La Sensacion Del Poder
melina0075 de Agosto de 2013
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Jehan Shuman estaba acostumbrado a tratar con las autoridades de la Tierra, inmersa en continuas guerras. Era solamente un civil, pero creaba programas que en la dirección de computadoras de guerra los consideraban del tipo más perfeccionado. En consecuencia, los generales le escuchaban. Y los presidentes de comités del Congreso también.
En el salón especial del nuevo Pentágono estaban reunidos miembros de todos estos estamentos. El general Weider estaba quemado por el espacio y tenía una boquita fruncida como un cero. El congresista Brandt tenía las mejillas lisas y los ojos claros. Fumaba tabaco denebiano con la expresión de quien sabe que su patriotismo es tan notorio que se le permiten tales libertades. Shuman, alto, distinguido, programador de primera clase, les miraba sin miedo. Les anunció:
— Caballeros, éste es Myron Aub.
— El que posee el curioso don que usted descubrió por pura casualidad -comentó el congresista Brandt, plácidamente- e inspeccionó con amable curiosidad al hombrecito de cabeza calva como un huevo.
El hombrecito, en respuesta, se retorció los dedos con muestras de impaciencia. Jamás se había encontrado ante gente de tanta categoría. Él era solamente un técnico de poca monta, no era joven ni viejo, había fracasado en todas las pruebas establecidas para descubrir a los mejor dotados de la Humanidad y se había colocado en una rutina de trabajo no especializado. Sólo que el gran programador había descubierto ese pasatiempo suyo y ahora estaba dándole una tremenda importancia.
— Encuentro extremadamente infantil esta atmósfera de misterio -observó el general Weider.
— No lo creerá así dentro de un momento -dijo Shuman-. Es algo de lo que no debemos dejar que se entere cualquiera, Aub -había un deje imperioso en su modo de pronunciar aquel nombre monosilábico, pero había que tener en cuenta que él era el gran programador dirigiéndose a un simple técnico-. ¡Aub!, ¿cuánto da nueve por siete?
Aub dudó un instante. Sus pálidos ojos brillaron con débil ansiedad y contestó:
— Sesenta y tres.
El congresista Brandt enarcó las cejas y preguntó:
— ¿Está bien?
— Compruébelo usted mismo, congresista.
El congresista sacó su computadora del bolsillo, acarició por dos veces sus bordes, la miró sobre la palma de la mano, y volvió a guardarla, diciendo:
— ¿Es éste el regalo que nos ha traído para mostrárnoslo, un ilusionista?
— Mucho más que eso, señor. Aub ha memorizado algunas operaciones y con ellas computa sobre papel.
— ¿Una computadora de papel? -preguntó el general. Parecía dolido.
— No, señor -contestó pacientemente Shuman-. Una computadora de papel, no. Simplemente una hoja de papel. General, ¿quiere usted ser tan amable de sugerir un número?
— Diecisiete -dijo el general.
— ¿Y usted, congresista?
— Veintitrés.
— ¡Bien! Aub, multiplique esos números y, por favor, muestre a los caballeros su modo de hacerlo.
— Sí, Programador -asintió Aub bajando la cabeza.
Sacó un pequeño bloc de un bolsillo de la camisa y una fina estilográfica del otro. Arrugó la frente mientras trazaba complicadas marcas en el papel y el general Weider le interrumpió autoritariamente:
— Veamos esto.
Aub le pasó el papel y Weider dijo:
— Bueno, parece la cifra diecisiete.
El congresista Brandt asintió y añadió:
— Así parece, pero supongo que cualquiera puede copiar las cifras de una computadora. Creo que yo mismo podría trazar un diecisiete aceptable, incluso sin práctica.
— Les ruego que dejen continuar a Aub -les advirtió Shuman sin acalorarse.
Aub continuó aunque le temblaban algo las manos. Finalmente anunció en voz baja:
— La respuesta es trescientos noventa y uno.
El congresista Brandt volvió a sacar su computadora y tecleó:
— Por Júpiter, que así es. ¿Cómo lo ha adivinado?
— No lo ha adivinado, congresista. Computó el resultado. Lo hizo en esta hoja de papel.
— Bobadas -soltó, impaciente, el general-. Una computadora es una cosa y las marcas sobre el papel, otra.
Explíquelo, Aub -ordenó Shuman.
— Sí, Programador. Bien, caballeros, escribo diecisiete y debajo pongo veintitrés. A continuación me digo: tres veces siete...
El congresista interrumpió suavemente:
— Bien, Aub, pero el problema es diecisiete veces veintitrés.
— Ya lo sé -respondió el pequeño técnico encarecidamente-, pero yo empiezo diciendo tres veces siete, porque así es como se hace. Ahora bien, tres veces siete son veintiuno.
— ¿Y cómo lo sabe? -preguntó el congresista.
— Lo recuerdo. Siempre da veintiuno en la computadora. Lo he comprobado infinidad de veces.
— Pero eso no quiere decir que siempre vaya a serlo, ¿verdad? -insistió el congresista.
— Puede que no -balbuceó Aub-. No soy un matemático. Pero siempre consigo las respuestas exactas.
— Siga.
— Tres veces siete es veintiuno, así que escribo veintiuno. Luego tres veces uno es tres, así que pongo un tres debajo del dos del veintiuno.
— ¿Por qué debajo del dos? -preguntó inmediatamente Brandt.
— Porque... -Aub miró desesperado a su superior en busca de ayuda-. Es difícil de explicar.
Shuman aclaró:
— Si de momento aceptan su trabajo, dejaremos los detalles para el matemático.
Brandt cedió.
— Tres más dos suman cinco, así que el veintiuno se transforma en cincuenta y uno. Ahora dejemos esto de momento y empecemos de nuevo. Multiplique dos y siete y le da catorce, y dos y uno y le da dos. Puestos así da treinta y cuatro. Bien, ahora ponga el treinta y cuatro debajo del cincuenta y uno y súmelos, y obtiene trescientos noventa y uno y ésta es la respuesta.
Hubo un momento de silencio que quedó roto por las palabras del general:
— No lo creo. Hace toda esta pamema, inventa números, los multiplica y los suma a su aire, pero no me lo creo. Es demasiado complicado para no ser otra cosa que charlatanería.
— ¡Oh, no, señor! -protestó Aub, sofocado-. Solamente parece complicado porque no están acostumbrados. En realidad, las reglas son muy sencillas y sirven para cualquier número.
— Con que cualquier número, ¿eh? -saltó el general-. Venga, pues.
Sacó su propia computadora (un modelo severamente militar) y tecleó al azar.
— Ponga en el papel cinco, siete, tres, ocho. Será, cinco mil setecientos treinta y ocho.
— Sí, señor -dijo Aub, sacando una nueva hoja de papel.
— Ahora -y tecleó más en su computadora-, siete, dos, tres, nueve. Siete mil doscientos treinta y nueve.
— Si, señor.
— Ahora multiplique los dos.
— Tardaré algo -tartamudró Aub.
— Tómese el tiempo que quiera -repuso el general.
— Adelante, Aub -le animó Shuman.
Aub se puso a trabajar. Cogió otra hoja de papel, y otra. El general sacó su reloj, y lo miró.
— ¿Ha terminado con su magia, técnico? preguntó.
— Casi, señor. Aquí lo tiene; cuarenta y un millones quinientos treinta y siete mil trescientos ochenta y dos -y mostró su resultado.
El general Weider sonrió con amargura. Marcó el contacto de multiplicación en su computadora y dejó que los números se mezclaran hasta detenerse. Entonces miró y chilló, sorprendido:
— ¡Santa Galaxia! El tío tiene razón.
El presidente de la Federación Terrestre tenía aspecto demacrado en su despacho. En privado se permitía una expresión melancólica que modificaba sus delicados rasgos. La guerra denebiana, después de haber empezado como un vasto movimiento de gran popularidad, había ido degenerando en un asunto sórdido de maniobras y contramaniobras, mientras el descontento crecía progresivamente en la Tierra. Era posible que también creciera en Deneb.
Y ahora el congresista Brandt, a la cabeza de un importante Comité de Apropiaciones Militares, pasaba alegre y suavemente su media hora de cita soltando necedades.
— Computar sin computadora -declaró impaciente el presidente- es en si una contradicción.
— Computar -explicó el congresista- es solamente un sistema de manejar datos. Una máquina puede hacerlo, podría hacerlo el cerebro humano. Deje que le ponga un ejemplo -y sirviéndose de las nuevas habilidades aprendidas obtuvo sumas y productos hasta que el presidente, muy a pesar suyo, se interesó.
— ¿Y siempre funciona?
— Siempre, señor presidente. Es infalible.
— ¿Es difícil de aprender?
— Tardé una semana en conseguir hacerlo. Creo que usted lo haría mejor.
— Bien -dijo el presidente, pensativo-. Es un interesante juego de salón, pero, ¿para qué sirve?
— ¿Para qué sirve un recién nacido, señor presidente? De momento no sirve para nada, pero fíjese que ése es el camino hacia la liberación de las máquinas. Piense, señor presidente -el congresista se puso en pie y su voz profunda adquirió la resonancia y cadencia que empleaba en los debates públicos-, que la guerra denebiana es una guerra de computadora contra computadora. Sus computadoras forjan un escudo impenetrable de misiles contra nuestros misiles, y las nuestras hacen lo mismo en contra de ellos. Si mejoramos la eficacia de nuestras computadoras, ellos hacen lo mismo y llevamos cinco años de un equilibrio precario y sin provecho. Ahora tenemos en nuestras manos un
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