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Los Antiguos Mexicanos

itzayan10 de Junio de 2012

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De la práctica reflexiva al trabajo sobre el habitus1

PERRENOUD, Phillipe2

La práctica reflexiva postula de forma implícita que la acción es objeto de una representación. Se da por supuesto que el actor sabe lo que hace y que, por tanto, puede cuestionarse los móviles, las modalidades y los efectos de su acción.

¿En qué se convierte la reflexión cuando su objeto desaparece, cuando su propia acción escapa al control del actor? No es porque esté bajo efectos hipnóticos o en un estado de inconsciencia. Tampoco es porque no tenga la menor idea de lo que hace. Es porque no sabe exactamente cómo lo hace y, en el día a día, lo hace y no se somete a razones imperativas para concienciarse de ello.

Desde el punto de vista histórico, el paradigma reflexivo se remonta a los oficios técnicos o científicos. Ahora bien, cuando un ingeniero calcula, cuando un arquitecto diseña los planos, cuando un médico prescribe un tratamiento, el carácter eminentemente racional de los procedimientos enmascara el carácter parcialmente inconsciente de la actividad. La dimensión reflexiva no le confiere forzosamente la cualidad de sensible, puesto que se centra en primera instancia en los distanciamientos deliberados del procedimiento, basados en la experiencia y en una especie de intuición (Petitmengin, 2001). En realidad, si intentamos analizar, por ejemplo, con el enfoque de Vermersch, lo que entendemos por el «sexto sentido», know how, insight, vista, Gestalt y otras formas de designar a un pensamiento que no se ciña a las reglas del arte, probablemente encontraremos el pensamiento prerreflexionado y el inconsciente práctico.

Cabe la posibilidad de que la insistencia en el componente reflexivo, asociada a la lucidez y al pensamiento consciente, haya impedido a Schön y a sus congéneres reconocer abiertamente que toda acción compleja aunque, en apariencia, sea fundamentalmente lógica o técnica, únicamente es posible a base de funcionamientos inconscientes. En los oficios de lo humano, los profesionales no rechazan radicalmente esta idea, pero quizás sea por una razón poco acertada: la dimensión intersubjetiva evoca los mecanismos de negación y de rechazo y, por lo tanto, el inconsciente freudiano. Es decir que, se trata del inconsciente práctico, el que han acotado durante varios años los trabajos sobre la acción

1 Este capítulo se basa en los aspectos esenciales de un artículo aparecido en Recherche et Formation, con el mismo título (Perrenoud, 2001d).

2 Tomado de Desarrollar la práctica reflexiva en el oficio de enseñar. Profesionalización y razón pedagógica, Barcelona, Editorial Graó 3ª. Ed. 2007, pp. 137-162.

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prerreflexionada basados en la entrevista de explicitación (Vermersch, 1994; Vermersch y Maurel, 1997) y los trabajos de ergonomía, psicología y sociología del trabajo dirigidos a un análisis preciso de la actividad (Clot, 1995, 1999; Guillevic, 1991; de Montmollin, 1996; Jobert, 1998, 1999; de Terssac, 1992, 1996). Inevitablemente, suscribimos la teoría piagetiana del inconsciente práctico y los esquemas (Piaget, 1973, 1974; Vergnaud, 1990, 1994, 1995, 1996) Y su correspondiente sociológica, la teoría del habitus, vinculada a la obra de Bourdieu (1972, 1980), recientemente reanudada por Lahire (1998, 1999) Y Kaufmann (2001), o incluso ampliada por filósofos (Bouveresse, 1996; Taylor, 1996).

Igualmente, se vislumbra una confluencia con los trabajos sobre la transferencia y las competencias, que hacen hincapié en los procesos de movilización de recursos cognitivos que permanecen mucho tiempo en el inconsciente, si no en su existencia, por lo menos en su funcionamiento. Esta «extraña alquimia", de la que habla Le Boterf (1994), no es otra cosa que el funcionamiento del habitus que, enfrentado a una situación, lleva a cabo una serie de operaciones mentales que garantizará la identificación de los recursos pertinentes, su transposición eventual y su movilización orquestada para producir una acción adecuada. La alquimia es extraña porque la «gramática generativa de las prácticas» no es una gramática formalizada (Perrenoud, 2000a).

La conjugación entre estas distintas corrientes permitirá plantear y, probablemente, empezar a resolver la cuestión que aquí nos ocupa: ¿cómo se puede articular el paradigma reflexivo y el reconocimiento de un inconsciente práctico? El problema se plantea desde un punto de vista teórico (Perrenoud, 1976, 1987, 1994a, 1996c, 1999b) igual que en el marco de formación de los enseñantes (Faingold, 1993, 1996; Perrenoud, 1994a, 1996e).

¿Acaso podemos reflexionar sobre nuestro propio habitus? ¿Qué precio tendremos que pagar por la labor de concienciación? y, ¿adónde nos llevará esta reflexión? ¿Acaso da rienda suelta a los esquemas o se limita a alimentar situaciones de sorpresa, de vergüenza y de malestar?

La ilusión de la improvisación y la lucidez

Toda reflexión sobre la acción propia o de los demás lleva consigo una reflexión sobre el habitus que la sustenta, sin que el concepto, y todavía menos la palabra, se utilicen de forma general. Todos sabemos que se ponen en juego facultades estables, que designarán el carácter, los valores, las actitudes, la personalidad y la identidad. De ahí a aceptar que lo que sostiene su acción se le escapa en parte, dista sólo un paso que normalmente nadie franquea de buen grado.

Nuestra cultura individualista favorece lo que Bourdieu ha denominado «la ilusión de la improvisación». Cada uno se imagina que «inventa» sus actos, sin percibir la trama constante de sus decisiones conscientes y todavía más, sus reacciones en casos de urgencia o rutinarios. Resulta difícil medir el carácter repetitivo de las propias acciones y reacciones, y todavía resulta más difícil percibir de forma reiterada los efectos negativos de no hacer caso, asustar o ridiculizar a tal alumno o alumna, de formular consignas, de impedir que los aprendices reflexionen por sí mismos anticipando sus preguntas, etc.

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Todo el mundo se resiste a la idea de que se mueve por habitus sin tener conciencia de ello y, todavía más, sin llegar a identificar los esquemas en juego. Nuestro deseo de control nos lleva a sobrestimar la parte consciente y racional en nuestros móviles y nuestros actos. Si bien es cierto que, a veces, admitiremos que es más eficaz o expeditivo actuar sin demasiada reflexión y dejar que se desaten los «automatismos». Pero nos gustaría creer que se trata de una renuncia deliberada, que podríamos recuperar el control con la condición de quererlo así.

Sin embargo, nada de esto es cierto. La concienciación choca enseguida con la opacidad de la propia acción y, todavía más, con los esquemas que la sostienen. Exige una labor intelectual y solamente es posible con la condición de invertir tiempo en ésta y de adoptar un método y los medios apropiados (vídeo, escritura o entrevista de explicitación, por ejemplo). Este intento puede fracasar porque, a menudo, debe enfrentarse a los potentes mecanismos de negación y defensa.

En la reflexión sobre la acción, poner en entredicho la parte de nosotros que conocemos y asumimos no resulta una tarea fácil. Todavía es más difícil e incómodo ampliar la reflexión a la parte de pensamiento prerreflexionado o inconsciente de nuestra acción. Nadie desconoce que lo que hace es, en última instancia, la expresión de lo que es. Nadie está totalmente ciego a la importancia que revestiría poder acceder a la gramática generativa de sus prácticas menos reflexionadas. Sin embargo, incluso el practicante más lúcido prefiere cuestionarse sus saberes, su ideología y sus intenciones, más que sus esquemas inconscientes.

Nuestra vida está hecha de repeticiones parciales. Las situaciones no varían hasta el punto de obligarnos, cada día, a inventar respuestas nuevas. La acción suele ser una repetición, con variaciones menores, de una conducta que ya se ha adoptado en una situación similar. La repetición, aunque sea menos apasionante que la invención permanente de la vida, está en el centro del trabajo y de toda práctica, pese a que las microvariaciones exigen microajustes de los esquemas.

Si una postura y una práctica reflexivas tienen como objetivo regular la acción, no existe ninguna razón para que se detengan en el umbral de la parte menos consciente del habitus. Queda por saber si una concienciación junto con una reflexión puede dar rienda suelta a esta parte de uno mismo.

Aprender de la experiencia

El ser humano es capaz a la vez de improvisar ante situaciones insólitas y de aprender de la experiencia (Dubet, 1994) para actuar de forma más eficaz cuando se presenten situaciones similares. Este aprendizaje resulta, en su forma más trivial, de una forma de entrenamiento: la reacción será tanto más rápida, más segura y más eficaz cuanto que el actor evite repetir los errores y las dudas desde las primeras ocasiones. Este entrenamiento puede ser involuntario, limitarse a un ajuste progresivo, mediante pruebas y errores; puede, en el otro extremo, pasar por un trabajo reflexivo intencionado e

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intensivo, permitido para que, la próxima vez, el practicante esté mejor «preparado», puesto que, entretanto, se habrá ejercitado por anticipación, del mismo modo que un piloto de rallys o un esquiador recorren mentalmente la ruta o la pista antes de la salida. Entonces, «trabajar el gesto» insiste en afinar, diferenciar o coordinar mejor los esquemas perceptivos y motores cuyo gesto constituye la aplicación.

En cuanto nos interesamos por una práctica en la que «decir significa hacer», en la que el alcance de los gestos es, ante todo, simbólico, parece inútil aumentar

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