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Cuentos Infantiles

cazariin28 de Octubre de 2012

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En una de las islas danesas, cubierta de sembrados entre los que se elevan antiguos anfiteatros, y de hayedos con corpulentos árboles, hay una pequeña ciudad de bajas casas techadas de tejas rojas. En el hogar de una de aquellas casas se elaboran cosas maravillosas; hierbas diversas y raras eran hervidas en vasos, mezcladas y destiladas, y trituradas en morteros. Un hombre de avanzada edad cuidaba de todo ello.

-Hay que atender siempre a lo justo -decía-; sí, a lo justo, lo debido; atenerse a la verdad en todas las partes, y no salirse de ella.

En el cuarto de estar, junto al ama de casa, estaban dos de los hijos, pequeños todavía, pero con grandes pensamientos. La madre les había hablado siempre del derecho y la justicia y de la necesidad de no apartarse nunca de la verdad, que era el rostro de Dios en este mundo.

El mayor de los muchachos tenía una expresión resuelta y alegre. Su lectura referida eran libros sobre fenómenos de la Naturaleza, del sol y las estrellas; eran para él los cuentos más bellos. ¡Qué dicha poder salir en viajes de descubrimiento, o inventar el modo de imitar a las aves y lanzarse a volar! Sí, resolver este problema, ahí estaba la cosa. Tenían razón los padres: la verdad es lo que sostiene el mundo.

El hermano menor era más sosegado, siempre absorto en sus libros. Leía la historia de Jacob, que se vestía con una piel de oveja para confundirse con Esaú y quitarle de este modo el derecho de primogenitura; y al leerlo cerraba, airado, el diminuto puño, amenazando al impostor. Cuando se hablaba de tiranos, de la injusticia y la maldad que imperaban en el mundo, le asomaban las lágrimas a los ojos. La idea del derecho, de la verdad que debía vencer y que forzosamente vencería, lo dominaba por entero. Un anochecer, el pequeño estaba ya acostado, pero las cortinas no habían sido aún corridas, y la luz penetraba en la alcoba. Se había llevado el libro con el propósito de terminar la historia de Solón.

Los pensamientos lo transportaron a una distancia inmensa; le pareció como si la cama fuese un barco con las velas desplegadas. ¿Soñaba o qué era aquello? Surcaba las aguas impetuosas, los grandes mares del tiempo, oía la voz de Solón. Inteligible, aunque dicho en lengua extraña, resonaba la divisa danesa: «Con la ley se edifica un país».

El genio de la Humanidad estaba en el humilde cuarto, e, inclinándose sobre el lecho, estampaba un beso en la frente del muchacho: «Hazte fuerte en la fama y fuerte en las luchas de la vida. Con la verdad en el pecho, vuela en busca del país de la verdad».

El hermano mayor no se había acostado aún; asomado a la ventana, contemplaba cómo la niebla se levantaba de los prados. No eran los elfos los que allí bailaban, como le dijera una vieja criada, bien lo sabía él. Eran vapores más cálidos que el aire, y por eso subían. Brilló una estrella fugaz, y en el mismo instante los pensamientos del niño se trasladaron desde los vapores del suelo a las alturas, junto al brillante meteoro. Centelleaban las estrellas en el cielo; habríase dicho que de ellas pendían largos hilos de oro que llegaban hasta la Tierra.

«Levanta el vuelo conmigo», pareció cantar y resonar una voz en el corazón del muchacho. El poderoso genio de las generaciones, más veloz que el ave, que la flecha, que todo lo terreno capaz de volar, lo llevó a los espacios, donde rayos, de estrella a estrella, unían entre sí los cuerpos celestes; nuestra Tierra giraba en el aire tenue, y aparecía una ciudad tras otra. En las esferas se oía: «¿Qué significa cerca y lejos, cuando te eleva el genio poderoso del espíritu?».

Y el niño seguía en la ventana, mirando al exterior, y su hermanito leía en la cama, y su madre, los llamaba por sus nombres:

-¡Anders y Hans Christian!

Dinamarca los conoce.

El mundo conoce a los dos hermanos Örsted.

FIN

Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes más conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su verdadero puesto. Tenía que ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de la sangre...; sí, señor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fúnebres.

Bueno, pues ya lo saben. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado allá arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No se preocupen. A lo mejor no es tan malo como lo pintan».

Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también.

Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con él me basta; es el mejor de los periódicos, el que leía también mi padre. Resulta muy útil para muchas cosas, y además trae todo lo que hay que saber: quién predica en las iglesias, y quién lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quién efectúa «liquidaciones», y quién se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daño a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el «Noticiero»; al llegar al final de la vida se tiene tantísimo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y aserrín.

El «Noticiero» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que más han hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor.

Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero vengan conmigo al cementerio. Vamos allá cuando el sol brilla y los árboles están verdes; paseémonos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el título, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intríngulis, lo sé por mi padre y por mí mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En él están todos juntos y aún algunos más.

Ya estamos en el cementerio.

Detrás de una reja pintada de blanco, donde antaño crecía un rosal -hoy no está, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquí sus dedos, y más vale esto que nada-, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aún algo más, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponía frenético sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrás, o porque salía una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ¿Acaso tiene eso la menor importancia? ¿Quién repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el público aplaudía demasiado, como no aplaudía bastante.

-Esta leña está húmeda -decía-, no quemará esta noche.

Y luego se volvía a ver qué gente había, y notaba que se reían a deshora, en ocasiones en que la risa no venía a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufría. No podía soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquí: hoy reposa en su tumba.

Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su dicha, ya que, por lo demás, nunca habría sido nadie; pero en la Naturaleza está todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrás, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrás otro cordón bueno y recio que hace el servicio. También él llevaba detrás un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo está tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrársele las pajarillas.

Descansa aquí -¡esto sí que es triste!-, descansa aquí un hombre que se pasó sesenta y siete años reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegría tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno -

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