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Tristan E Isolda

paloma197726 de Julio de 2012

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Tristan e Isolda

Bernerd Cornwell

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Yo quería que Arturo fuera rey, pero sólo en una ocasión a lo largo de tantos años llegué más allá de sus meras evasivas y hablé seriamente con él sobre su derecho al trono; tal conversación no tuvo lugar hasta cinco años después del juramento de la Mesa Redonda, durante el verano anterior al año de la proclamación de Mordred, momento en que las murmuraciones hostiles se habían convertido en un grito ensordecedor. Sólo los cristianos estaban a favor de la aclamación de Mordred, y ni siquiera se mostraban entusiastas, pero se sabía que su madre había sido cristiana y que el niño había recibido el bautismo; tales argumentos bastaron para persuadir a los cristianos de que Mordred tal vez apoyara sus ambiciones. El resto de Dumnonia confiaba en que Arturo los libraría del pequeño, pero éste pasaba sus deseos por alto serenamente. Aquel verano era, según el cómputo solar que hemos adoptado, el cuatrocientos noventa y cinco después del nacimiento de Cristo, una estación maravillosa inundada de sol. Arturo se hallaba en el cenit de su gloria, Merlín tomaba el sol en nuestro jardín con mis tres hijas menores, que siempre le pedían más cuentos, y Ceinwyn era feliz. Ginebra se deleitaba en su encantador palacio del mar, con sus arcos y galerías y su oscuro templo oculto, Lancelot parecía satisfecho en su reino junto al mar, los sajones se enfrentaban unos con otros y Dumnonia vivía en paz. Recuerdo que, por otra parte, aquel verano fue tremendamente desgraciado.

Pues fue el verano de Tristán e Isolda.

Kernow es el reino salvaje que se agarra a la esquina occidental de Dumnonia como una zarpa. Los romanos llegaron allí pero pocos se asentaron en tan salvaje terreno y, cuando dejaron Britania, el pueblo de Kernow siguió viviendo su vida como si los invasores no hubieran pasado por allí. Labraban pequeños campos, pescaban en aguas procelosas y extraían el precioso estaño de la tierra. Decían que viajar a Kernow era como volver a la Britania de antes de la llegada de los romanos, aunque nunca visité aquellas tierras, ni Arturo tampoco.

El rey Mark ocupaba el trono de Kernow desde que yo tenía conciencia. Casi nunca nos importunaba, aunque de vez en cuando -generalmente cuando Dumnonia tenía algún conflicto con algún enemigo más poderoso del exterior- consideraba que algunas de nuestras tierras más occidentales le pertenecían; entonces se producía una breve refriega fronteriza y las naves bélicas de Kernow invadían y saqueaban nuestras costas. Siempre vencíamos, cómo no. Dumnonia era grande y Kernow pequeña y, concluido el conflicto, Mark enviaba emisarios para decir que todo había sido un malentendido. Durante una breve temporada, al principio de la era de Arturo, cuando Cadwy de Isca se rebeló contra el resto de Dumnonia, Mark llegó a apoderarse de una gran porción de tierra dumnonia adyacente a su frontera, pero Culhwch terminó con la rebelión y cuando Arturo envió la cabeza de Cadwy como presente para Mark, los lanceros de Kernow se retiraron silenciosamente a sus antiguas fortalezas.

No menudeaban tales escaramuzas, pues el rey Mark solventaba sus campañas más notables en el lecho. Era famoso por el número de esposas que había tenido pero, mientras que otros como él poseían varias al mismo tiempo, Mark las desposaba de una en una. Ellas morían con una regularidad apabullante, casi siempre, al parecer, al cabo de cuatro años justos de la celebración del matrimonio, efectuada por sus druidas; Mark siempre encontraba la forma de explicar tales muertes (unas fiebres, un accidente o un parto difícil), pero casi todos sospechábamos que era el aburrimiento del rey lo que alimentaba el fuego de las piras donde se incineraban los cuerpos de las reinas en Caer Dore, la fortaleza real. La séptima esposa que murió fue Ialle, sobrina de Arturo, y Mark envió un mensajero con un triste comunicado sobre setas venenosas y el apetito voraz de Ialle. Envió además una mula de carga con lingotes de estaño y unos raros huesos de ballena para evitar la posible ira de Arturo.

La muerte de las esposas, sin embargo, no parecía evitar que otras princesas osaran cruzar el mar para compartir el lecho con Mark. Tal vez fuera preferible ser reina en Kernow, aunque por breve tiempo, que aguardar en las estancias de las mujeres a que se presentara un pretendiente que tal vez no llegara nunca; además, las justificaciones de las muertes siempre eran plausibles. Se trataba de simples accidentes.

Tras la muerte de Ialle, no se produjo otro matrimonio hasta mucho después. Mark envejecía y se dio por supuesto que el rey había dejado de jugar al matrimonio, pero aquel delicioso verano del año anterior al ascenso de Mordred al trono, el viejo rey Mark tomó una nueva esposa. Tratábase de la hija de nuestro antiguo aliado Oengus Mac Áirem, el rey irlandés de Demetia que nos sirvió la victoria en bandeja en el valle del Lugg, victoria por la cual Arturo le perdonó los millares de delitos que aún cometía en tierras de Cuneglas. (...)El matrimonio del viejo rey Mark con la niña de Demetia era un pacto entre dos reinos pequeños que a nadie importunaba y, por otra parte, nadie creyó que el rey Mark se casara con la princesa a cambio de beneficios políticos. Lo hizo únicamente porque tenía un apetito insaciable de jóvenes de sangre real. Contaba ya casi sesenta años, su hijo Tristán cerca de cuarenta e Isolda, la nueva reina, sólo contaba quince.

El desastre comenzó cuando Culhwch nos envió un mensaje diciendo que Tristán había llegado a Isca con la jovencísima esposa de su padre. Culhwch había sido nombrado gobernador de la provincia occidental de Dumnonia tras la muerte de Melwas por envenenamiento con ostras, y en su mensaje decía que Tristán e Isolda habían huido del rey Mark. La llegada de los fugitivos parecía complacer a Culhwch, lejos de preocuparle, pues, al igual que yo, había luchado junto a Tristán en el valle del Lugg y en las afueras de Londres, y apreciaba al príncipe.

-Al menos esta esposa sobrevivirá -escribió su ama-nuense al consejo-, y lo merece. Les he dejado una vieja fortaleza y una guardia de lanceros. -El mensaje continua ba con la descripción de una incursión de piratas irlandeses de la otra orilla del mar y concluía con la petición de rebaja de los tributos, habitual en Culhwch, y la advertencia, también habitual, de que la cosecha prometía ser escasa. En resumen, se trataba de un despacho normal sin nada que pudiera despertar aprensión en el consejo, pues todos sabíamos que la cosecha sería abundante y que Culhwch se disponía a la disputa de siempre sobre los impuestos. En cuanto a Tristán e Isolda, nos tomamos la anécdota como cosa divertida y nadie vio ningún peligro en ella. Los escribanos de Arturo archivaron la carta y el consejo pasó a discutir otros temas.

Dicha sesión fue celebrada en Durnovaria y, como de costumbre, Ginebra había acudido desde su palacio del mar a la ciudad durante el tiempo de las reuniones, y nos acompañó a la hora de la comida.

Ginebra levantó la mirada al entrar en el patio un desconocido; lo acompañaba Hygwydd, el escudero de Arturo, y lo anunció como Cyllan, el paladín de Kernow; ciertamente tenía aspecto de paladín de un rey, pues era un bruto enorme, de negros cabellos y poblada barba, con un hacha azul tatuada en la frente. Se inclinó ante Ginebra y sacó un espadón bárbaro que depositó en el suelo con la hoja apuntada hacia Arturo. Tal gesto significaba tensión entre ambos países.

-Tomad asiento, lord Cyllan. -Arturo le indicó el asiento vacío de Mordred-. ¿Gustáis un poco de queso o de vino? El pan es reciente.

Cyllan se quitó el yelmo de hierro, terminado en una feroz máscara de lince.

-Señor -anunció con voz de trueno-, vengo con una queja.

-Y con el estómago vacío, sin duda -le interrumpió Arturo-. ¡Sentaos! Darán de comer a vuestra escolta en las cocinas. ¡Y recoged la espada!

Cyllan se rindió a la falta de protocolo de Arturo. Partió una hogaza por la mitad y cortó un buen pedazo de queso.

-Tristán -explicó secamente cuando Arturo le preguntó el motivo de la queja. Cyllan habló con la boca medio llena de comida, detalle que hizo estremecer de repulsión a Ginebra-. El Edling ha huido a estas tierras, señor -prosiguió el paladín de Kernow-, llevando consigo a la reina. -Tomó un cuerno de vino y lo apuró de un trago-. El rey Mark desea que vuelvan.

Arturo no respondió, se limitó a tamborilear con los dedos en el borde de la mesa.

Cyllan siguió engullendo queso y pan y volvió a servirse vino.

-Ya es mal suficiente -prosiguió tras un eructo prodigioso- que el Edling haya... -hizo una pausa y miró a Ginebra de soslayo, luego corrigió la frase-... esté con su madrastra.

Ginebra le interrumpió para pronunciar la palabra que Cyllan no se había atrevido a pronunciar en su presencia. El emisario asintió, enrojeció y prosiguió.

-No es cierto, señora. No es que haya copulado con su propia madrastra sino que ha robado a su padre la mitad del tesoro. Ha roto dos votos, señor. El de obediencia hacia su propio padre y el de respeto a su reina; y hemos sabido que se les ha dado asilo cerca de Isca.

-Tengo entendido que el príncipe se halla en Dumnonia -replicó Arturo sin entusiasmo.

-Y mi rey quiere que vuelva, quiere que vuelvan los dos. -Cyllan, una vez transmitido el mensaje, atacó el queso de nuevo.

Cyllan se quedó estirando las piernas al sol, y el consejo reanudó la sesión para debatir la respuesta de Arturo al rey Mark.

-Tristán -dije- siempre ha sido amigo de nuestro país. Luchó

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