Mascaras Mexicanas
jahirpj1128 de Agosto de 2012
5.389 Palabras (22 Páginas)1.202 Visitas
Máscaras mexicanas”
Octavio Paz
Corazón apasionado
disimula tu tristeza.
Canción popular
Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me
aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la
sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para
defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación.
Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al
vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de
electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de
palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos
suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos,
amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: “al
buen entendedor pocas palabras”. En suma, entre la realidad y su persona se establece
una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano
siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo.
El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior:
el ideal de la “hombría” consiste en no “rajarse” nunca. Los que se “abren” son cobardes.
Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad
o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, “agacharse”, pero no “rajarse”,
esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El “rajado” es de poco
fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de
afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores porque, al
entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su “rajada”,
herida que jamás cicatriza.El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que
instintivamente consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta reacción se justifica
si se piensa en lo que ha sido nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos
creado. La dureza y la hostilidad del ambiente ;y esa amenaza, escondida e indefinible,
que siempre flota en el aire; nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de la
meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa. Pero esta conducta, legítima
en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo, automáticamente.
Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no sabemos si esos
sentimientos son verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad masculina corre
tanto peligro ante la benevolencia como ante la hostilidad. Toda abertura de nuestro ser
entraña una disminución de nuestra hombría.
Nuestras relaciones con los otros hombres también están teñidas de recelo. Cada vez
que el mexicano se confía a un amigo o a un conocido, cada vez que se “abre”, abdica. Y
teme que el desprecio del confidente siga a su entrega. Por eso la confidencia deshonra y
es tan peligrosa para el que la hace como para el que la escucha; no nos ahogamos en la
fuente que nos refleja, como Narciso, sino que la cegamos. Nuestra cólera no se nutre
nada más del temor de ser utilizados por nuestros confidentes ;temor general a todos los
hombres; sino de la vergüenza de haber renunciado a nuestra soledad. El que se confía,
se enajena; “me he vendido con Fulano”, decimos cuando nos confiamos a alguien que
no lo merece. Esto es, nos hemos “rajado”, alguien ha penetrado en el castillo fuerte. La
distancia entre hombre y hombre, creadora del mutuo respeto y la mutua seguridad, ha
desaparecido. No solamente estamos a merced del intruso, sino que hemos abdicado.
Todas esas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha,
concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos. El ideal de hombría
para los otros pueblos consiste en una abierta y agresiva disposición al combate;
nosotros acentuamos el carácter defensivo, listos a repeler el ataque. El “macho” es un
ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía.
La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante los impactos
del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y
políticas. Nuestra historia está llena de frases y episodios que revelan la indiferencia de
nuestros héroes ante el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas, concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e
impasibles ;como Juárez y Cuauhtémoc; al menos procuramos ser resignados, pacientes
y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la
victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad.
La preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto no se manifiesta sólo como
impasibilidad y desconfianza, ironía y recelo, sino como el amor a la forma. Ésta contiene
y encierra a la intimidad, impide sus excesos, reprime sus explosiones, la separa y aísla,
la preserva. La doble influencia indígena y española se conjugan en nuestra predilección
por la ceremonia, las fórmulas y el orden. EL mexicano, contra lo que supone una
superficial interpretación de nuestra historia, aspira a crear un mundo ordenado conforme
a principios claros. La agitación y encono de nuestras luchas políticas prueba hasta que
punto las nociones jurídicas juegan un papel importante en nuestra vida pública. Y en la
de todos los días el mexicano es un hombre que se esfuerza por ser formal y que muy
fácilmente se convierte en formulista. Y es explicable. El orden ;jurídico, social, religioso o
artístico; constituye una esfera segura y estable. En su ámbito basta con ajustarse a los
modelos y principios que regulan la vida; nadie, para manifestarse, necesita recurrir a la
continua invención que exige una sociedad libre. Quizá nuestro tradicionalismo ;que es
una de las constantes de nuestro ser y lo que le da coherencia y antigüedad a nuestro
pueblo; parte del amor que profesamos a la forma. Las complicaciones rituales de la
cortesía, la persistencia del humanismo clásico, el gusto por las formas cerradas en la
poesía (el soneto y la décima por ejemplo), nuestro amor por la geometría en las artes
decorativas, por el dibujo y la composición en la pintura, la pobreza de nuestro
romanticismo frente a la excelencia de nuestro arte barroco, el formalismo de nuestras
instituciones políticas y, en fin, la peligrosa inclinación que mostramos por la fórmulas
;sociales, morales y burocráticas;, son otras tantas excepciones de esta tendencia de
nuestro carácter. El mexicano no sólo no se abre; tampoco se derrama. A veces las
formas nos ahogan. Durante el siglo pasado los liberales vanamente intentaron someter
la realidad del país a la camisa de fuerza de la Constitución de 1857. Los resultados
fueron la Dictadura de Porfirio Díaz y la Revolución de 1857. En cierto sentido la historia
de México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las formas y fórmulas
en que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosiones con que nuestraespontaneidad se venga. Poca veces la forma ha sido una creación original, un equilibrio
alcanzado no a expensas sino gracias a la expresión de nuestros instintos y quereres.
Nuestras formas jurídicas y morales, por el contrario, mutilan con frecuencia a nuestro
ser, nos impiden expresarnos y niegan satisfacción a nuestros apetitos vitales. La
preferencia por la forma, inclusive vacía de su contenido, se manifiesta a lo largo de la
historia de nuestro arte, desde la época precortesiana hasta nuestros días. Antonio
Castro Leal, en su excelente estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón, muestra cómo la
reserva frente al romanticismo ;que es, por definición, expansivo y abierto; se expresa ya
en el siglo XVIII, esto es, antes de que siquiera tuviésemos conciencia de nacionalidad.
Tenían razón los contemporáneos de Juan Ruiz de Alarcón al acusarlo de entrometido,
aunque más bien hablasen de la deformidad de su cuerpo que de la singularidad de su
obra. En efecto, la porción más característica de su teatro niega al de sus
contemporáneos españoles. Y su negación contiene, en cifra, la que México ha opuesto
siempre a España. El teatro de Alarcón es una respuesta a la vitalidad española,
afirmativa y deslumbrante en esa época, y que se expresa a través de un gran Sí a la
historia y a las pasiones. Lope exalta el amor, lo heroico, lo sobrehumano, lo increíble;
Alarcón opone a estas virtudes desmesuradas otras más sutiles y burguesas: la dignidad,
la cortesía, el estoicismo melancólico, un pudor sonriente. Los problemas morales
interesan poco a Lope, que ama la acción, como todos
...