la lógica de las cosas arrastra al ministerio público a ser lo que debe ser: elantagonista del defensor.Se desarrolla así, ante los ojos del juez, lo que los técnicos llaman el contradictorio y quees, realmente, un duelo; el duelo sirve al juez para superar la duda; a propósito de lo cual esinteresante observar que también duelo, lo mismo que duda, viene deduo. En el duelo sepersonifica la duda; es como si en el cruce de las dos calles se batiesen dos valientes paraarrastrar al juez hacia la una o hacia la otra. Las armas que se utilizan por estos para batirse sonlas razones. Defensor y acusador son dos esgrimistas, los cuales no es raro que realicen unamala esgrima, pero también a veces ofrecen a los entendidos un espectáculo excelente.Incluso aquellos que no son entendidos, como ocurre en los torneos, terminan por apasionarse en este juego: esta es también, para el público, una de las más fuertes atraccionesdel proceso penal. Pero, digámoslo también, es una cosa que da al proceso penal el sabor delescándalo; y es precisamente por esto por lo que la gente disfruta. Y precisamente es por estotambién por lo que los abogados adquieren fama de creadores de sofismas. En buena parte lasátira, que crece excepcionalmente lozana contra nosotros, se debe a una maligna interpretaciónde este fenómeno. No se comprende que si el abogado fuese un razonador imparcial, nosolamente traicionaría su propio deber sino que estaría en contradicción con su razón de ser en elproceso, y el mecanismo de este resultaría desequilibrado.Sin duda, esto de las dos verdades, la verdad de la defensa y la verdad de la acusación, esun escándalo; pero es un escándalo del cual tiene necesidad el juez a fin de que no sea unescándalo su juicio. Y esto no solo porque el juez tiene necesidad de que se le presenten todaslas razones para encontrar la razón; y cuantas más se le presentan y más en apariencia pareceque se complica, más en realidad se simplifica su cometido. Bajo este aspecto, el duelo entredefensor y acusador se asemeja al choque entre dos pedernales del cual salta la chispa. Lasrazones, como hemos dicho, son a la razón como los colores a la luz; las arengas, los informesdel defensor y del acusador se asemejan a una rueda giratoria de colores; pero al girar velozmente los colores se funden en la luz. De cualquier manera, la ventaja que el juez obtiene deello, no es solamente en orden a la inteligencia. La verdad es que el contradictorio le ayudaprecisamente porque es un escándalo: el escándalo de la parcialidad, el escándalo de ladiscordia, el escándalo de la torre de Babel. La repugnancia por la parcialidad se convierte para el juez en la necesidad de superarla, o sea de superarse; y en esta necesidad está la salvación del juicio.

He aquí que esta tentativa de análisis del proceso penal en su momento técnicamente másdelicado permite quizá apreciar un resultado, que tiene de por sí una cierta importancia para lacivilidad. Se podría hablar, a este respecto, de rehabilitación de los abogados. La del abogado esquizá una de las figuras más discutidas en el cuadro social; se podría decir más atormentada.Entre otras cosas, nunca, ni siquiera en los momentos de mayor convulsión histórica, se hapropuesto la supresión de los médicos o de los ingenieros; pero de los abogados, sí. En algunaocasión, hasta se ha llegado a suprimirlos; después han resurgido con rapidez. En el fondo, laprotesta contra los abogados es la protesta contra la parcialidad del hombre. Mirándolo bien, ellosson los Cirineos de la sociedad: llevan la cruz por otro, y esta es su nobleza. Si me pidierais unadivisa para la orden de los abogados, propondría el virgilianosic vos non vobis; somos los quearamos el campo de la justicia y no recogemos su fruto.

VILAS PRUEBASEl cometido del proceso penal está en saber si el imputado es inocente o culpable. Estoquiere decir, ante todo, si ha ocurrido o no ha ocurrido en determinado hecho: ¿un hombre ha sidoo no ha sido matado, una mujer ha sido o no ha sido violada, un documento ha sido o no ha sidofalsificado, una joya ha sido o no ha sido sustraída?Sería necesario, saber, ante todo, que es un hecho. Son palabras que se empleanintuitivamente; se las comprende de manera aproximativa; pero es necesario que nos detengamosa reflexionar sobre ellas. Un hecho es un trozo de historia; y la historia es el camino que recorren,desde el nacimiento hasta la muerte, los hombres y la humanidad. Un trozo de camino, pues. Perode camino que se ha hecho, no del camino que se puede hacer. Saber si un hecho ha ocurrido ono, quiere decir volver atrás. Este volver atrás es lo que se llama hacer la historia.No es un misterio que en el proceso, y no solamente en el proceso penal, se hace historia.Digo: no es un misterio para los juristas, los cuales desde hace mucho tiempo han puesto en él suatención; pero puede sorprender al hombre de la calle, al cual mi discurso está dirigido. Estoocurre porque estamos habituados a considerar la historia de los pueblos, que es la gran historia;pero existe también la pequeña historia, la historia de los individuos; incluso no existiría aquella sinesta, de igual manera que no existiría la cuerda sin los hilos que en ella están arrollados. Cuandose habla de historia, el pensamiento vuela a las dificultades que se presentan para reconstruir elpasado; pero son, si se tiene en cuenta la medida, las mismas dificultades que se deben superar en el proceso.Con esto de peor: el delito es un trozo de camino, del cual quien lo ha recorrido trata dedestruir las huellas. Sucede lo contrario de lo que ocurre, normalmente, en cuanto al contrato:cuando uno compra, y tanto más si la cosa tiene valor importante, conserva, por lo generalmediante un documento, la prueba de haber comprado; cuando roba, destruye, lo mejor quepuede, las pruebas de haber robado.Las pruebas sirven, precisamente, para volver atrás, o sea para hacer o, mejor aún, parareconstruir la historia. ¿Cómo hace quien, habiendo caminado a través de los campos, quiererecorrer en sentido contrario el mismo camino? Sigue las huellas de su paso. Viene a la mente lafigura del perro policía, el cual va olfateando acá y allá para seguir, por medio del olfato, el caminodel malhechor perseguido. El trabajo del historiador es este. Un trabajo de habilidad y depaciencia, sobre todo, en el cual colaboran la policía, el ministerio público, el juez instructor, los jueces de la audiencia, los defensores, los peritos. Prescindiendo de la crónica de los diarios, loslibros policíacos y el cinematógrafo, han apasionado, más que informado, al público respecto deeste trabajo. La ventaja de esta literatura, bajo el aspecto de la civilidad, está en haber difundido laimpresión, por no decir la experiencia, de las dificultades de la investigación, por razón de lafalibilidad de las pruebas. El riesgo es el de equivocar el camino. Y el daño es grave, cuando seequivoca el camino, también cuando la historia se hace por medio de libros, porque aun cuandolos historiadores no se den cuenta de ello y los filósofos, o al menos ciertos filósofos, lo nieguen,no se remontan los caminos recorridos sino para encontrar los caminos a recorrer; de cualquier manera, esto es tanto más manifiesto, cuando el pasado se reconstruye para determinar la suertede un hombre.Pero existe también el reverso de la medalla; ¡y qué reverso!La culpa no es toda ella de la literatura policíaca, como puede comprenderse; estaliteratura incluso puede ser un síntoma más bien que la causa de un fenómeno derivado decausas más profundas. Quizá estas se deberían buscar en aquella tendencia a la diversión, quetiene tanta parte en la crisis de la civilidad que estamos atravesando. En una palabra, es la historiamisma que se convierte en medio de diversión. La crónica judicial y la literatura policíaca sirven,del mismo modo, de diversión a la vida cotidiana tan gris. Así, el descubrimiento del delito, dedolorosa necesidad social, se ha convertido en una especie desport:la gente se apasiona lomismo que por la búsqueda del tesoro; periodistas profesionales, periodistas diletantes,

periodistas improvisados, no tanto colaboran cuanto hacen competencia a los oficiales de policía oa los jueces instructores; y, lo que es peor, hacen sus negocios. Cada delito desencadena unaserie de investigaciones, de conjeturas, de informaciones, de indiscreciones. Policías ymagistrados, de vigilantes se convierten en vigilados por grupos de voluntarios dispuestos aseñalar cada uno de sus movimientos, a interpretar cada uno de sus gestos, a publicar cada unade sus palabras. Los testigos son olfateados como la liebre por el galgo. Después, a menudo,explotados, sugestionados, comprados. Los abogados son el blanco de los fotógrafos y de losperiodistas. Y, con frecuencia, por desgracia, ni siquiera los magistrados logran oponer a estefrenesí la resistencia que requeriría el ejercicio de su oficio austero.Esta degeneración del proceso penal es uno de los síntomas más graves de la civilidad encrisis. Es incluso difícil representar todos los daños debidos a la falta de aquel recogimiento que aningún otro cometido es tan necesario como a aquel que en el proceso penal se debe desarrollar.No el más grave pero desde luego el más llamativo es aquel que se refiere al respecto delimputado. La Constitución italiana ha proclamado solemnemente la necesidad de tal respetodeclarando que el imputado no debe ser considerado culpable mientras no sea condenado por una sentencia definitiva. Pero esta es una de esas normas que sirven solamente para demostrar la buena fe de aquellos que la han elaborado; o, en otras palabras, la increíble capacidad deforjarse ilusiones de que están dotadas las revoluciones. Desgraciadamente, la justicia humanaestá hecha de tal manera que no solamente se hace sufrir a los hombres porque son culpablessino también para saber si son culpables a inocentes. Esta es, desgraciadamente, una necesidad,a la cual el proceso no se puede sustraer ni siquiera si su mecanismo fuese humanamenteperfecto. San Agustín ha escrito a este respecto una de sus páginas inmortales; la tortura, en lasformas más crueles, ha sido abolida, al menos en el papel; pero el proceso mismo es una tortura.Hasta cierto punto, he dicho, no se puede prescindir de ella; pero la denominada civilizaciónmoderna ha exagerado de un modo inverosímil e insoportable esta triste consecuencia delproceso. El hombre cuando sobre él recae la sospecha de haber cometido un delito, es dadoad bestias,como se decía en un tiempo de los condenados ofrecidos como pasto a las fieras. Lafiera, la indomable e insaciable fiera, es la multitud. El artículo de la Constitución, que se hace lailusión de garantizar la incolumidad del imputado, es prácticamente inconciliable con aquel otroartículo que sanciona la libertad de prensa. Apenas ha surgido la sospecha, el imputado, sufamilia, su casa, su trabajo, son inquiridos, requeridos, examinados, desnudados, a la presenciade todo el mundo. El individuo, de esta manera, es convertido en pedazos. Y el individuo,recordémoslo, es el único valor que debería ser salvado por la civilidad.Pero existe otro individuo en el centro del proceso penal junto al imputado: el testigo. Los juristas,fríamente, clasifican al testigo, junto con el documento, en la categoría de las pruebas, y hasta enuna cierta categoría de las pruebas; esta frialdad suya es necesaria, como la del estudioso deanatomía que secciona el cadáver; pero ¡ay! si se olvida, de que, mientras el documento es unacosa, el testigo es un hombre; un hombre con su cuerpo y con su alma, con sus intereses y consus tentaciones, con sus recuerdos y con sus olvidos, con su ignorancia y con su cultura, con suvalentía y con su miedo. Un hombre que el proceso coloca en una posición incómoda y peligrosa,sometido a una especie de requisición por utilidad pública, apartado de su negocio y de su paz,utilizado, exprimido, inquirido, convertido en objeto de sospecha. No conozco un aspecto de latécnica pena! más preocupante que el que se refiere al examen y hasta, en general, al trato deltestigo. También aquí, por lo demás, la exigencia técnica termina por resolverse en una exigenciamoral: si la debiese resumir en una fórmula, colocaría en el mismo plano el respeto al testigo y elrespeto al imputado. En el centro del proceso, en último análisis, no están tanto el imputado o eltestigo cuanto el individuo. Todos saben que la prueba testimonial es la más falaz de todas laspruebas; la ley la rodea de muchas formalidades, que querrían prevenir los peligros; la ciencia jurídica llega hasta el punto de considerarla un mal necesario; la ciencia psicológica regula einventa incluso instrumentos para su valoración o sea para discernir la verdad de la mentira; peroel mejor modo de garantizar el resultado ha sido y será siempre el de reconocer en el testigo unhombre y concederle el respeto que merece todo hombre.Recientemente, un fino abogado, ginebrino, comentando aquel proceso de Digne, enFrancia, por el asesinato de la familia Drummond, amargamente llamado por élKermesse judiciaire ou procés touristique, al observar a los fotógrafos que, en el aula "juchés, perchés,debout, assís, accroupis... mitraillaíent les témoins se preguntaba cómo es posible que "la verdad

salga a la superficie cuando el testigo es perseguido por los fotógrafos, rodeado, hasta tocarlo, por los periodistas, por los guardias, por los abogados" y concluía pensando profundamente: "no seabre ni el corazón ni el alma bajo el soplo de la multitud".Sin embargo, la gente está persuadida de que, esta que produce tales fenómenos, sea unacivilidad en progreso. Y se puede esperar, con confianza, que algún jurista o algún filósofoconstruya una magnífica teoría tanto del arte como de la historia de masa, sosteniendo que esodel historiador recogido, cauto, absorto en pesar las pruebas como el químico con sus balanzas ycon sus probetas, es una figura de otros tiempos, cara solamente a la nostalgia de algúnsuperviviente del siglo XIX, como este viejo jurista que trata de hacernos conocer una verdad acuyo descubrimiento ha dedicado toda la vida.

VIIEL JUEZ Y EL IMPUTADOEl juez —-hemos dicho— es también él un historiador, con la sola diferencia entre lagrande y la pequeña historia. Y puesto que la historia que el juez hace o, mejor, reconstruye es lapequeña historia, puede aparecer que su cometido resulte más fácil que el de reconstruir lahistoria grande. Yo me pregunto, sin embargo, si verdaderamente es más fácil manejar elmicroscopio que el telescopio: la diferencia entre el pueblo y el individuo ¿no es la diferencia entreel macrocosmos y el microcosmos? es un aspecto de nuestra ceguera el de dar demasiadaimportancia a la distinción entre las cosas grandes y las pequeñas; después de todo, laexperiencia del valor del átomo debería habernos desengañado.De todos modos, el cometido histórico del juez no está solamente en reconstruir un hecho:cuando en un proceso por homicidio se ha establecido la certeza de que el imputado, con un tirode pistola ha matado a un hombre, no se sabe todavía de él todo lo que es necesario saber paradeberlo condenar. El homicidio no es solamente haber matado, sino haber querido matar. Estoquiere decir que el juez no debe limitar su investigación a los aspectos externos o sea a lasrelaciones del cuerpo del hombre con el resto del mundo, sino que debe descender, mediante suinvestigación, al alma de aquel hombre. Y cuando se dice alma o espíritu o psiquis, como hoyprefiere la gente culta, se alude a una región misteriosa de la cual no conseguimos hablar sinomediante metáforas. Es necesario ir con cautela en la investigación en este terreno. El peligro másgrave es el de atribuir a otro el alma nuestra, o sea el de juzgar lo que él ha sentido, comprendido,querido, según lo que nosotros sentimos, comprendemos, queremos.Ciertamente, no se puede juzgar de la intención más que a través de la acción, o sea de loque el hombre hace. Pero de todo lo que hace, no de una parte solamente. La acción del hombreno es el acto singular, sino todos sus actos en conjunto. Aquí el concepto que nos puede orientar es el del individuo, precisamente porque expresa la idea de la indivisibilidad; individuo no quieredecir otra cosa que indivisible. Un hombre se denomina individuo para significar, en una palabra,que no se puede hacer su historia a trozos. Lo que el hombre ha querido no se puede conocer sino a través de lo que el hombre es; y lo que el hombre es se conoce solamente de toda suhistoria. El yo de cada uno de nosotros es un centro al cual se refieren y en el cual se unificantodos nuestros actos. cada uno de nuestros actos se relaciona con este principio. Físicamente elacto puede ser considerado en sí; psicológicamente, no. La voluntad de un acto es el principio; yel principio no se encuentra sino al final de la historia de un hombre. Esto quiere decir, en unapalabra, que cuando el juez ha reconstruido un hecho no ha recorrido más que la primera etapadel camino; más allá de esta etapa el camino prosigue, porque le queda por conocer la vida enteradel imputado.Esta verdad, que espero haber enunciado con bastante claridad, se encuentra actualmentereconocida por las leyes penales modernas. Hay un artículo de nuestro código en el que seimpone la obligación al juez de tener en cuenta "la conducta y la vida del reo, anterior al delito; laconducta contemporánea o subsiguiente al delito; las condiciones de vida individual, familiar ysocial del reo". Esta es una norma que conocen solamente los juristas; pero también el hombre dela calle la debe conocer, porque el hombre de la calle debe saber que la ley penal declarasolemnemente el deber de realizar en el proceso una cosa que, por el contrario, no se hace ni sepuede hacer. De esto debería resultar para él un escándalo; pero a fin de que los escándalospuedan beneficiar, deben ser conocidos. Este es precisamente el fin que la Voz de San Jorge sepropone.Lo que la ley quiere es precisamente que el juez haga, toda entera, la historia delimputado. Lo que supone, ante todo, que el juez tenga el tiempo y la paciencia de hacérselacontar por él; después deberá verificar el relato, pero entretanto debe conseguir que le hagan esterelato. Basta enunciar tal necesidad para poner en claro la paradoja, e incluso el absurdo, delproceso penal. En realidad, el juez no tiene la paciencia, y si la tuviese no dispondría del tiemponecesario, para escuchar la historia del imputado ni siquiera en sus aspectos más importantes; ysi la escuchase en cuanto a esos aspectos, todavía no habría escuchado la historia verdadera,

porque la historia verdadera está formada también por las cosas pequeñas, las cuales, para elconocimiento de un hombre, cuentan mucho más que las grandes; he advertido ya, por lo demásque la diferencia entre lo grande y lo pequeño no es más que un efecto de la limitación de lossentidos y de la inteligencia del hombre.Y tanto más es imposible el oficio de historiador, que la ley asigna al juez, en cuentoescuchar la historia del imputado exige, en primer lugar, que se supere su desconfianza, primeracondición para un relato sincero; y la desconfianza no se vence más que con la amistad, la cual,entre el juez y el imputado, en la mayor parte de los casos, es un sueño. Si se agrega que elrelato, naturalmente, debería ser objeto de comprobación, y que así la investigación asumiría encada proceso dimensiones imponentes, es fácil concluir que el cometido histórico del juez penal,en cuanto se refiere al desenvolvimiento espiritual, que conduce al delito, es, en la mejor de lashipótesis, burdamente aproximativa.No se ha de creer que el ambiente de los juristas haya permanecido insensible a esteescándalo. Hace ya mucho tiempo que los juristas se han dado cuenta de que para el juicio penales necesario, además de conocer el hecho, conocer al hombre; y conocer al hombre no es posiblesin reconstruir su historia: la disposición que he recordado hace un momento ha sido introducidapor mérito de la ciencia en el Código Penal italiano. Y se han dado cuenta además los juristas deque los medios de que dispone el juez para conocer al hombre son absolutamente inadecuados:por eso, últimamente se ha manifestado un movimiento dirigido a procurarle la ayuda de unexperto en psicología. También este será, desde luego, un paso adelante, cuando se pueda dar;pero no se debe atribuir a la psicología capacidad y méritos mayores de los que ella posee. Loslímites de la psicología son los límites de la ciencia, esto es, poco más o menos, los límites delanálisis; aun cuando la materia haya sido removida hasta sus más íntimos rincones, no es de estemodo como se puede captar el secreto de la vida; y el secreto del espíritu es el secreto de la vida.Todo lo que puede hacer el psicólogo es algo análogo a lo que hace el estudioso de anatomíasobre el cuerpo del hombre; pero el espíritu es, esencialmente, unidad. No el camino de lapsicología, sino el de la amistad puede conducir al hombre al corazón del otro hombre: y esecamino, desgraciadamente, le está cerrado al juez.Estas cosas os las digo no para excitaros a despreciar el proceso penal y los hombres quehan construido y que maniobran su dispositivo. Estos hombres han tenido y tienen todavía susculpas, que no deben ser ocultadas, pero que tampoco se deben exagerar; sobre todo debemosreconocer que son pobres también ellos, como nosotros, y que las cosas perfectas nadie las sabehacer. En el fondo, el escándalo no está en los hombres sino en las cosas. Es el proceso penal,en sí, la pobre cosa a la cual está asignado un cometido demasiado alto para poder ser cumplido.Esto no quiere decir que se pueda prescindir de él; pero si hemos de reconocer su necesidad,debe reconocerse igualmente su insuficiencia. En esto está verdaderamente una condición de lacivilidad, la cual exige que se trate con respeto no solo al juez sino también al que ha de ser juzgado e incluso al condenado. Nos debemos contentar, desgraciadamente, con la historia delimputado, como el juez la puede hacer; pero no debemos fundar sobre ella nuestro juicio y, sobretodo, nuestro desprecio.Tanto más que la historia del individuo, como el juez la puede hacer, por la naturalezamisma del proceso penal, es una historia irremediablemente incompleta. Un hombre es, desdeluego, su historia: pero su historia está compuesta no solo por su pasado sino también por sufuturo. Yo soy no solo lo que he sido sino también lo que seré. El presente es síntesis del pasadoy del futuro. Esto es tan cierto que el propio Código Penal quiere que el juez tenga en cuenta laconducta del reo tanto anterior como subsiguiente al delito. Pero el juez, forzosamente, debedetener la historia, si no en el momento del delito, en el momento del juicio: lo que viene despuésno lo puede tener en cuenta porque no lo puede adivinar; sin embargo, aun cuando ignorado,también el futuro es real. El juicio, para ser justo, debería tener en cuenta no solamente el mal,que uno ha hecho, sino también el bien que hará, no solamente su capacidad para delinquir, sinotambién su capacidad para redimirse. Pero a fin de que este juicio, que para ser justo debe ser entero, pueda realizarse, debería hacerse después que el hombre ha terminado su vida. No sepueden obtener las sumas de un balance, diría un hombre de negocios, más que al fin delejercicio. Tal es la razón por la cual el proceso de beatificación se hace por la Iglesia sobre elmuerto, no sobre el vivo. Hay siempre tiempo, mientras se alienta, para que un canalla se

convierta en santo o un santo en canalla: valga el ejemplo evangélico del ladrón crucificado. Encambio, al contrario de lo que ocurre con el proceso de beatificación, el proceso penal debehacerse durante la vida. En la mejor de las hipótesis, no se puede atribuir al juicio que en él sepronuncia más que un valor provisional: este, por ahora, es un canalla a menos que... no seconvierta en un santo; también el ladrón crucificado, mientras no lo han clavado en la cruz,mientras no ha pronunciado, ya agonizante, la sublime palabra del arrepentimiento, era un canalla;pero con aquella palabra ha rescatado toda su iniquidad.Nos hemos entendido, así lo espero, sobre el valor de estas reflexiones mías a los fines dela civilidad. Yo no tengo la menor intención de desacreditar el proceso penal más allá de loslímites en que su imperfección podría ser eliminada con un poco más de atención y de buenavoluntad. Sin embargo, la civilidad exige que no se le atribuya un valor del que no tanto carececuanto no puede llegar a tener. El imputado debería ser considerado con el mismo respeto que seconcede al enfermo en manos del médico o del cirujano. Una tal equiparación entre el enfermo yel preso ha sido hecha por Jesús: no debemos olvidarnos de ello.

VIIIEL PASADO Y EL FUTURO EN EL PROCESO PENALPero ¿por qué, pues, el juez hace historia? Aquello que ha sido, ha sido;factum, infectumfieri nequit , decían una vez; nadie puede hacer volver atrás el tiempo. Ninguno, ni siquiera Dios,ha dicho un día, en polémica conmigo, nada menos que undoctísimoreligioso; y a mí me haparecido una blasfemia, aun cuando inconsciente. Pero dejemos estar este tema porque, sivolviéramos sobre él, se perdería el hilo del discurso. Agua pasada no mueve molino; una grantentación emana de este proverbio: en absoluto la desesperación. ¿No hay, pues, remedio para elpasado? Si no fuese así ¿por qué se haría el proceso penal? Una oscura intuición ha llevadosiempre a los hombres a creer que exista un remedio. El delito es un desorden y el proceso sirvepara restaurar el orden; esta es la intuición. Pero ¿cómo se forma el orden en lugar del desorden?La verdad intuida es que el remedio al pasado está en el futuro. No otra cosa que estaverdad intuida guía a los hombres a reconstruir la historia. En un tiempo esta intuición hablaencontrado su fórmula, cuando se decía que la historia es maestra de la vida. Actualmente no sedice ya; y parece un paso adelante en el camino del saber. También el camino del saber, comotodos los caminos que conducen hacia lo alto, tiene sus falsos planos y sus trayectos endescenso; es cierto que habiendo perdido, por decir así, el contacto entre el pasado y el futuro,nos hemos alejado, más que aproximado, de la cima. Quizá uno de los caracteres de la crisis esprecisamente este, que denominaría el desinterés por el futuro. Incluso ha habido un filósofo,venerado por los italianos y no solamente por ellos, que ha negado al hombre la posibilidad deprever. Pocas responsabilidades de la filosofía son más graves que esta. La ceguera de estospretendidos conductores de hombres, los cuales no saben que el único problema del hombre es elproblema del futuro, hace venir a la mente las palabras del Evangelio: "¿cómo puede un ciegoguiar a otro ciego, sin que uno y otro se precipiten en el foso?”. El hombre no tiene otro modo pararesolver el problema del futuro más que el de mirar al pasado; solamente la contemplación delpasado puede permitirle captar, como en un espejo, el secreto del futuro. Si estos hubiesen sabidodesmontar, como hace un mecánico con una máquina, el prodigioso mecanismo del pensamiento,habrían comprendido, al menos, cuál es la virtud de la memoria, custodio del pasado, desde elcual la inteligencia inicia el vuelo hacia el futuro.De cualquier manera que sea si hay un pasado que se reconstruye para hacer de él labase del futuro, en el proceso penal ese pasado es el del hombre en la jaula. No existe otra razónpara establecer la certeza del delito, más que la de infligirle la pena. El delito está en el pasado, lapena está en el futuro. Dice el juez: debo saber lo que has sido para establecer lo que serás. Hassido un delincuente; serás un preso. Has hecho sufrir, sufrirás. No has sabido usar de tu libertad;serás encerrado. Yo tengo en las manos la balanza; la justicia quiere que tanto como pesa tudelito, pese tu pena.Pero ocurre que, al llegar a este punto, sucede algo que complica el problema. Estodepende del hecho de que los delitos no es bastante con reprimirlos; es necesario prevenirlos. Elciudadano debe saber antes cuáles serán las consecuencias de sus actos, para poderse conducir.Es necesario también para los hombres algo que los espante, para salvarlos de la tentación, comose espantan los gorriones con el espantapájaros a fin de que no se coman el grano. La balanza,así, pasa de las manos del juez a las del legislador. El peso se hace antes de que el ladrón robe, afin de que se abstenga de robar. Pero si se hace antes se hace no sobre el hecho; sino sobre eltipo. El tipo es un concepto, no un hecho; una abstracción, no una realidad; algo previsto, no algoacaecido. Ahora bien, el prever es, al mismo tiempo, más o menos que el ver: más que el ver,porque se agrega al ver; menos porque no se ve todo aquello que, cuando haya acaecido, severá. En suma, es un ver indistinto; se distinguen las grandes líneas; pero el acaecimiento reservasiempre, aun cuando sea conforme a la previsión, algo de nuevo. El derecho penal se debate,pues, en ese dilema: o se pone la balanza en manos del juez y entonces, si el juez es justo, elpeso será justo pero el derecho no sirve, o sirve poco, para su función preventiva; o se reserva labalanza al legislador, y entonces opera la prevención en el sentido de que el ciudadano sabeantes a qué consecuencias se expone al desobedecer la ley, pero el peso corre el riesgo de noser justo, porque lo que se pone en uno de los platillos es el tipo, no el hecho; y el tipo, decíamos,

es una abstracción, no una realidad. Entre los dos extremos del dilema la solución no puede ser más que de compromiso: por salvar la cabra y las coles no se salvan ni la cabra ni las coles (no esposible nadar y guardar la ropa).Por eso, en primer lugar, la técnica penal recurre a la multiplicación de los tipos. Hay unaespecie de muestrario cada vez más numeroso, que se pone a disposición del juez a fin de que élesté en situación de encontrar el tipo que se asemeja más al hecho en su concreción. Y puestoque la vida social, y con ella la delincuencia, se complica cada vez más, también el Código penal,incluso el conjunto de las leyes penales (las cuales, actualmente, no están ya todas ellascontenidas en el Código, y hasta puede decirse que la mayor parte de ellas están fuera), seconvierte en una especie de laberinto. El juez, naturalmente, debe saberse mover en estelaberinto; para eso debe ser un jurista. Lo que no deja de ser un peligro, y tanto es así que lasCortes de Assises (tal es el nombre que se da a los colegios juzgadores llamados a juzgar losgrandes delitos) están compuestas en parte, incluso en la menor parte, por juristas; y, en cuanto alresto, por profanos en derecho. El peligro está precisamente en esto, en que, habituado al tipo, el juez jurista se olvida del hombre; que viva, en suma, en un mundo abstracto, en lugar de vivir en elmundo concreto; que confunda los fantoches con los hombres y los hombres con los fantoches.El hombre de la calle, al asistir a un proceso, tiene la impresión fastidiosa, y alguna vezangustiosa, de esta separación de la vida; cuando oye disputar en torno a la interpretación de esteo de aquel artículo del Código penal o del Código de procedimiento penal, es inevitable que sepregunte si este mecanismo tan implicado y complicado no es una cosa diabólica creada por gente que ha perdido el don de la simplicidad y del buen sentido; gran parte de la mala fama delos abogados y, en general, de los hombres de leyes, se debe a esta desazón y a este disgusto.Se produce, de este modo, una fractura entre el pueblo y la justicia, o mejor dicho laadministración de la justicia, que es ciertamente nociva para la civilidad. No hay otra cosa quehacer para restablecer la confianza más que advertir que la justicia, tal como se puede obtener por la obra de los jueces en el proceso, es aquel poco de justicia que a nosotros pobres hombres,limitados y finitos como somos, nos está consentida. No hay nada más peligroso que cultivar lasilusiones en torno a este punto fundamental del problema de la civilidad.El derecho no puede hacer milagros y el proceso todavía menos. Mientras las leyes sonobedecidas, todo va bien, o, al menos, permanecen ocultos los defectos; es la desobediencia laque los hace salir fuera. El proceso, se ha dicho, y el proceso penal más que ningún otro,descubre las contradicciones del derecho, el cual se ingenia como puede para superarlas. Ahoraha salido a la luz el contraste, en materia de la determinación de la pena, entre el juez y ellegislador; a los fines de la represión, esta determinación debería corresponder al juez; a los finesde la prevención, al legislador. Aparece un mecanismo empírico que ata las manos al juez, perono excesivamente: la ley, en vez de una pena fija, establece por lo general un mínimo y unmáximo, que marcan los límites de la libertad del juez: una especie de libertad vigilada; en todocaso una medida, que no consigue, no ya resolver, ni siquiera ocultar la contradicción. Pero nohay nada que hacer: es la eterna antinomia entre lo uno y lo múltiple, dentro de la cual se debatela vida del hombre.Por esta antinomia, que el hombre no es capaz de resolver, esta viciado también elderecho y, sobre todo, el proceso. En el momento en que el juez ha logrado dar cumplimiento a sucometido de historiador (y hemos visto las dificultades que se oponen a su cumplimiento), cuandoha reconstruido el pasado y debe adecuar a este el porvenir, cuando pesa sobre él con mayor gravedad la exigencia de la justicia, que consiste precisamente en esta adecuación, en elmomento en que tendría necesidad a tal fin de toda su libertad, he aquí que la ley le ata las manosconstriñéndolo a juzgar, en lugar de un hombre, un fantoche. Esta sustitución, en el momentoálgido del drama, denuncia una vez más la pobreza de la justicia humana. Hay, entre otros, casosen los que es claro que ha bastado el proceso, o mejor aquella fracción del proceso que se hadesarrollado para reconstruir la historia, con todos sus sufrimientos, con todas sus angustias, contodas sus vergüenzas, para asegurar el porvenir del culpable en el sentido de que ha comprendidosu error y no solo lo ha comprendido sino que, con aquel peso de sufrimiento, de angustia, devergüenza, lo ha expiado, y el resto del proceso, su prolongación por la condena y con laejecución de ella no es otra cosa que una pérdida total para el individuo y para la sociedad; si el

juez fuese libre, estos son los casos en que diría como Jesús a la adúltera: "Ve y no peques más";pero tiene desgraciadamente, atadas las manos.No se debe protestar contra la ley. De acuerdo, en cuanto a esto: no se puede protestar contra la necesidad; pero no se puede ocultar que derecho y proceso son una pobre cosa y esesto verdaderamente, lo que se necesita para hacer avanzar la civilidad.

IXLA SENTENCIA PENALReconstruida la historia, aplicada la ley, el juez absuelve o condena. Dos palabras que seoye pronunciar continuamente, pero cuyo significado profundo es necesario descubrir.Deberían querer decir: el imputado es inocente o culpable. El juez debe, sin embargo,escoger entre el no del defensor y el sí del ministerio público. Pero ¿y si no puede escoger? Paraescoger debe haber una certeza, en sentido negativo o en sentido positivo: ¿y si no la hay? Laspruebas deberían servir para iluminar el pasado, donde antes había oscuridad: ¿y si no sirven?Entonces dice la ley, el juez absuelve por insuficiencia de pruebas; ¿y qué quiere decir eso? Noque el imputado es culpable, pero tampoco que es inocente; cuando es inocente, el juez declaraque no ha cometido el hecho o que el hecho no constituye delito. El juez dice que no puede decir nada, en estos casos. El proceso se cierra con un nada de hecho. Y parece la solución más lógicade este mundo.Bien: ¿pero y el imputado? Que uno sea imputado quiere decir que probablemente, ya queno ciertamente, ha cometido un delito; el proceso o, mejor, el debate sirve, precisamente, pararesolver la duda. En cambio, cuando el juez absuelve por insuficiencia de pruebas, no resuelvenada: las cosas quedan como antes. La absolución por no haber cometido el hecho o porque elhecho no constituye delito, cancela la imputación; con la absolución por insuficiencia de pruebas,la imputación subsiste. El proceso no termina nunca. El imputado continúa siendo imputado por toda la vida. ¿No es un escándalo también esto? Nada menos que una confesión de la impotenciade la justicia. Pero ¿puede la justicia confesarse impotente? Y, sin embargo, si lo es, ¿no es justala confesión? ¿No sería peor si el juez declarase la inocencia o la culpabilidad cuando no estáconvencido de la una ni de la otra? La sentencia se resolvería en una mentira. El proceso llega asía un callejón sin salida, del cual no es posible escapar. O mentir o declarar la quiebra: una víaintermedia no existe. Y no se puede censurar ni a las leyes ni a los hombres: así es la necesidad ylo que se puede decir es solamente que, también a este respecto, el proceso penal es una pobrecosa; y debemos sacar de ello las consecuencias en cuanto al comportamiento a observar respecto de aquellos que resultan afectados.Tanto más grave es la deficiencia, que ahora se ha puesto en claro, en cuanto si elimputado no es culpable, la declaración de su inocencia es el único modo para reparar el dañoque injustamente se le ocasionó. Verdaderamente, si no ha cometido el delito, quiere decir notanto que debe ser absuelto cuanto que no debía ni siquiera ser imputado. No habrá existidomalicia por parte de quien lo ha sospechado; habrá sido uno de aquellos errores a los cuales,desgraciadamente, nosotros los hombres estamos irreparablemente sujetos; la culpa será de lascircunstancias que han engañado a la policía, al ministerio público, al juez instructor; pero, ensuma, ha existido un error; la sentencia de absolución por no haber cometido el hecho o por inexistencia de delito contiene no solamente la declaración de la inocencia del imputado sino, almismo tiempo, la confesión del error cometido por aquellos que lo han arrastrado al proceso. Por poco que se reflexione, aparece claro que los errores judiciales, aun de gran importancia, sonmucho más numerosos de lo que se cree. Todas las sentencias de absolución, excluida laabsolución por insuficiencia de pruebas, implican la existencia de un error judicial. La gente,cuando oye hablar de error judicial, piensa en el pobre Panadero, esto es, en el error descubiertodespués de la condena, durante la expiación e incluso cuando el condenado ha terminado depenar. Estos son, ciertamente, los casos más dolorosos; pero forman parte de una serieincomparablemente más numerosa. Con las estadísticas en la mano, y puesto que todas lasprovidencias de absolución se resuelven en la comprobación de un error judicial, vendrían a la luzque harían estremecer.La gente, cuando el juez absuelve, especialmente en los procesos célebres, ensalza a la justicia; y tiene razón, porque es siempre una fortuna y un mérito darse cuenta del error; peroentretanto el error ha ocasionado sus daños ¡y que daños! Estos daños ¿quién los repara? No sedebe confundir, ciertamente, la culpa con el error profesional; esto quiere decir que lasequivocaciones, que no se deban atribuir a impericia, a negligencia a imprudencia, sino, por el

contrario, a la insuperable limitación del hombre, no dan lugar a responsabilidad de quien lascomete; pero es precisamente esta irresponsabilidad la que señala otro aspecto en demérito delproceso penal. Es un hecho que este terrible mecanismo, imperfecto e imperfectible, expone a unpobre hombre a ser llevado ante el juez, investigado, no pocas veces arrestado, apartado de lafamilia y de los negocios, perjudicado por no decir arruinado ante la opinión pública, para despuésni siquiera oír que se le dan las excusas por quien, aunque sea sin culpa, ha perturbado y enocasiones ha destrozado su vida. Son cosas que, desgraciadamente suceden; y una vez más, aunsin protestar, ¿no deberemos al menos reconocer la miseria del mecanismo, que es capaz deproducir estos desastres, y que es hasta incapaz de no producirlos? Menos mal cuando el error esreconocido relativamente pronto, antes del debate, con la absolución por parte del juez instructor o, a lo más, al final del debate de primer grado; pero no son raros los casos en los cuales,después de una primera condena, la absolución llega más tarde, al final de un vía crucis, que noes raro dure algunos años: aquel diplomático italiano, que fue acusado de haber matado a lamujer en Thailandia, ha pasado catorce años en prisión preventiva antes de que, con laabsolución pronunciada, hace tiempo, por la Corte de apelación de Bolonia, se haya reconocidosu inocencia.Es pues, precisamente la hipótesis de la absolución la que descubre la miseria del procesopenal, el cual, en tal caso, tiene el único mérito de la confesión del error. El error del cual la genteno se da cuenta, y no solo los hombres de la calle, sino incluso los expertos del derecho: noconozco un jurista, con excepción de quien os habla, que haya advertido que toda sentencia deabsolución es el descubrimiento de un error. De este modo, o por negligencia o por falso pudor, seocultan las miserias del proceso penal que deben, en cambio, ser conocidas y sufridas a fin deque se califique, como se debe, a la justicia humana.Por el contrario, cuando el juez está convencido de la culpabilidad del imputado, entoncescondena. Pero ¿y si se hubiese equivocado? La amenaza del error pende, como la espada deDamocles, sobre el proceso. Resuena, en el fondo de toda sentencia, la divina admonición: "no juzguéis". La ley hace lo que puede para garantizar la sentencia contra el error. No se trata aquíde someter a una crítica las medidas que la ley toma a este respecto. Y tampoco de describirlas:la gente sabe, poco más o menos que la sentencia de primer grado puede ser revisada por el juezde apelación, y la sentencia de apelación por la corte de casación: y no sería en absoluto útilexplicar este mecanismo complicado y tampoco hacer observar sus graves y, después de todo,irremediables defectos. No se debe desconocer que, no obstante estos defectos, el mecanismohasta un cierto punto sirve para garantizar el proceso contra el error: hasta el punto,aproximadamente, en que es posible; pero una garantía absoluta no se puede dar. También el juicio de los jueces superiores está expuesto, como el de los jueces inferiores a este peligro, tantomás que si de un lado, ellos se encuentran, respecto de aquellos, en una posición ventajosa, deotro lado, especialmente en cuanto al juicio histórico, los medios de que dispone son todavía másimperfectos; basta pensar que en el proceso de apelación, de ordinario, no son examinados denuevo los testigos y el juicio se forma sobre las actas, las cuales no dan ni pueden dar de lostestimonios más que una representación mutilada, a menudo deformada, y hasta incomprensible.Sin embargo, al llegar a un cierto punto, es necesario terminar. El proceso no puede durar eternamente. Es un final por agotamiento, no por obtención del objeto. Un final que se asemeja ala muerte más que al cumplimiento. Es necesario contentarse. Es necesario resignarse. Los juristas dicen que, al llegar a un cierto punto, se forma la cosa juzgada; y quieren decir que no sepuede ir más allá. Pero dicen también:res iudicata pro veritate habetur , la cosa juzgada no es laverdad, pero se considera como verdad. En suma, es un subrogado de la verdad. Estas cosas,que los juristas saben, también los demás las deben saber. Después de todo, es fácil que, conaquel aparato solemne de la cátedra, de las togas, de la jaula, de los penachos de los carabinerosdetrás del presidente, del ministerio público que acusa, de los abogados que defienden, delpúblico que asiste tenso y apasionado, aquellos se hagan la ilusión de que la que sale de loslabios de los jueces, al final, sea la verdad. Y puede también ocurrir que sea la verdad; sinembargo, nadie lo sabe; puede ser así, pero puede también no serlo.En Asis, un día, hablando del preso, lo he definido con estas palabras: uno que puede ser culpable. He tenido la impresión de que quienes me escuchaban hayan quedado horrorizados.Pero son las cosas que se deben saber a los fines de la civilidad.

XEL CUMPLIMIENTO DE LA SENTENCIAComo quiera que sea, absolución o condena, el proceso termina cuando el juez ha dicho laúltima palabra.También esta es una impresión, al menos en parte, falaz. Termina, es cierto, con laabsolución: quiero decir, cuando la absolución se convierta en cosa juzgada. Y dejemos estar sies justo que ocurra así; es siempre posible que más tarde surjan nuevas pruebas, de las cualesresulte con certeza que el imputado absuelto era culpable; el por qué, en este caso, él debía gozar de la impunidad, es algo que difícilmente se comprende; pero no es la crítica de la ley lo que yoquiero hacer desde este púlpito.En cambio, en el caso de condena, el proceso no termina en absoluto. Cuando se trata decondena, nunca está dicha la última palabra: el imputado absuelto, aun cuando surjan nuevaspruebas contra él, está actualmente, bien o mal, a seguro; pero el condenado, en ciertos casos (ydejemos estar, también aquí la crítica de la ley, que es igualmente, en este aspecto, muyimperfecta) tiene derecho a la revisión o sea, con muchas cautelas, a la reapertura del proceso.Como quiera que sea, y aun prescindiendo de esta reviviscencia, la condena no significaen absoluto el final del proceso: quiere decir, por el contrario y a diferencia de la absolución, que elproceso continúa; solamente que su sede se transfiere del tribunal a la penitenciaría. Lo que sedebe entender es que también la penitenciaría está comprendida, con el tribunal, en el palacio de justicia. Es una idea esta que nada tiene de clara aun en la mente de los juristas; pero debe ser aclarada en interés de la civilidad. Incluso aquí se presenta el nudo del problema en el terreno dela civilidad.Le ocurre a la gente, incluidos los juristas, en cuanto a la condena, algo de análogo a loque ocurre cuando un hombre muere: el pronunciamiento de la condena, con el aparato que todosconocen, más o menos, es una especie de funeral; terminada la ceremonia, una vez que elimputado sale de la jaula y lo toman en su poder los carabineros, se reanuda para cada uno denosotros la vida cotidiana y, poco a poco, en el muerto no se piensa más. Bajo un cierto aspectose puede también asemejar la penitenciaría al camposanto; pero se olvida que el condenado esun sepultado vivo.No es necesario mucho para comprender que, en vez de camposanto, debería ser unhospital; pero basta haber entendido esto para descubrir el error de quien piensa que, con lacondena, el proceso haya terminado. La condena, mirándolo bien, no es más que una diagnosis:¿no es también la diagnosis un juicio? El médico cuando, al final de sus investigaciones, establecela existencia de la enfermedad, pronuncia también él una sentencia, y hasta una condena;también a él le ocurre, lo mismo que al juez, absolver o condenar, según que contemple en elpaciente un sano o un enfermo. Pero ¿a quién se le ocurre que el médico, con la diagnosis hayallenado su cometido? El juez, con la sentencia de condena, hace la diagnosis y prescribe lacuración: también la curación, pues, es obra de justicia; ¿o es que tal obra debe detenerse cuandoha comprobado que alguno es un delincuente sin preocuparse de hacer todo cuanto es posible afin de que se convierta en un hombre honrado?La penitenciaría es, verdaderamente, un hospital, lleno de enfermos del espíritu, en lugar de enfermos del cuerpo, y, alguna vez, también del cuerpo; pero ¡qué hospital tan singular! En elhospital, antes que nada, el médico, cuando se da cuenta de que la diagnosis es equivocada, lacorrige y rectifica la curación. En la penitenciaría, en cambio, está prohibido actuar así. No es unhospital, donde no existan médicos ni enfermeras: el director de la penitenciaría y los otros, que leayudan en la dirección, no están desprovistos en absoluto de aquellos conocimientos que puedanservir para el conocimiento de sus enfermos; y a menudo atienden a ello con inteligencia, conpaciencia y hasta con abnegación. Sin embargo, a estos médicos la diagnosis del juez les estáimpuesta con la autoridad, precisamente, de la cosa juzgada; la experiencia de la marcha de laenfermedad no cuenta para nada: el juez ha dicho diez, veinte, treinta años, y diez, veinte, treintadeben ser, aun cuando la experiencia demuestre que son demasiados o que son demasiado

pocos porque, aun antes del período establecido, el enfermo ha recuperado la salud o bien, por elcontrario, el período ha transcurrido inútilmente.Dicen, fácilmente, que la pena no sirve solamente para la redención del culpable sinotambién para la admonición de los otros, que podrían ser tentados a delinquir y que por eso se losdebe asustar; y no es este un discurso que deba tomarse a broma; pues al menos deriva de él laconocida contradicción entre la función represiva y la función preventiva de la pena: lo que la penadebe ser para ayudar al culpable no es lo que debe ser para ayudar a los otros; y no hay, entreestos dos aspectos del instituto, posibilidad de conciliación. Lo menos que se puede concluir deello es que el condenado, el cual, aun habiendo quedado redimido antes del término fijado para lacondena, continúa en prisión porque debe servir de ejemplo a los otros, es sometido a un sacrificiopor interés ajeno; este se encuentra en la misma línea que el inocente, sujeto a la condena por uno de aquellos errores judiciales que ningún esfuerzo humano conseguirá nunca eliminar.Bastaría para no asumir frente a la masa de los condenados aquel aire de superioridad quedesgraciadamente, más o menos, el orgullo, tan profundamente anidado en lo más íntimo denuestra alma, inspira a cada uno de nosotros; ninguno, verdaderamente sabe, en medio de ellos,quién sea o no sea culpable y quién continúe o no continúe siendo.Como quiera que sea, aun cuando la pena debe servir para asustar a los otros, debería almismo tiempo servir para redimir al condenado; y redimirlo quiere decir curarlo de su enfermedad.A cuyo fin se debería saber en qué consiste su enfermedad. Aquí las cosas que se han de decir son las más simples y las más amargas; mientras la medicina del cuerpo ha realizado progresosmaravillosos, la medicina del espíritu se encuentra todavía en un estadio infantil. Cristo, hastaahora, sobre este tema, ha predicado en el desierto. Al colocar al preso, junto al enfermo, en lacima de la escala de los pobres. Él ha dicho bien claro que la delincuencia es una forma depobreza: al hambriento le falta la comida, el agua al sediento, el vestido al desnudo, la casa alvagabundo, la salud al enfermo; ¿que es lo que le falta, pues, al preso? Cristo, al invitarnos avisitarlo ha hablado claro: la visita es un acto de amistad. Es muy simple: ¿no es el delito, encambio, un acto de enemistad? Parece imposible que el estudio del delito haya presentado tantasdificultades y tantas complicaciones. ¿Cómo no recordar las otras palabras de Cristo: "te doy lasgracias, Padre, porque estas cosas las has revelado a los pequeños y las has ocultado a lossabios"? Es necesario ser pequeños para comprender que el delito se debe a una falta de amor.Los sabios buscan el origen del delito en el cerebro; los pequeños no olvidan que, precisamentecomo ha dicho Cristo, los homicidios, los robos, las violencias, las falsificaciones vienen delcorazón. Es al corazón del delincuente al que, para curarlo, debemos llegar. Y no hay otra víapara llegar a él sino la del amor. La falta del amor no se colma más que con el amor. " Amor che anullo amato amar perdona". La cura de la que el preso tiene necesidad es una cura de amor.¿Y el castigo? La pena, sin embargo, debe ser un castigo. De acuerdo; pero el castigo noes en absoluto incompatible con el amor. El padre que no emplea el bastón no ama al hijo, se diceen la Biblia. El castigo, para un corazón de padre, exige más amor que el perdón, precisamenteporque, al castigar al hijo, se castiga a sí mismo; no hay corazón de padre que no sangre por elsufrimiento del hijo. El amor por el condenado no excluye en absoluto la severidad de la pena.Bajo este aspecto, por fortuna, no existen antinomias en el instituto de la pena, sino solamenteuna batalla a combatir, en nombre de la civilidad.La batalla no es por la reforma de la ley sino por la reforma de la costumbre. La ley,especialmente con las modificaciones más recientes, hace por el condenado lo que puede. No esnecesario pretender todo del Estado. Desgraciadamente este es uno de los hábitos que se vanconsolidando cada vez más entre los hombres; y también este es un aspecto de la crisis de lacivilidad. Sobre todo no se debe pedir al Estado lo que el Estado no puede dar. El Estado puedeimponer a los ciudadanos el respeto, pero no les puede infundir el amor. El Estado es ungigantesco robot, al cual la ciencia le ha podido fabricar el cerebro pero no el corazón. Lecorresponde al individuo sobrepasar los límites, en los cuales debe detenerse la acción delEstado. Al llegar a un cierto punto, el problema del delito y de la pena deja de ser un problema jurídico para seguir siendo solamente, un problema moral. Cada uno de nosotros estácomprometido, personalmente, en la redención del culpable y responde de ella. A darle, en últimoanálisis, tal conciencia y a hacerle sentir tal responsabilidad están dirigidas estas conversaciones.Ya desde el principio, mientras se desarrolla el proceso para la comprobación del delito, antes, en

suma, de la absolución o de la condena, el comportamiento de cada uno de nosotros puede tener una influencia notable para facilitar su curso y, en todo caso, para disminuir los sufrimientos que elproceso ocasiona. En otros términos, cada uno de nosotros es un colaborador invisible de losórganos de la justicia. Pero, hasta la condena, puede bastar el respeto.Después de la condena no basta ya. El condenado es el pobre, por excelencia, en sudesnudez. No hay una necesidad más angustiosa que la necesidad del amor. Es necesario verlos,dentro del burdo uniforme a grandes rayas, hecho para separarlos de los otros hombres, alzar sobre nosotros una mirada, en la cual se expresa, aun cuando trate de ocultarse, el sentidomortífero de su inferioridad, para comprender el bien que puede proporcionar a ellos una sonrisa,una palabra, una caricia. Un bien del cual en un primer momento no se dan cuenta. Al cual inclusopueden, al principio, tratar de resistir, pero que después, poco a poco, se insinúa en ellos, seapodera de ellos, los conquista, los endulza, exprime de su corazón sentimientos que parecíansepultados y de sus labios palabras que parecían olvidadas. Es necesario haber vivido estaexperiencia para comprender que nuestro comportamiento frente a los condenados es el índicemás seguro de nuestra civilidad.

XILA LIBERACIÓNFinalmente, para el preso, llega el día de la liberación. Y entonces, el procesoverdaderamente ha terminado.Es decir: el día de la liberación puede llegar de seguro; pero a condición de que seentienda la verdadera liberación de la prisión, que es nuestra finitud, y no quiero tampoco decir denuestro egoísmo, ya que basta decir de nuestro yo; la puerta está siempre abierta para evadirse yno son necesarios grandes esfuerzos a tal objeto; basta sentir el peso de nuestra soledad y con élla necesidad del otro que está próximo; cuando se siente la necesidad del otro se termina por sentir la necesidad de Dios. Muchos conciben a Dios como infinitamente distante y se imaginanque es necesario para alcanzarlo un interminable camino; pero no recuerdan la respuesta que Él adado a Blas Pascal: puesto que me buscas, me has encontrado ya. Dios está siempre próximo alhombre; lo infinito está al borde de lo finito; no es necesario más que reconocerlo, lo que,probablemente, en la cárcel es más fácil que fuera. Una vez reconocido, la cárcel se convierte enun alcázar. En este sentido, verdaderamente, la liberación está al alcance de la mano de todocondenado. No existen ni rejas ni guardianes que le puedan privar de liberarse. Pero no es deesto de lo que ahora quiero hablar. La ocasión vendrá dentro de poco.Porque si, por el contrario, la liberación se entiende en sentido físico, en lugar de espiritual,su día puede también no llegar. El pensamiento corre ahora al ergástulo, reclusión que dura por toda la vida: al ergastulano la puerta de la cárcel no se le abre sino para dejar pasar su cadáver.Esto quiere decir que para él, el proceso no tiene fin. Y puesto que la penitenciaría es, o deberíaser, un sanatorio para recuperar las almas enfermas, la condena al ergástulo es la declaración deque el alma de un hombre está perdida para siempre. El tono lúgubre de estas palabras inspira unsentido de horror; pero no para aquel a quien están dirigidas, sino para aquel que las hapronunciado. La Corte de casación italiana en secciones unidas, que es la más alta expresión dela justicia humana en nuestro país, no solo ha negado, hace pocos meses lo inhumano delergástulo cuanto la seriedad de quien ha sostenido ese carácter inhumano. Paciencia. No hay quelevantarse ni inquietarse contra este juicio. También la Casación es un juez, y como todos los jueces, puede equivocarse. Desgraciadamente, los jueces yerran tanto más fácilmente cuantomás seguros se crean de no yerran. Mientras el magisterio de la Iglesia, si con el proceso debeatificación declara la certeza de elevación de un santo al paraíso, no conoce un proceso dirigidoa verificar el precipicio de un réprobo al infierno, y los teólogos, temerosos de escrutar en elcorazón de los hombres y más aún en el corazón de Dios, no osan afirmar la condena al infiernoni siquiera de Judas, la magistratura italiana, por la voz de su órgano más insigne, ha declaradoconforme a la humanidad el que un hombre sea condenado para toda la vida, esto es, que la penade la reclusión, como la del infierno, no tenga nunca fin. Si fuera necesario una prueba más de lamiseria del proceso, la misma nos ha sido proporcionada.Pero también para los reclusos no condenados al ergástulo, puede ocurrir que no llegue eldía en que salgan vivos, de la prisión. Un terrible aspecto de la condena a la reclusión, aún por unperíodo breve, es este de que nadie está seguro de no morir dentro de aquel período. Esto bastapara decir que el proceso penal, el cual no cesa con la condena sino que sigue con la expiación,puede durar hasta la muerte. La eventualidad de la muerte en la cárcel es el riesgo más grave delencarcelamiento. Y no porque una interpretación benévola de la disciplina carcelaria no consientaal moribundo el último saludo de sus seres queridos, sino porque aquel morir le trunca laesperanza del retorno al consorcio humano. Esta, la esperanza de entrar de nuevo en el consorciohumano, de despojarse finalmente del horrible uniforme, de asumir de nuevo el aspecto delhombre libre, de retomar su puesto en la sociedad, es el oxígeno que alimenta al preso. Desde elmomento en que ha entrado en la prisión, esta es la razón de su vida. En privarlo de ella, está loinhumano de la condena por toda la vida. El condenado a ergástulo no tiene ni siquiera laconformación de contar los días. Y la de contar los días es la vida del preso.

Pero, desgraciadamente, en la mayor parte de los casos también este esperar es falaz. Elproceso, sí, con la salida de la prisión está terminado. Pero la pena, no: quiero decir el sufrimientoy el castigo.Se puede pensar, especialmente en cuanto a las condenas de larga duración, en lasdificultades ocasionadas al liberado de la cárcel por el cambio de las costumbres, de lasrelaciones interrumpidas, de los ambientes modificados todo esto no puede dejar de determinar una crisis, que podría también llamarse la crisis del renacimiento. Si no fuese porque esto, sinembargo, sería poca cosa.Por el contrario, en la mayor parte de los casos, no se trata de una crisis. La cuestión esmucho más grave. El preso, al salir de la prisión, cree no ser ya un preso; pero la gente, no. Parala gente él es siempre un preso, un encarcelado; a lo más, se diceex-carcelado; en esta fórmulaestá la crueldad y está el engaño. La crueldad está en pensar que, tal como uno ha sido, debecontinuar siendo. La sociedad clava a cada uno a su pasado. El rey, aun cuando según el derechono sea ya rey, es siempre rey; y el deudor, aun cuando haya pagado su deuda, es siempredeudor. Este ha robado; lo han condenado por esto; ha cumplido su pena, pero...En ese pero, decía, está la crueldad y está el engaño. Pero podría robar todavía: ergo, yono le doy trabajo. Así razona la gente. Y nada cuenta que, al razonar así, ante todo, en lugar derazonar se aparte de todo razonamiento; si razonase, se daría cuenta de que no ya el futurodepende del pasado, sino el pasado del futuro; si esto no fuese verdad, se negaría la redención eincluso la resurrección. La fórmula del ex resulta sacrílega precisamente por esto. Pero loshombres, que lo ven todo al revés, continúan estando persuadidos de que cada uno seguirásiendo como ha sido; y no la gente vulgar solamente, sino también los hombres de gran cultura, eincluso aquellos que hacen profesión de cristianismo. De cualquier manera, y aunque este fueseun razonar justo, olvidarían ellos que, cuando se llega a un cierto punto, no basta razonar; la razónes necesaria; pero no es suficiente. Si no existiese más que la razón, no existiría la caridad. Lacaridad, esencialmente, es locura. Si San Francisco hubiese razonado, ¿habría nunca besado alleproso, con el riesgo de contraer el contagio? Ciertamente, eso de tomar a su servicio un ex-ladrón en el propio establecimiento o en la propia casa, es un riesgo; podría estar pero tambiénpodría no estar curado. ¡El riesgo de la caridad! Y la gente razonable trata de evitar los riesgos.Indubis abstine. Así el ex-ladrón queda sin trabajo. Llama a esta puerta; llama a aquella otra: sontodas personas razonables las que podrían darle el modo de ganarse el pan. Estas personasrazonables quieren quedar garantizadas; para su garantía ¿no se ha instituido el certificadopenal? ¡Fuera, pues, el certificado penal! El ex-ladrón, así, está marcado en la frente: ¿quién hade darle trabajo? ¡Ah las ilusiones de la cárcel, cuando se contaban ansiosamente los días quefaltaban para la liberación! ¿El Estado? El Estado es un ser razonable también. Cuando se tratade proclamar los principios, especialmente en régimen de democracia, el Estado es el primero endar el ejemplo: "el imputado no es considerado culpable mientras no sea condenado por sentenciadefinitiva"; "Italia es una República fundada sobre el trabajo"; “La República tutela el trabajo entodas sus formas". Pero cuando se trata de tutelar sus intereses, también el Estado arruga lafrente. Un empleado público está bajo la sospecha de haberse apropiado de los fondos del erarioy es sometido a proceso penal; puede ocurrir que no sea cierto; puede también tratarse de pocacosa; puede ser que él se haya encontrado cargado de familia, en los tiempos que corren, en unasituación desesperada. Puede ser, pero la ley es la ley: mientras tanto, suspendido de empleo ysueldo hasta la sentencia definitiva; la Constitución lo considera todavía inocente, pero uninocente que no tiene ya derecho a ganarse el pan. Se sigue el proceso y se le infligen tres añosde reclusión; si este es su castigo, una vez transcurridos, debería volver a ser aquello que eraantes; en cambio, no: el empleo queda definitivamente perdido; para él, la salida de la cárcel es elprincipio en vez del final de un calvario. Un maestro, afectado por una condena, no puede volver atrabajar como maestro, después de haberla cumplido. Un capitán de barco, salido de la prisión, nopuede volver a ejercer nunca su profesión. No son ejemplos inventados; los he tomado los tres, demi experiencia más reciente. Por lo demás, no habría ni siquiera necesidad de ello, porque setrata de cosas más que sabidas por todos: ¿quién ignora que para aspirar a un empleo público, esnecesario que el certificado penal sea limpio?Y ni siquiera se puede discutir que esta es la exigencia más razonable de este mundo. Nique, si el Estado se comporta así, los ciudadanos no tienen razón para imitarlo. Solo, en términos

de razón, igualmente se debe reconocer que esto del preso, que cuenta los días soñando en laliberación, es nada más que un sueño; serán necesarios muy pocos días después que la puertade la prisión se haya abierto, para despertarlo. Entonces, desgraciadamente, día por día su visióndel mundo se invierte: en fin de cuentas se estaba mejor en galeras. Este lento deshojarse de suilusión; este cambio de las posiciones, este disgustarse de la que él creía ser la libertad, esteretornar del pensamiento a la prisión, como a aquella que es, actualmente, su casa, se describemagníficamente en una conocida novela de Hans Fallada; pero la gente no debe creer que seansituaciones creadas por la fantasía del escritor: la invención corresponde, desgraciadamente, a larealidad.Y tampoco aquí, debemos decirlo una vez más, se quiere protestar en absoluto contra larealidad. Basta con conocerla. El resultado de haberla conocido es este: la gente cree que elproceso penal termina con la condena, y no es verdad; la gente cree que la pena termina con lasalida de la cárcel, y no es verdad; la gente cree que el ergástulo es la única pena perpetua y noes verdad. La pena, si no propiamente siempre, en nueve de cada diez casos, no termina nunca.Quien ha pecado está perdido. Cristo perdona, pero los hombres no.

XIIFIN:MÁS ALLÁ DEL DERECHOQuizá ahora, al final de estos coloquios, se haya comprendido más claramente de lo quepodía comprenderse al principio de ellos, el valor que tiene el problema penal para la civilidad.Civilidad, humanidad, unidad son una sola cosa: se trata de la posibilidad alcanzada por los hombres de vivir en paz. Todos nosotros tenemos un poco de ilusión de que los delincuentesson los que perturban la paz y de que la perturbación puede eliminarse separándolos de los otros;así el mundo se divide en dos sectores: el de los civiles, y el de los inciviles; una especie desolución quirúrgica del problema de la civilidad. Aquí la idea se expone, como ocurre siemprecuando se trata de simplificar la expresión, en términos paradójicos, pero no sería difícil demostrar que la idea corresponde exactamente al modo de pensar común, empírico, científico y hastafilosófico.Está bien: ¿cómo se hace para distinguir a los inciviles de los civiles? El único medio paradistinguir es el juicio; y es necesario hacer la experiencia amarga del juicio penal para comenzar acomprender la admonición de Jesús. Desgraciadamente, casi todas las palabras de Jesús sontodavía incomprendidas. Esas palabras están demasiado cargadas de pensamiento para quenosotros pobres hombres, las podamos gustar. Ellas nos deslumbran como cuando se trata demirar el sol. Los intérpretes tendrían el oficio de descomponer la luz en un arco iris; pero son, al finy al cabo, pobres hombres también ellos. Ciertamente, entre las proposiciones del Evangelio, unade las más paradójicas es elnolite iudicare. Todo el ordenamiento del derecho, cuya esencia es el juicio, y del proceso en particular, parece que contradiga a esa proposición. Es natural queaquellos pensadores que se niegan a reconocer valor jurídico alguno al Evangelio, encuentren enla desvalorización del juicio su más firme punto de apoyo. Pero bastaría un poco de experienciapenal para corregir sus ideas. Se ha dicho que el proceso es aquel instituto en el cual semanifiestan todas las deficiencias y las impotencias del derecho; se puede agregar que el penal esla especie que pone mejor de manifiesto las deficiencias y las impotencias del proceso. A medidaque la experiencia del proceso penal se profundiza y se afina, se comienzan a apreciar, en elesplendor alucinante de la admonición divina, las líneas de la verdad. Por lo que a mí respectadebo a esa admonición el milagro de haber renacido.¿Cómo se hace, pues, para distinguir los inciviles de los civiles por medio del frágil juiciohumano? La primera cosa que enseña la experiencia penal es que la penitenciaría no es diversaen absoluto del resto del mundo, tanto en el sentido de que la penitenciaría es un mundo como enel sentido de que también el resto del mundo es una gran casa de pena. Eso de que dentro de lapenitenciaría haya solamente canallas y fuera de ellas solamente hombres honrados, no es másque una ilusión; como también es una ilusión el que un hombre pueda ser todo canalla o todopersona decente. Oralmente, el proceso penal, entendido en su más amplio sentido, comprensivodel tribunal y del reclusorio, es la más eficaz entre las escuelas de psicología; y, ¿por qué no,también de filosofía? Es esta también una enseñanza de Jesús el cual no desdeñaba sentarse enel mismo banco con los publicanos y con las meretrices; ha sido una meretriz la que, en casa deSimón el fariseo, le ha procurado la alegría de su generosidad, de su devoción, de sus lágrimas; yha sido un ladrón el que, mientras uno y otro sufrían sobre la cruz, ha esparcido el bálsamo deuna palabra de misericordia sobre su corazón traspasado.Con esto no se niega la necesidad de separar, ya en esta vida, para usar todavía términosevangélicos, las ovejas de los cabritos, los buenos de los malos. Jesús mismo ha reconocido lanecesidad de la ley y del Estado; pero toda necesidad es una insuficiencia. En estos coloquios nose ha querido desconocer que del derecho, del proceso, del tribunal, de la penitenciaría, nopodemos prescindir; sin ellos, desgraciadamente, los hombres serían todavía peores de lo queson. El prejuicio, por no decir la superstición, contra la que se ha combatido, no es que el derechosea necesario, sino que el derecho sea suficiente.

De esta superstición, desgraciadamente, está impregnado el pensamiento moderno.También este es uno de los aspectos de la crisis de la civilidad. Todo se pide y todo se espera delEstado; o sea del derecho, no porque Estado y derecho sean la misma cosa sino porque elderecho es el único instrumento del cual, en último análisis, el Estado se puede servir. Si esverdad que cada fase de la civilización tiene su ídolo, el ídolo de la que estamos atravesando es elderecho. Nos hemos convertido, en adoradores del derecho. Ahora bien, no existe unaexperiencia tan idónea como la experiencia penal para apartarse de esta idolatría. Las miseriasdel proceso penal son un aspecto de la miseria fundamental del derecho. Si he tratado dedescubrirlas, el sentimiento que me ha guiado no ha sido el de desacreditar una institución, a lacual he dedicado toda mi vida, sino el de poner en guardia contra su apreciación exagerada. Nose trata de desvalorizar el derecho, sino de evitar que sea supervalorado. En suma, dedesengañar al hombre de la calle respecto de este punto: que baste tener buenas leyes y buenos jueces para alcanzar la civilidad.En fin de cuentas, lo que el derecho podría obtener aun cuando fuese construido ymaniobrado del mejor modo posible, es que los hombres se respeten unos a otros. Pero el respetono hace desaparecer la división; y es esta la que hay que superar. Mientras los hombres se juzgan, permanecen divididos. El respeto, en último análisis, se resuelve en lo mío y en lo tuyo; ytambién el juicio tiende a esta división. Juicio y respeto, aun cuando no lo parezca, son términoscorrelativos. Cuando el ex-ladrón se presenta a mi puerta, no le falto al respeto si le respondo queno hay trabajo para él. La ilusión, y hasta la superstición que hay que desarraigar, es la de que, alobrar así, yo sea un hombre civil. Es necesario habituarse a establecer la diferencia entre elhombre jurídico y el hombre civil."Más allá del derecho" es la expresión de la civilidad. También en este camino, que se abremás allá del derecho, es Cristo quien nos guía. Más allá del derecho o más allá del juicio, más alládel juicio o más allá del pensamiento, es la misma cosa. Cristo no se ha limitado a decir: no juzguéis; el relato de San Juan a este respecto completa el relato de San Mateo; "no juzguéis" esel precepto negativo de su enseñanza, "amaos como yo os he amado" es su aspecto positivo.Más allá de la justicia de los hombres está la caridad; justicia y caridad son todo uno solamente enDios. Más allá del respeto está el amor; el amor, solamente, une.Pero es necesario reconocer que a los hombres no les resulta más fácil amar que juzgar:débil es en nosotros el juicio, pero débil también el amor. Si no hubiese existido esta debilidad,Cristo no habría tenido razón para venir sobre la tierra. En la mejor hipótesis, cada uno denosotros tiene en el corazón una dosis mínima de amor. Cada uno de nosotros es un pabilohumeante; antes que en los otros es en nosotros donde la llama debe ser reavivada. Cristo nos haenseñado que los pobres han venido al mundo para esto. Cuando en el discurso del juicio final, seha identificado con ellos, diciendo que el bien que se hace al hambriento, al sediento, al desnudo,al peregrino, al enfermo, al preso se hace a él, ha identificado en el pobre un delegado de Dios.¿Delegado a qué fin? Al fin, precisamente, de enseñarnos a amar.El viandante por el camino de Jericó ha sido agredido, depredado y golpeado por losladrones, en la divina economía de la historia, para que el samaritano probase en él sucompasión, de igual manera Marla Bauly, estaba agonizando ante la gruta de Massebille a fin deque Alexis Carrel abriese su mente a la omnipotencia de Dios. La compasión es el preludio delamor.También en la pobreza se manifiesta la diversidad, sirena del mundo del discurso sobre el juicio final la clasifica, precisamente, en seis especies diversas. Entre estas la pobreza del presoes sin duda la que menos parece reclamar la caridad. El preso hay que admitirlo, repugna como elleproso. La suya es una pobreza oculta, en comparación con la del pobre y con la del enfermo;según una observación superficial nadie llama pobre a un malvado. La cosa cambia de aspectocuando la observación se hace más profunda y descubre en el malvado un necesitado de amor.Tal es el descubrimiento que permite hacer la experiencia penal. Y es un descubrimientofundamental para nuestra salvación. Vienen a la luz así las raíces de la pobreza y de la caridad.Cuando, a través de la compasión, he llegado a reconocer en el peor de los presos unhombre, como yo, cuando se ha disipado aquel humo que me permitía creer ser mejor que él;cuando he sentido posarse también sobre mis hombros la responsabilidad de su delito; cuando

hace años, en una meditación del Viernes Santo, ante la Cruz, he sentido gritar dentro de mí:"Judas es tu hermano", entonces he comprendido no solo que los hombres no se pueden dividir en buenos y malos, sino que tampoco se pueden dividir en libres y presos, porque hay fuera de lacárcel prisioneros más prisioneros de los que están dentro de ella, y los hay, dentro de la cárcel,más libres cuando están en la prisión que los que están fuera. Presos lo estamos todos, más omenos, entre los muros de nuestro egoísmo; quizás, para evadirse, no hay ayuda más eficaz quela que nos pueden ofrecer aquellos pobres que están materialmente encerrados dentro de losmuros de la penitenciaría. Una vez más tiene razón el padre Charles: "¿Quién piensa en decir gracias, en vez de al rico, cuando hace la limosna, al pobre cuando la pide?". No habría creídonunca cuando, todavía casi una criatura comencé a frecuentar el proceso penal, que habría derecibir de él tanto bien.Después de todo, no es más que un acto de gratitud de todo, no es más que un acto degratitud el que he realizado con estas conversaciones. No se puede recibir tanto bien sin tratar dedar parte también a los otros. Cada vez me persuado más de aquello que me ha llevado a conocer las cosas, que he tratado de explicaros, ha sido un privilegio. Se trata, para mí, de pagar la deudacontraída al recibir este privilegio. Dice un singular poeta español que "solo la monedita del almase pierde si no se da". Los tesoros de la materia se custodian, pero los del espíritu se consumenencerrándolos en un cofre. Ahora, al despedirme de vosotros, me siento más ligero.

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