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Lenguaje Arquitectonico Y Urbano

Fersdan5 de Noviembre de 2014

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Lenguaje arquitectónico y urbano en las ciudades latinoamericanas, Juan Carlos Pérgolis

Publicado den revista AREA Buenos Aires, 1998

Lenguaje urbano y lenguaje arquitectónico en las ciudades latinoamericanas

Juan Carlos Pérgolis Universidad Nacional de Colombia Urban languaje and architectonic languaje in the latinoamerican cities Palabras clave: lenguaje, semiótica, ciudad, continua, discontinua, fragmentada, dicotomías, significado, significante, práctica significante, simulación. Resumen: Tres modelos urbanísticos a través de los que se construyó la ciudad latinoamericana permiten ver la relación entre morfología urbana y tipología arquitectónica: la ciudad continua, discontinua y fragmentada. En esta última, la ciudad actual, se rompe la coherencia entre morfología y tipología; las nuevas intervenciones urbanas: conjuntos de vivienda, centros comerciales, etc. por su escala se aproximan al concepto de intervención urbana, pero su proceso de diseño y su imagen corresponden a la arquitectura. El exterior urbano desaparece y reaparece, simulado, en el interior arquitectónico; en esta ciudad, interesa más el sentido que el significado ya que el primero es inherente a los acontecimientos y el segundo a las formas. Esto lleva a una revisión de algunos conceptos tradicionales y a la aproximación a una semiótica del deseo.

Santa Fe de Bogotá, octubre 1997

Ciudad y arquitectura, como aspectos del espacio construido, expresan la dualidad entre lo social y lo individual, esa oposición que está presente en todo lenguaje como sistema de signos voluntariamente organizado (Saussure 1915 [1982 p.62, 191 y sig.]).

La ciudad como espacio de la comunidad es la referencia a la parte social del lenguaje; la arquitectura, que desde esta óptica se nos presenta como el resultado de actos expresivos individuales, mediatiza la ciudad y aproxima la relación a la confrontación lengua-habla, propia del lenguaje (Barthes 1985 [1993 p.21]) . Por este motivo, la capacidad comunicante de la arquitectura resulta de un código que le es propio, pero que está sometido, a su vez, a otro código de orden superior, dado por la ciudad.

Esta misma dicotomía, vista desde la teoría de la comunicación, muestra a la ciudad como un sistema de signos definido por su uso social continuado y a la arquitectura como mensaje (Eco 1967 p. 187 y sig.). Desde este punto de vista se intenta mirar la relación entre algunos tipos arquitectónicos que sufrieron transformaciones muy lentas en el tiempo y la forma de la ciudad con la cual se los identifica, a partir de los tres principales modelos urbanos que la construyeron.

La ciudad continua, característica del largo período entre la Colonia y los primeros años del Movimiento Moderno en arquitectura.

La ciudad discontinua, propia de la urbanística moderna, en muchos casos aún vigente.

La ciudad fragmentada, actual tendencia en las mayores estructuras urbanas, cuyo continuo avance crea un nuevo lenguaje espacial consecuente y coherente con los cambios en el modo de vida y en las tipologías arquitectónicas. La continuidad de las estructuras urbanísticas y arquitectónicas fue desde las fundaciones hasta mediados del siglo XX- el principal rasgo de identidad de las ciudades, basadas en el significado de uso del espacio público que se conforma en la secuencia articulada de calles y plazas como soporte de una cuadrícula geométrica. Sobre esta retícula, la arquitectura modeló la imagen a través de las construcciones pegadas unas a otras, sin discontinuidades ni interrupciones en las grandes estructuras continuas que conforman las cuadras.

En la homogeneidad de esa cuadrícula y en la coherencia de la arquitectura que la acompañó hasta inicios de la urbanística moderna, se dio una correcta relación entre morfología urbana y tipología arquitectónica, basada esta última en las casas de patio, con sus fachadas continuas sobre las cuadras y abiertas al interior de la manzana por medio de los patios y los solares, cuya reunión definía el “corazón de la manzana”.

La urbanística moderna cortó y reorganizó este tejido continuo en partes pretendidamente coherentes entre sí y con la totalidad, estableciendo áreas especializadas para vivienda, industria, comercio, administración, etc. Esta zonificación funcional que se aplicó como medida ordenadora del crecimiento de las ciudades, no permitió que las estructuras tradicionales se fragmentaran naturalmente al alcanzar determinadas dimensiones, permitiendo ver que la ciudad se asemeja más a una red tensional entre fragmentos arbitrarios, que a un sistema de partes especializadas que tratan de explicar una totalidad.

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Este modelo urbanístico se expresó, a nivel de la morfología de la ciudad, en las llamadas supermanzanas, de dimensiones mucho mayores que las manzanas tradicionales. En el interior de éstas se ubicaron según precisas composiciones geométricas- las nuevas identidades tipológicas de la arquitectura: los bloques sueltos o edificios exentos, solos o en grupos, que integraron sectores especializados de vivienda u otra actividad.

El origen de este proceso está relacionado con los postulados de la psicología fenomenológica de la percepción, propuestos por la Escuela de Graz con los estudios sobre los procesos de significación como resultado de la descomposición del todo en partes y la organización autónoma de las percepciones, cada una de las cuales constituiría una estructura formal isomórfica (Arnheim 1954 [1993 p.17 y sig.]).

La urbanística moderna se basó en las dicotomías ciudad-campo y centro-periferia para reorganizar, a través de imágenes muy diferenciadas en los sectores especializados, las tradicionales relaciones de vecindad de la ciudad continua. Se conformaron aglomerados extensos y centralizados, dependientes de la movilidad y de las vías de circulación: la imagen funcional de la ciudad moderna, que está siendo modificada por los nuevos tipos de vecindades consecuentes con la pertenencia de los ciudadanos a diferentes redes de comunicación e informática. Este nuevo modelo, basado en redes, fomenta la baja densidad poblacional en áreas muy extensas y la ruptura del asentamiento, tanto en sus sectores continuos y consolidados como en las periferias discontinuas (Dematteis.1989 p.39)

De esta manera, se conforman fragmentos funcionalmente arbitrarios, de límites imprecisos, con sus habitantes incorporados a distintas redes y con una imagen que no configura una identidad urbana específica. Por ese motivo, también el sentido de ciudadanía o pertenencia a la ciudad, muestra signos de disolución (Romano, 1989 p. 114 y sig.)

Para entender las transformaciones que hoy acontecen en el lenguaje y que anticipan el futuro de las ciudades, no es válido el modelo comunicacional lineal que propone la relación entre una arquitectura-emisor y un ciudadano-receptor. En el nuevo modelo, emisor y receptor se confunden en el concepto de nodo, esos puntos, propios de las redes homogéneas, que reciben y emiten simultáneamente desde y hacia todas las direcciones. Por ese motivo, el nodo no constituye un elemento de significación de la ciudad, ya que en

él no importa su condición denotativa, es decir, aquella que a través del reconocimiento por la forma lleva a la conformación de un significado.

En la nueva ciudad, la identidad está dada por el sentido. Se vuelve entonces imprescindible revisar aquellas observaciones que se hicieron desde el terreno de la semiótica, a través de la relación entre los significantes que la ciudad propone y los significados que el observador proyecta sobre ellos; esa instancia que sugería la relación lineal entre la ciudad-objeto y el ciudadano-sujeto, exaltando la forma urbana como base del análisis.

Porque el reto que propone la ciudad fragmentada es el de mirar desde la óptica del sentido, el cual sugiere la reconstrucción de la totalidad habitante-ciudad, ya que esta última adquiere sentido cuando satisface (o insinúa la posible satisfacción) del deseo de sus habitantes. Allí se produce el acontecimiento (la fusión habitante-ciudad) o se mantiene viva su expectativa. Con el acontecimiento nace el sentido, la ciudad pierde discursividad y entra en nuestras narraciones a la vez que nosotros en las de ella. Como en el concepto de nodo, entre ambas partes configuramos el relato del acontecimiento.

La multiplicidad de imágenes que ofrece la ciudad fragmentada rebasa nuestra capacidad para asimilarlas y nos exige seleccionar. De la multitud de imágenes escogemos algunas, como haciendo zapping con el control remoto del televisor, pasamos de una a otra, armando nuestra propia ciudad, la ciudad de cada uno, proceso que acentúa el individualismo de la sociedad actual. Pero en todos los casos, escogemos las imágenes por su capacidad simbolizante, que las convierte en fragmentos arbitrarios que se relacionan tensionalmente.

Cassirer (Cassirer, 1964 [1971 p.12-59]) señala que el hombre alcanza el equilibrio entre los estímulos del mundo externo y su interioridad, experimentando la existencia de símbolos que le permiten utilizar las sensaciones para acceder a la esfera de lo extrasensorial. El concepto de símbolo se aproxima al de signo en la lingüística y en la estética; así, el símbolo sería el signo por excelencia, es decir, la entidad o imagen que refiere a otra o que suscita la memoria de una determinada experiencia sensorial o intelectual. Por ello, son simbólicos todos los componentes del lenguaje, incluyendo los del lenguaje urbano, el que no puede ni debe ser arbitrario, para permitir que la arbitrariedad aparezca en el proceso de simbolización, que a través del deseo y del acontecimiento, nos lleva

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