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REBELDÍA DE LA MUJER El papel de la Mujer

beti1823Monografía7 de Diciembre de 2018

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REBELDÍA DE LA MUJER

El papel de la Mujer

L

a situación de la mujer, tanto en su condición de española o blanca, como la mestiza o india, como la de esclava o negra, zamba, mulata, se ubica, ya no en el sistema de patriarcado español conocido en la península, sino en una suerte de patriarcado exacerbado, producto de la conquista. Este patriarcado distinto, privilegió e intentó consolidar, los intereses generados por la conquista.

Siempre primó la subordinación de género, de la mujer al varón, pero le agregó mayores condicionamientos, producto de los citados intereses.

La conquista, relevó al español de todo pudor y miramiento, y más, de todo respeto por culturas, vidas y bienes. También desplazó el respeto a las leyes, cuando éstas imponían un orden contrario a sus ambiciones, al límite de entender que, si seguía devastando, sobre todo vidas de los pobladores, peligraba su crecimiento económico. En este ámbito, la mujer fue sojuzgada, en mayor o menor medida, explotada y agraviada.

Si bien la mujer española era la guardiana del orden en el hogar y velaba por el desarrollo de sus hijos, sobre todo de los varones, en cuanto a su asistencia, en el cuidado del personal doméstico, en su enseñanza religiosa y en la participación en las tertulias y actividades sociales, le estaba vedado participar en la administración pública y en la administración del patrimonio generado por su marido, en sus acciones militares y comerciales. Solo se les permitía salir de sus casas acompañadas. No le era permitido estudiar, más que el catecismo, ni siquiera leer y escribir, para que no se vincule con otros hombres por medio de correspondencia. Solo, tal vez les era permitido estudiar música, para tocar el piano o el arpa.

Así como tampoco ejercer alguna profesión, pues las haría salir de sus casas y no permitiría cumplir sus funciones en el hogar.

En cambio, debían soportar el comportamiento licencioso y libertino de sus maridos cuando eran comentadas sus proezas, las que afectaban valores religiosos y los consagrados por el devenido matrimonio.

Básicamente se ocupaban de procrear, matrimonio mediante, aun a costa de sus sentimientos, por cuanto sus padres se ocupaban de decidir con quién debería casarse, para incrementar, o al menos, sostener el patrimonio familiar.

Si tan poco lugar le quedaba a la española, en este nuevo patriarcado, imaginemos qué fue de las indias o de las esclavas.

Las indias debían ocuparse en trabajos domésticos o comerciales menores, a fin de pagar las contribuciones debidas al reino, puesto que su esposo se debía íntegramente a la encomienda o a las mitas. Debía trasladarse a donde fuera trasladado su hombre, y a veces reemplazarlo en su trabajo cuando enfermaba o moría de explotación.

Era, a su vez, la encargada de criar sus hijos y transmitirle su cultura ancestral, su idioma y costumbres. Se desempeñaba en la producción de alfarería, hilados y tejidos. Cuando quedaba sola se multiplicaban sus preocupaciones. Era, también, impedida de participar en grupos que no fuera indígenas y de estudiar. Su explotación las llevó también a ser sometida en el pujante negocio de la prostitución, o a ser una pieza de casa de algún conquistador, con quien tuvo hijos naturales, a veces reconocidos y otras no. Es, por eso, una mujer sufrida y denigrada, ante sus comunidades, y a la vez custodia y garante de la vigencia de su cultura.

Igual papel les tocó a las esclavas, las que eran adquiridas por sus características naturales. No importaba si tuvieran familia o esposo. Tampoco se les admitía que tuvieran parejas estables. Se ocupaban en todo tipo de tareas domésticas y, de producción y servicios. Por su fidelidad podían ser liberadas, normalmente, al fallecimiento de su ama. Tanto ellas como sus hijos e hijas, podían ser vendidas o caer en las redes de la prostitución.

Fue muy difícil para las mujeres de aquella época, cambiar su condición de origen, es decir, de la que viene con su nacimiento. Solo quedaba esperar una vida de degradación, sojuzgamiento y de explotación. La revolución, a comienzos del siglo XIX, hizo poco por ellas.

Hay una gran transformación en el rol social de la mujer. La mujer pobre sufre de una doble explotación al estar asalariada por un lado y al mismo tiempo ser encargada de los quehaceres domésticos y la crianza de los hijos.

La intervención de la Mujer

C

ada una de ellas, dado su rol relevante, han mostrado que, más allá de la época y el contexto que les tocó vivir, fueron fieles a su estirpe y a su osada rebeldía, en contra del papel esperado que, según la raíz de la cultura hispánica, les esperaba ocupar. Dicha estructura patriarcal, no admitía ni papeles destacados, ni la posibilidad de gestar cambios sociales, políticos, y menos aún militares.

No obstante, del recorrido de nuestra historia, podemos distinguir con orgullo, la actuación de aquéllas, que dieron cause a su rebeldía, cruzando una línea vedada, de un campo reservado sólo a los hombres. A su manera y respondiendo a su estilo y a su integridad, podemos destacar a Mariquita Sánchez de Thompson (1786 – 1868), por su actividad social y política; Encarnación Ezcurra (1795 – 1838), por ser el escudo político y militar de su esposo el Brig. Gral. Juan Manuel de Rosas; Alicia Moreau de Justo (1885 – 1986), figura destacada del feminismo y el socialismo; y María Eva Duarte de Perón (1919 – 1952), abanderada de los humildes y defensora de los derechos de la mujer.

Pero es propósito de este trabajo, rescatar la figura indómita de otra mujer destacada, en los albores de nuestra revolución, allá por 1800. Se trata de Juana Azurduy de Padilla, guerrera del Alto Perú, (1780 – 1862).

Heroína revolucionaria de la independencia. Origen de su Rebeldía.

J

uana Azurduy de Padilla nació en Chuquisaca, o también Charcas, hoy Sucre (Bolivia), destacada [pic 1]

por su Universidad, en la que estudiaron Castelli, Moreno, Monteagudo y otros. Era una ciudad socialmente estratificada, desde la aristocracia blanca, que podía alardear de antepasados nobles, venidos de la Península Ibérica, hasta los cholos miserables que mendigaban en sus calles empedradas. Cercana a ella estaban las minas de Potosí, causa del enriquecimiento fabuloso de aquellos señores.

Fue hija de don Matías Azurduy, hombre de bienes y propiedades, y de doña Eulalia Bermudes, originaria de la ciudad. Dícese que su extraordinaria belleza es producto de su sangre mestiza. Y que ese atractivo carismático fue el responsable de la influencia que ejerció entre sus contemporáneos. Heredó de su madre ese hondo cariño a la tierra. Apasionada defensora de su familia y su casa. Además, su honradez y su espíritu de sacrificio. Por su padre heredó su ambición y sentido de grandeza, capaz de casi todo en la persecución de sus ideales.

Nació a dos años de la muerte de su único hermano varón. Sin dudas, un golpe muy duro para sus padres, quienes seguramente transfirieron a Juana todos aquellos caracteres que se esperaban de su hermano.

En aquella época, el destino de las niñas no era otro que el claustro monacal o el yugo hogareño

De niña, Juana gozó en la vida de campo de libertades inusitadas para la época. Se crio con la robustez y la sabiduría de quien compartía las tareas rurales con los indios al servicio de su padre, a quienes observaba y escuchaba con curiosidad y respeto, hablándoles en el quechua aprendido de su madre y participando con unción de sus ceremonias religiosas.

En su vejez contaba que fue su padre quien le enseñó a cabalgar, incentivándola a hacerlo a galope lanzado, sin temor, y enseñándole a montar y a desmontar con la mayor agilidad. La llevaba además consigo en sus muchos viajes, aun en los más arduos y peligrosos, haciendo orgulloso alarde ante los demás de la fortaleza y de las capacidades de su hija. Sin duda se consolaba por el varón que el destino y el útero de

su mujer le negaran. Así iba cimentándose el cuerpo y el carácter de quien más tarde fuese una indómita caudilla.

Vecinos de los Azurduy, vivían los Padilla, también hacendados, con quienes compartían muchas cosas. Así fue como se conocieron Juana con Manuel Ascencio, joven atlético y bien parecido. Entre ambos surgió una fuerte corriente de simpatía.

Muere su madre cuando ella tenía siete años.

También, don Matías muere violentamente, tiempo después, sospechándose, a mano de un aristócrata peninsular que, por su posición social, pudo evadir todo escarmiento.

No es improbable que, esta circunstancia de brutalidad e injusticia, que la separó definitivamente de quien ella más amaba, haya teñido el inconsciente de Juana, de un vigoroso anhelo de venganza, contra la despótica arbitrariedad de los poderosos.

Al desamparo por la muerte de sus padres, le siguió la difícil relación con sus tíos, quienes se hicieron cargo de las dos menores de la familia. Seguramente no por afecto, sino por la administración de las propiedades de su padre. Los problemas con su tía eran muchos. Juana no se resignaba a que su condición de mujer la determinara a un papel de debilidad en la estructurada sociedad chuquisaqueña. Su temprana resistencia ante el sometimiento del hombre, le impuso ser tan valiente y audaz como ellos, arriesgando su vida, luego, en batalla, a la par de sus soldados, o incluso a superarlos.

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