Ética De Fernando Savater
lezzah8 de Abril de 2014
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¿De qué sirve la ética para los jóvenes?
La educación es el momento adecuado de la ética...
Fernando Savater
Universidad «Simón Bolívar» (Caracas, Venezuela)
Acto de conferimiento del Doctorado Honoris Causa
Jueves 29 de octubre de 1998
En Ética y ciudadanía, Caracas: Monte Ávila, 1999.
Excelentísimo y magnífico señor rector; queridos colegas; amigas y amigos: en primer lugar, tengo que iniciar estas palabras agradeciendo muy sinceramente este honor que se me confiere y que verdaderamente considero —como decía Borges de su éxito— un error muy generoso.
He tenido siempre una relación episódica con la Universidad, me he ganado desde hace casi 30 años la vida en ella. No me he considerado nunca un académico de cuerpo completo, sino más bien una especie de infiltrado desde otros campos, otro mundo, una especie de espía de otro tipo de ejército dentro del mundo de la academia, del rigor y de la transmisión seria de los conocimientos. Lo que pasa es que después de tantos años de estar haciendo esa labor de espionaje, en buena medida me considero ya parte de los espiados y no solamente ese espía que fui en otro momento.
Me alegra particularmente que este error generoso se me conceda aquí en América, porque si algún mínimo mérito puedo tener es que desde hace más de un cuarto de siglo, en una época que no era corriente que las personas de mi generación gustasen de venir a los países de la América Hispana —todos soñaban con la Sorbona, Bolonia, otro tipo de universidades—, estoy viniendo asiduamente a mantener coloquios, a aprender, a mantener intercambios, a hacerme oír y a escuchar, en los países de América. Hace —insisto— un cuarto de siglo sostuve que los españoles también somos hispanoamericanos, que formamos parte de la comunidad hispanoamericana y que, por lo tanto, nuestro lugar natural de extensión, de comprensión y de explicación y coloquio es la América Hispana. Para mí, después de tantos años, es muy grato que el primer Doctorado Honoris Causa —y probablemente el último que se me conceda— lo reciba en una universidad americana. Además que lo reciba porque los libros, esos pequeños e ingenuos libros que escribí para intentar acercar a las personas a materias que me parecen, por un lado, abstrusas, pero, por otro lado, imprescindibles para la vida, como son la ética y la política; que esos libros, a pesar de estar escritos en un estilo coloquial muy propio de España, hayan tenido fuerza o interés suficiente para ser aceptados, utilizados y quizás para resultar útiles en países americanos.
Escribí la Ética para Amador por responder a un desafío. Se me decía en aquella época, sobre todo en la época final de la dictadura y comienzos de la democracia, cuando se sustituyó la clase obligatoria de religión que había en el bachillerato español por una opción que se llamaba ética, lo cual me parecía un poco disparatado, ya que no sé por qué la ética tiene que ser una opción diferente a la religión, o por qué la religión tiene que ser obligatoria y la ética no. En
fin, no sé, me parecía todo algo confuso. En cualquier caso las clases de ética no tenían ningún texto o libro propio; los profesores de ética recortaban noticias del periódico, hablaban de conflictos bélicos, adoptaban temas tomados de las polémicas del momento; pero no había ninguna reflexión mínimamente teórica sobre la cuestión.
Hablando con algunos amigos sobre este asunto, me comentaron: «Es que es imposible, ¿cómo vas a explicar ética a personas que no han leído a Kant, Spinoza, que no conocen a Nietzsche ni a ninguno de los autores indispensables? Es imposible que a un joven de 15 años se le empiece a explicar todos esos autores que serían imprescindibles para hablar de ética». Me parecía una noticia muy alarmante, porque la ética es una cosa que se supone todos vamos a necesitar, no solamente como algo propio, sino que necesitamos que los demás la necesiten. Es algo muy útil garantizar que los demás tengan ética, y si para tener la idea de una vida recta, de una convivencia justa, solidaria y digna, hace falta leer a tantos autores importantes, estudiar tantísimo, entonces estamos perdidos, porque solamente algún erudito nos brindará el adecuado apoyo ético, y el resto del mundo viviremos como fieras feroces, lo cual, insisto, por puro egoísmo, me parecía una perspectiva alarmante.
Me comprometí a intentar exponer una ética que fuese algo iniciático. Por supuesto, no toda la ética, sino una pequeña puerta, un aperitivo que abriese el apetito para continuar luego leyendo obras más profundas y más amplias. Expuse que eso se podía hacer recurriendo a esos grandes autores, sin necesidad de que mi lector los tuviera que conocer de antemano.
Las personas de mi generación fuimos educadas en una dictadura, todos o la mayoría de nosotros somos grandes enemigos de los dogmas, la disciplina, la autoridad, los revestimientos ceremoniales serios, etc. Les habla alguien que tenía 21 años en mayo del 68 y que en cierta forma está ligado a ese imaginario colectivo propio de aquella época. Luego, llegó un momento en que tuvimos que tener nuestros hijos y convertirnos en padres, tarea que nadie acepta del todo con gusto en la modernidad, porque todo el mundo quiere ser joven permanentemente. Vivimos en una sociedad en la que si no se es joven se está enfermo, y como los padres, una de las muchas deficiencias que tenemos es ser más viejos que los hijos, admitir la paternidad nos compromete con el lado señor que todos queremos rechazar lo más posible. Por eso el mundo está lleno de padres que dicen: «Soy el mejor amigo de mi hijo». Hombre, podría probar a ser su padre, que es más importante, porque amigos tendrá otros y quizás mejores; o señoras que se enorgullecen de ser confundidas con la hermana mayor de su hija, lo cual revela una miopía especial por parte de los que cometen tal confusión.
Dado que al aceptar ese papel de señor y convertirnos en autoridad para otros, en el sentido etimológico del término, no en el sentido tiránico, sino en el sentido de lo que ayuda a crecer, el verbo auger indica aquello que ayuda a crecer. Supongo que las personas crecemos como la hiedra, apoyándonos en algo que nos ofrece resistencia; así tiene que ser uno, el padre, el profesor, el maestro, la persona que ofrece resistencia, y seguramente uno tiene que caer de vez en cuando antipático. El querer siempre ser simpático, popular, representar el lado entusiástico, de la vida, es muy agradable, pero la labor del padre o del profesor no siempre es ésta, y uno tiene que aceptar el ser antipático, porque uno representa para los hijos y los jóvenes algo muy antipático que es el tiempo, la necesidad, la tradición, y de alguna forma el hecho de que nadie viene al mundo a iniciarlo, sino a soportarlo, y si acaso, a intentar mejorarlo, si puede.
La gente de mi generación no estábamos preparadas para ese papel y como ninguno quería ser dogmático, nadie quería decir lo que había que hacer; queríamos dar libertad plena a nuestros hijos. Tenía muchos amigos de mi generación que decían: «¿Qué se les dice, qué le vas a decir?». Habrá que darles alguna pista —no sé, no se le puede decir que la antropofagia es una variedad gastronómica como cualquier otra—, alguna idea cierta, alguna indicación de que hay cosas preferibles a otras tendremos que darles. Quien me sacó y me despertó definitivamente de mis sueños antidogmáticos fue mi propio hijo Amador, cuando tenía unos 6 ó 7 años. Un día vino a casa y me dijo: «Papá en el colegio me han dicho que los Reyes Magos son los padres». No había entrado nunca en el problema porque siempre me mantenía citando versiones contrapuestas de las cosas. Ni laico ni religioso, ni de una ideología ni de otra, intentando crearle —lo que supongo ahora, era una enorme confusión— una disposición a mantenerse siempre abierto. Cuando me dijo que los Reyes Magos eran los padres, le dije: «Bueno, efectivamente hay varias escuelas de pensamiento, hay unos que creen que son los padres; otros creen que no». Él se quedó escuchándome, y me dijo: «Sabes, creo que eres el único papá de mi colegio que cree en los Reyes Magos». A partir de ese momento me di cuenta de que quizás había llegado el tiempo de intentar ser algo más preciso e intentar decirle realmente —aun a riesgo de caer antipático— lo que yo pensaba de una serie de cosas determinadas.
Eso que intenté hacer personalmente con Amador es lo que luego intenté hacer en esos dos libros. Amador no tuvo nada que ver con el asunto —lo digo de antemano—, es un truco literario, porque temía ponerme demasiado serio, doctoral y paternalista, en el peor sentido del término, al escribirlos. Como tengo una relación muy irónica y humorística con mi hijo, y nos tomamos mucho el pelo el uno al otro, pensé que si escribía el libro pensando que se lo estaba dirigiendo a él, me curaría de intentos pedantes, excesivamente profesorales, etc. Por eso elegí ese camino, y por la convicción de que la educación está ligada íntimamente a la ética; ésta es una cuestión más que todo de educación, no es una cuestión de dedicarse a hacer grandes reflexiones entre las personas adultas, que si no han sido educadas en los valores fundamentales, es muy difícil que luego vayan a descubrirlos por sí mismas cuando están cayéndose de viejas.
Creo que la educación es el momento adecuado de la ética. De hecho, el propio Aristóteles, cuando escribe la Ética a Nicómaco, la concibe como algo de lo cual hay que hablar a los jóvenes —hasta que tengan la edad suficiente para entrar en el mundo de la política—, como una preparación necesaria
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