Las Organizaciones Despegadas
cusvai29 de Septiembre de 2014
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Las organizaciones despegadas1
«El acorazado IBM» está tratando de convertirse en una flota de ágiles «destructores».
The New York Times,
27 de noviembre de 1991
El 26 de noviembre de 1991, la decaída IBM -después de mirarse en el espejo y de estudiar a las
empresas similares a ABB- anunció un histórico aumento en la autonomía de las subunidades. A pesar
del anuncio de un coste de 3.000 millones de dólares para su reestructuración, la Bolsa expresó su
satisfacción de forma instantánea al hacer subir 2,75 dólares el precio de las acciones de la compañía.
Acercarse mucho a los clientes. Una muy buena idea en general y una necesidad inmediata en
un mercado donde la moda se ha convertido en el «nombre del juego» de toda empresa. ¿Cómo
hacerlo? He ofrecido una tonelada de consejos en mis tres libros anteriores. Hay que medir la
satisfacción del cliente. Otorgarle atribuciones a los empleados que están en contacto con él, etc., etc.,
etc.
Pero tal como lo dije en el Prefacio «metí la pata», a decir verdad. IBM defendió la política de
«acercamiento al cliente» durante años y siguió todos los trucos posibles (muchos de los cuales los había
inventado ella). Cuando el cliente cambió, sin embargo, IBM no lo hizo. ¿Por qué? En una sola palabra,
por una estructura organizativa entumecida y pesada. Hay que destruir esa estructura, de lo contrario...
Ése es el mensaje. Un millón de personas inteligentes y activas sometidas a los incentivos «correctos»
no la acercarán ni un micrómetro al cliente a menos que el peso muerto de una jerarquía vertical sea
suprimido casi en su totalidad. No hay liberación cuando permanece algo que sea mucho más que una
apariencia de las superestructuras.
«¿Reducir los niveles?» «¿Achatar la pirámide?» No. Vayan a la papelería más cercana.
Compren esa hoja de papel en blanco de la que hablamos en la sección «Aprender a darse prisa». Y
luego destruyan. Deshagan, hagan pedazos, desgarren, mutilen, destruyan esa jerarquía. Esa es la
historia de Percy Barnevik (ABB). La historia de Jon Simpson (Titeflex). La historia de Mike Walsh (Union
Pacific). Pero un momento. ¿Qué es jerarquía? ¿Por qué la jerarquía en primer lugar? ¿Y cómo ir «más
allá» de la jerarquía sin caer en la anarquía?
Hay que olvidarse de las definiciones académicas. Esta sección será sin duda inductiva.
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Determinados casos contarán nuestra historia. Y la mejor manera de empezar es situándonos lo más
lejos posible de la teoría. De todos modos, ¿cómo diablos es vivir sin una jerarquía formal? Conozco a
alguien que puede contado por experiencia. Yo.
Comenzaré entonces con un cuento íntimo, una reflexión personal (con todos los prejuicios que
ello implica) sobre el funcionamiento de una organización grande pero fluida y totalmente atomizada: Mc-
Kinsey & Company, los consultores de dirección. McKinsey, donde colgué mi sombrero durante siete
años, comercia con ideas, nada más. Por más «endeble» o «soft» que pueda parecer, ése es el camino
futuro de todo el mundo. Piénsese en la organización de proyectos y, a menos que surja la idea de la
NASA, uno probablemente piense en una escala bastante modesta: media docena de personas
arrinconadas en alguna parte, trabajando en una pequeña tarea, de duración limitada. Se trata de una
descripción perfecta de McKinsey (y de EDS). y de una mala descripción. La mayor parte del trabajo
facturado por McKinsey es efectivamente llevado a cabo por equipos de media docena (o menos) de
personas, con un cliente o dos integrados como miembros con dedicación completa. Y en general están
efectivamente situados en algún rincón: una grieta no utilizada en las instalaciones del cliente, una «sala
de proyecto» de seis por seis, con una mesa barata, una gastada máquina de hacer café, teléfono, PC y
fotocopiadora. Por otra parte, esos pequeños nidos de ardilla añaden valor a una empresa de 1.000
millones de dólares que duplicó su tamaño entre 1986 y 1991.
La vida fluida
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McKinsey. Basta decir el nombre y personas que tienen gran percepción se ponen de rodillas.
Asesores para GE, Fujitsu, BASF y otros prestigiosos clientes en todo el mundo. Hace unos años, los
consultores eran una nota al pie de página para los negocios. En un contexto empresarial donde el
conocimiento es rey, los comerciantes del conocimiento son, por definición, la nueva elite. McKinsey es
un comerciante de conocimiento con pocos que le igualen.
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Es evidente. Cualquier lugar que uno observa de cerca parece un zoológico. McKinsey no fue la
excepción. En realidad, necesité diez años para darme cuenta que esos comerciantes de conocimiento
extrañamente organizados, dirigidos muy «pobremente» conforme a los estándares convencionales (por
ejemplo, no contaban con descripciones de tareas, organigramas, objetivos anuales, un sistema de evaluación
de desempeño inconmensurable) se han convertido ahora -en la era del «valor añadido a través
del conocimiento»- en modelos fundamentales para casi todo el resto del mundo. Su desagradable forma
(según el punto de vista tradicional) de hacer las cosas se está volviendo cada vez más atractiva.
Alistarse... y marcharse
Llegué a McKinsey a las 9 de la mañana, el2 de diciembre de 1974. Obtuve mis tarjetas de
crédito, mis llaves. Todo eso concluyó cerca de las 9.30. Ninguno de los del «equipo» al que había sido
asignado se encontraba en la oficina de San Francisco. Los otros tres miembros se encontraban en
Oklahoma, Iowa y en la ciudad de Nueva York, o por lo menos eso era lo que la gente suponía. Tenía
que trabajar sobre una propuesta de inversión de 150 millones de dólares en una planta de amoníaco
para la Skelly Gil Company. Me aconsejaron coger un avión a Nueva York esa tarde, para hablar de
fertilizantes con un experto en microeconomía de McKinsey, consultor del equipo de consultores. Era una
parte fundamental de la «red informal» del jefe de proyecto (¡ciertamente no era el término usado
entonces!) y había sido llamado para enfrentarme a ciertos espinosos temas de oferta y demanda. Pasé
el día siguiente en Nueva York luego me dirigí hacia la fábrica del cliente en Clinton, Iowa.
Cuando llegué a Clinton, ya como vetarno de dos días en McKinsey, mi compañero de equipo,
que había llegado antes, se había marchado rápidamente a Tulsa (sede de Skelly). De manera que allí
estaba yo, por primera vez en la sede del cliente cobrando algunos honorarios diarios considerables,
virtualmente sin guía. Pero nunca se me ocurrió que lo que estaba haciendo no era «normal».
Un par de días más tarde, sin haberme encontrado aún con mi jefe de equipo, partí hacia
Calgary, por mi cuenta, para trabajar en una pieza clave del rompecabezas: la evaluación de la oferta y la
demanda canadienses de agroquímicos para los próximos veinte años. (¿Dónde está Calgary? ¿Qué son
los agroquímicos?).
Un día después de haber llegado, decidí que necesitaba ayuda: es decir, que el consultor
necesitaba desesperadamente a un consultor. Sin que el líder de mi equipo me lo hubiera dicho y sin su
consentimiento (¿Quién es? ¿Dónde está?), contraté una compañía de dos personas que en mi opinión
conocían todos los detalles de la industria agroquímica canadiense, para emprender un estudio de una
semana de duración.
¡Simplemente hice lo que naturalmente se me ocurrió!
El proyecto es todo
Literalmente desde la primera hora del primer día en McKinsey, formaba parte de un
...