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Chile Pais De Rincones

makarena25115 de Junio de 2013

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Chile, país de rincones

Mariano Latorre

Comentario del autor: Chile se caracteriza por la diversidad de sus climas, los menciona y dice que existe una pluralidad de rincones y pluralidad de almas. Hay una multiplicidad de caracteres en el paisaje chileno y una psicología múltiple del poblador. Desde la Colonia se advierten dos características contrarias: una enraizada en la tierra y conservadora, la del huaso que se adapta al medio; otra, indeterminada y anárquica, la del roto, que abandona su medio. Entre ambos vegeta una clase media que busca una posición. Santiago unificó artificialmente a Chile, pero Latorre define siete paisajes: la pampa salitrera, el norte chico, las selvas del sur, la cordillera de los Andes, la cordillera de la Costa, Chiloé y sus islas, Magallanes y sus estepas.

1. El mar

El finado Valdés

Al principio hay un diálogo, uno de los personajes dice que conoció a Valdés cuando fue a buscar unos pasajes para una comisión. El finado Valdés era de cabeza calva, con la cara salpicada de cicatrices. Su sonrisa y mirada eran tristonas. (Era la época del gobierno de Alessandri).

Al narrador lo acompaña su amigo Emilio Vallet como periodista (descendiente de franceses), él le cuenta la historia de Valdés cuando fue a Talcahuano. Fueron a buscar datos de él a su antigua oficina. Los envió al conserje a la casa de Eustaquia Calderón, quien le arrendaba una habitación al finado, le contó que la hija del conserje se demoraba al irle a dejar la ropa, y que el finado apostaba e iba a un bar alemán. (Eustaquia dejó entrever que sentía celos) Pensó en lo que le dijo Vallet de la comisión (de cuatro parlamentarios). Maldonado Silva, el león del carbón, le dio cierta relevancia a Valdés y ahí empezó su cambio. Valdés se encargó de convencer a la gente mejor que los parlamentarios.

(El narrador transcribe la narración de Vallet) Nadie entendía de dónde sacaba Valdés tantos temas. Todos pensaban que Valdés tendría un futuro político prometedor. Llegaron a Coronel y los recibió mucha gente pero se desilusionaron porque Maldonado se iba en un auto con los administradores.

Los obreros, cesantes hace dos meses, esperaban al León. Valdés se apoderó de su confianza inexplicablemente. Sirvió de nexo entre patrones y obreros. Maldonado se sintió celoso. En Lota y Curanilahue pasó lo mismo. Volvieron a Coronel, se juntó Valdés de nuevo con una muchacha viuda, la “Siete velos”. Luego fueron a Lebu, que era un pueblo más triste que los anteriores. Entraron a una mina y Valdés se perdió, lo encontraron más atrás fatigado. Los obreros se lo llevaron, sentían que el compañero Valdés les pertenecía. Llegó el doctor, llamado por Maldonado, y dijo que tenía un edema pulmonar. Lo hospitalizaron, agonizaba y murió sin ruido. Todos los parlamentarios querían irse pero debían contribuir con el entierro. Los obreros le armaron el ataúd y lo llevaron a Coronel. Valdés fue como un redentor para los obreros. Se fueron en barco y llovía torrencialmente, al ataúd se le soltaron las amarras y anduvo suelto por la popa hasta que cayó al mar. Ya a nadie le importaba Valdés.

Al final el narrador se encuentra con Vallet que tençia la maleta con unos calcetines y una camisa de Valdés. Luego de eso no vuelve a saber nada del asunto.

2. La ciudad

Trapito sucio

Pichuca, única hija del ojo de Buey, despertó cuando los tres borrachos (sus padres y su padrino) se fueron. Era nochebuena, estaba sola y lloró. Se vistió para salir y descubrir el secreto de la navidad. La autoridad de sus padres y su miedo desaparecieron ante el niño dios y su nochebuena. Llegó a una avenida y entre la gente elegante parecía un trapito sucio. Se encontró a una niña gordita en una casa pobre, estaba sola como ella. La niña le hablaba a un mono, vio a Pichuca y gritó “una niña rota”, así que Pichuca huyó. Corrió y se detuvo a ver con envidia a unos niños que entraban a una panadería con sus padres.

Estaba segura que el niño dios la protegía esa noche. Llegó al río y vio un circo que estaba al lado, pero no se acercó. Ahora ya nada le asombraba. Cruzó el puente, llegó a unos juegos y quedó pasmada. Su segunda prueba de nochebuena ocurrió cuando una mujer alejó a su hijo de ella porque creía que era piojosa.

En el piso vio una cornetita de cartón y tenía miedo de recogerla. Luego de mucho pensarlo la cogió con miedo y tenía ganas de tocarla. Luego le dio hambre y vio un viejo vendiendo duraznos, de repente cayó uno a sus pies y lo escondió con miedo, miró y vio cuatro más en el suelo. Pensó que el niño dios le había dado todo.

Cansada, entró a una iglesia, dejó la corneta como ofrenda. Tenía sueño, se escondió y quedó encerrada. Se durmió soñando que iba al cielo.

El finadito

Era invierno en Santiago, daban las siete de la mañana. El narrador en primera persona estudia leyes, lo sostiene su padre, eso le daba responsabilidades. Recordaba eso en el tranvía, y luego pensó en una costurerita de su barrio que debía subir también. Describe la garúa santiaguina, que era como un polvo de agua. Describe a la gente del recorrido. Un día la costurerita responde a sus miradas y piensa bajarse con ella. Se detuvo el tranvía y subió un viejo con un ataúd de bebé, lo llevaba al cementerio porque los padres trabajaban. El viejo comienza a explicarle a la gente que sus diez muertos han muerto pequeños. Éste murió de una epidemia, el viejo abrió el ataúd para que lo vieran y todos le gritaron que lo cierre porque la peste era contagiosa. Muchos se bajaron. En el interior se quedaron el viejo, la costurerita y el narrador. El viejo se paró cuando el maquinista lo echó, y le gritó que el niño no tenía la culpa. El protagonista le habló a la costurerita.

E. Pérez Artola, anticuario

Epifanio Pérez Artola (EPA) entró en “mi” vida, dice el narrador, tal como salió de ella. EPA firmaba así, como en el título, como pintor. No le gustaba su apellido tampoco porque era vasco y no chileno. Lo conoció cuando EPA envió dos cuadros al salón de Bellas Artes en 1912, no eran muy buenos pero el narrador hizo un artículo y Pérez lo buscó. Sus ojos eran inexpresivos pero su sonrisa encantadora. Fuera de su taller parecía una bestia. Cuando fue por primera vez, le pareció ver la silueta de una mujer, pero nunca preguntó. En el cuarto de Pérez había un retrato de mujer. EPA reunía cosas viejas. Le intrigaba el retrato pues era una mujer bella y las hermanas de Pérez eran dos viejitas feas. La mayor, Remedios, era la de la silueta que había visto. A la menor, Milagritos, se le veía menos. El narrador tenía veinte años. Luego cuenta que un día llegó a la casa un cura: Ismael Artola, que había estado en La Serena, le contó que el padre de EPA deshizo la fortuna en el juego y la madre murió loca. Tenían a Salustio, un hermano demente.

EPA en sus cuadros era realista, pero suavizaba las cosas, les daba vida. El cura criticaba que EPA comprara cosas viejas, le contó que un día en un remate se robó el retrato.

El narrador se ausentó unos meses por sus exámenes y cuando volvió EPA restauraba algo en una iglesia. Esto fue en 1913. En 1914 lo recordó casualmente y fue a verlo, pero la casa vieja ya no estaba, entonces fue a buscar al cura. Le contó que se fue a un convento y ahora se llamaba Buenaventura, había perdido su casa. Le contó que a pesar de eso no vendió ninguna de sus antigüedades. Luego, el narrador se fue pensando que sería la última vez que vería a esa familia.

El aguilucho que se murió de hambre

Narrador en primera persona recuerda sus reuniones en la casa con su primo. Recordaba que en primavera lo recibía una gran nube de polvo, y en invierno la calle era un río de barro. La calle era una carretera más cercana al campo que a la urbanidad, a menudo veía arreos con mulas y carretones, también eran frecuentes las peleas porque habían numerosas cantinas. Le gustaba pararse en la entrada para recibir el aire del jardín en verano. No recordaba mucho a los moradores de la casa, a doña Teresila, la dueña de la casa, la recordaba porque sacaba unas fichas para jugar rocambor. Ella era de cierta forma viril, eso contrastaba con la mansedumbre de su marido, de él sólo recordaba el apellido Parga y que cuidaba los numerosos pájaros que tenían, sobre todo a los pájaros chilenos, y de ellos especialmente cuidaba a un tordo que llamaba Huacho. Para el narrador eso era novedoso porque era descendiente de marinos y estaba acostumbrado a las excursiones. Los domingos le gustaba quedarse en la cama escuchando a los pájaros. Recordaba también a Mardoco, un viejo mañoso que vivía en la huerta, era como el jardinero, también le gustaban los pájaros, pero los de rapiña. Parga sólo consintió en tener un pequén, que las mujeres veían como a un gato porque se comía a las baratas. Mardoco embalsamaba a los pájaros que iban muriendo. Un día un pajarero les llevó dos pichones de águila, le costó convencer al viejo para que se los quedara, así que Mardoco los compró en secreto. El viejo lo descubrió pero no se asombró, pensó que se morirían de hambre porque nadie les daría carne. Al contrario, el narrador y su primo ocupaban sus mesadas en darles de comer. Los niños estaban preocupados porque los aguiluchos no se movían, no se apareaban, pensaron que se morirían de tristeza en el encierro. Un día el más grande murió, Mardoco miraba con odio a Parga porque tenía razón cuando se lo dijo. Mardoco dejó la jaula abierta para que el otro aguilucho huyera. Cuando embalsamó al muerto descubrió

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