Camino A Los Alpes
Doda221 de Diciembre de 2014
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CAMINO DE LOS ALPES
Desde la risueña y antigua ciudad de Mayenfeld parte un sen¬dero que, entre verdes campos y tupidos bosques, llega hasta el pie de los Alpes majestuosos, que dominan aquella parte del va¬lle. Desde allí, el sendero empieza a subir hasta la cima de las montañas a través de prados de pastos y olorosas hierbas que abundan en tan elevadas tierras.
Por este camino subían, cierta mañana de sol del mes de junio, una robusta y alta muchacha de la comarca y, a su lado, co¬gida de la mano, una niña, cuyo moreno rostro aparecía sonrojado de ardor. No era sorprendente que así ocurriera porque, pese al fuerte calor, la pobre niña iba arropada como en pleno invierno. La pequeña no tendría más de cinco años: estaba tan sofocada, que apenas si podía avanzar.
Una hora después llegaron a la aldea de Dörffi, situada a mi¬tad del camino a la cima. Era el pueblo donde la joven había na¬cido y pronto empezaron a llamarla de todos los lados. Abriéronse las ventanas, aparecieron las mujeres del pueblo en el umbral de sus casas. Mas la joven no se detuvo con ninguna. Se limitaba a contestar a los saludos y a las preguntas y no aminoró la marcha hasta que estuvo frente a una casita del otro extremo de la aldea. Una voz la llamó desde dentro. La puerta estaba abierta.
-¿Eres tú, Dete? Espera un momento; podremos ir juntas si vas más lejos.
Salió de la casa una mujer alta, de aspecto joven y agradable.
La niña echó a andar detrás de las dos amigas.
-Pero, Dete, ¿dónde vas tú con esta pequeña? -La llevo al Viejo; se quedará con él.
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-¡Cómo! ¿Quieres que esta niña se quede con el Viejo de los Alpes? Me parece que has perdido el juicio, Dete.
-¡No faltaría más! Es el abuelo de la niña y le toca hacer algo por ella.
-¿A dónde piensas ir?
-A Frankfurt -repuso Dete-. Me han ofrecido allí un em¬pleo en casa de una familia que estuvo el año pasado en Ragatz. Yo les servía allí y arreglaba sus habitaciones. Ya entonces qui¬sieron llevarme a la ciudad.
-No me gustaría estar en el lugar de la niña -dijo Barbel-. Nadie sabe exactamente qué clase de hombre es el Viejo de los Alpes. No quiere tratos con nadie; en todo el año no va ni una vez a la iglesia y cuando, por casualidad, desciende con su grueso bastón, todo el mundo le rehúye porque le temen.
-Todo lo que tú quieras -replicó Dete, un poco molesta-, pero no por eso deja de ser abuelo de la niña y de tener la obliga¬ción de cuidarla. Bien mirado, ¿qué daño puede hacerle? Además, pase lo que pase, él será el responsable y no yo.
-Yo sólo quisiera saber -continuó Barbel- qué es lo que el Viejo puede tener sobre su conciencia para poner siempre ojos tan terribles cuando ve a alguien y por qué vivirá allí arriba sin tratarse con nadie. Circulan toda clase de rumores sobre él y creo que tú has de saber algo de ello por tu hermana, ¿no es así, Dete?
-Naturalmente; sé algo, pero me guardaré mucho de hablar. Si él se enterara después, ¡bueno se pondría!
Sin embargo, la curiosidad de Barbel no estaba satisfecha. Hacía mucho tiempo que deseaba saber algo sobre la vida de aquel Viejo de los Alpes, del que las gentes no hablaban sino en voz baja, como si temieran indisponerse con él, sin atreverse; sin embargo, a defenderle. Como Barbel hacía poco que había lle¬gado de Praettigau para establecerse en Dörffi, ignoraba las cir¬cunstancias del pasado de los habitantes de aquellos contornos. Dete, una de sus antiguas amigas, había nacido, por el contrario, en Dörffi, y había vivido
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allí con su madre hasta que ésta murió hacía un año. Entonces había bajado a Ragatz para emplearse de camarera en el hotel. De allí venía aquel día.
-Tú, Dete, eres un de las pocas personas a las que se puede dar crédito cuando hablan. Dime, ¿qué ha sucedido para que el Viejo se haya retirado allí arriba y sea siempre tan huraño?
-Si tuviera la seguridad de que luego no se sabría en toda la comarca, te contaría algunas cosas de él.
-¡Cómo, Dete! ¿Qué piensas de mí? -repuso Barbel un poco ofendida-. No vayas a figurarte que las de Praettigau so¬mos unas charlatanas. Cuando es preciso, bien sé callarme. Cuén¬tame, pues, y no te inquietes.
-Está bien, pero has de cumplir tu palabra -respondió Dete.
Sin embargo, antes de comenzar el relato, se volvió para ase¬gurarse de que la niña no anduviera demasiado cerca de ellas y pudiese escuchar lo que iba a decir. Mas Heidi había desapareci¬do. Dete se detuvo y oteó el sendero que acababan de recorrer. Pero Heidi no aparecía en ningún lugar de la vereda.
-¡Ah, ya la veo! -exclamó por fin Barbel-. ¡Fíjate allá aba¬jo! Allí está saltando con Pedro el cabrero y sus animales. Así estamos mejor. Pedro se ocupará de la niña y nosotras podremos hablar a nuestras anchas.
-No es preciso ocuparse mucho de la niña, porque a pesar de tener sólo cinco años, es muy lista. Más tarde, buena falta le hará; el Viejo no posee nada más que su casita y sus dos cabras.
-¿Acaso tenía antes más? -preguntó Barbel.
-¿Ese? ¡Ya lo creo! -exclamó vivamente Dete-. Sus pa¬dres poseían una de las más hermosas haciendas de Domleschg. Tenía sólo dos hijos. El hermano menor era tranquilo de carácter y ordenado. Pero al Viejo no le gustaba trabajar; quería hacer el señorito. Terminó por perder en el juego todo su patrimonio. Su padre y su madre murieron del disgusto, y su hermano, al que re¬dujo a la pobreza, salió del país para ir Dios sabe dónde.
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El Vie¬jo mismo, que no poseía ya nada más que su mala fama, desapa¬reció también. Después de muchos años, un día apareció en DomIeschg acompañado de un hijo, ya mayorcito. Pero todas las puertas se le cerraron y, naturalmente, el Viejo se enfadó. Declaró que nunca volvería a Domleschg y se marchó para siempre; se estableció con su hijo aquí, en Dörffi. Por lo que se dijo de él entonces, su mujer murió dos años después de casados. Segura¬mente el Viejo tendría algún dinero, porque hizo que su hijo To¬bías aprendiera el oficio de carpintero. Tobías era un chico muy trabajador y agradable, bien visto por todo el pueblo. Pero por lo que toca al padre, la gente desconfiaba de él. Como le habíamos aceptado por pariente nuestro, porque la abuela de mi madre y la de la suya eran hermanas, nosotras siempre le llamábamos tío.
-Pero ¿qué ha sido de Tobías?
-Tobías había ido a Mels para aprender allí el oficio. Cuando regresa a Dörffi se casó con mi hermana Adelaida. Vivieron muy felices. Pero dos años después, mientras Tobías trabajaba en una construcción, le cayó encima una viga y lo mató. Adelaida sufrió una emoción tan fuerte que cayó gravemente enferma con un ac¬ceso violento de fiebre, del que no se repuso. Poco tiempo des¬pués murió. Pronto corrió el rumor de que aquella desgracia era un castigo a la vida impía del Viejo. Llegaron a decírselo a la cara y hasta el señor cura le habló con objeto de que se arre¬pintiera de su vida pasada. Pero en vez de modificarse se volvió más hosco. Por otro lado los vecinos evitaban encontrarse con él todo lo posible. Un día se supo que se había ido para establecer¬se en la cima de la montaña, y que no pensaba bajar nunca más al pueblo. Mi madre y yo recogimos a la hija de Adelaida, que se llama como su madre; entonces no tenía más que un año. El año pasado, cuando tuve que ir al balneario, me llevé a la pequeña. La puse de pupila en casa de la vieja Ursula Pfaeffers, y así he podido dedicarme enteramente a mi trabajo. Esta primavera, la familia de Frankfurt a la que serví el año pasado, ha vuelto a Ragatz y me pide de nuevo que vaya con ellos. Saldremos pasa¬do mañana.
-¿Y tú quieres dejar esta pequeña en casa del Viejo después de lo que me has contado de él? -dijo Barbel en tono de re¬proche.
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-¿Qué quieres? -se excusó Dete-. He hecho cuanto he po¬dido. No puedo llevarme a Frankfurt una niña de cinco años. Pero, a propósito, Barbel, ¿hasta dónde ibas tú?
-Precisamente hemos llegado adonde yo' venía -contestó Barbel-. He venido para hablar con la abuela del cabrero; ella hila para mí durante el invierno. ¡Adiós, Dete, y que tengas mu¬cha suerte!
Dete tendió la mano a su amiga y se detuvo un momento para verla entrar en la casita del pastor de cabras. Era una choza situa¬da un poco lejos del sendero, en una hondonada abrigada del viento., La casita era tan vieja y estaba tan destartalada que, a no ser por aquella feliz circunstancia, no se hubiera podido vivir en ella sin peligro cuando soplaba el viento de los Alpes, que llama¬ban föhn en Suiza, con su acostumbrada violencia. En la cabaña vivía Pedro, el pastorcillo de cabras, que tenía once años y baja¬ba todas las mañanas a Dörffi para llevarse las
cabras a los pra¬dos de césped de lo alto de la montaña, donde los animales se regalaban todo el día con una hierba jugosa
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