Corrientes Humanistas
yoraxyl20 de Julio de 2012
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HUMANISMO HISTORICO
Todas las corrientes filosóficas del Renacimiento están saturadas de “naturalismo”, pero en este caso el término asume un connotación especial, que nada comparte –es más, que es incompatible– con la concepción moderna.
El mundo natural no es –como en la visión científica actual– pura materia inanimada sujeta a leyes mecánicas y ciegas, sino un organismo viviente dotado de energías en todo semejantes a las del hombre. Infinitas corrientes de pensamiento y de sensaciones lo atraviesan, uniéndose a veces, y a veces oponiéndose entre sí. Al igual que el hombre, posee sensación e intelecto, siente simpatías y antipatías, placer y dolor. Según la concepción hermética, el universo es un gigantesco individuo dotado de un alma invisible que siente y conoce, el alma del mundo, y de un cuerpo visible, dotado –como el humano– de distintos órganos y aparatos. El universo es un macroantropos.
Por lo tanto, la clave para acceder a la comprensión del mundo natural está en el hombre. El hombre es el código, el paradigma del universo, ya que, como microcosmos, presenta las mismas características fundamentales. La estructuralidad, la armonía del cuerpo humano, el hecho de que todas sus partes se interrelacionan y desarrollan funciones complementarias, se reflejan en la solidaridad y la unidad del universo. Los distintos planos del ser en los que el universo se articula –los minerales, las plantas, los animales, los seres humanos, las inteligencias superiores– no están separados ni se ignoran recíprocamente: están unidos por hilos sutiles, por misteriosas correspondencias. Cierta estrella lejana, cierta piedra, cierta planta, a pesar de la diversidad y de la distancia que las separa, están ligadas entre sí por una relación aún más profunda y esencial que la que existe con otras estrellas, piedras o plantas de distinto tipo. Cada una, en su plano, es la manifestación de una forma ideal; cada una es el signo de un aspecto esencial de la naturaleza.
El hombre, precisamente porque comprende en sí todos los planos del ser, por su naturaleza proteiforme –una maravillosa síntesis del resto de la naturaleza– es capaz de seguir los hilos misteriosos que se extienden de un extremo al otro del Universo, de descubrir los influjos secretos que unen a seres aparentemente distintos y lejanos. Él puede leer en la naturaleza los signos que la mano de Dios ha escrito, como si fueran las letras del libro sagrado de la creación.
Pero además, si el alma y el intelecto actúan intencionalmente sobre el cuerpo humano, ¿por qué no deberían actuar también sobre el cuerpo del mundo, del cual el humano es una extensión? Si la Luna hace crecer las aguas, si el imán atrae al hierro, si los ácidos atacan a los metales, ¿por qué el hombre, que es todas estas cosas juntas, no puede ejercer una acción sobre cada aspecto de la naturaleza? Él puede conocer los odios y amores, las atracciones y repulsiones que acercan o separan a los elementos. Pero mientras estas fuerzas obran de manera inconsciente, el hombre puede usarlas y dominarlas concientemente.
Así, el humanismo del Renacimiento concibe la relación entre el hombre –en este caso el hombre superior, el sabio– y la naturaleza, fundamentalmente como una relación de tipo animista, mágico. El sabio es un mago que, utilizando sus facultades intelectuales y anímicas, somete a las fuerzas de la naturaleza o coopera con ellas. Su arte puede acelerar, detener o transformar los procesos naturales cuyos secretos conoce. La astrología, la alquimia, la “magia natural” son las “ciencias” características de la época.
Es cierto que la astrología conlleva un fuerte elemento de determinismo y de fatalismo, y por esto fue ásperamente combatida por Pico que, en cambio, era favorable a la magia. Si el destino de los hombres, de los países, de las civilizaciones es dictado por los movimientos de los astros, que a través de sutiles vías llegan a determinar sus comportamientos, no hay lugar para la libertad en la gran máquina del Universo. Pero hasta las concepciones astrológicas del humanismo se conforman al espíritu de la época, poniendo en primer plano al hombre y su libertad. Así, el conocimiento de los influjos astrales es entendido como el comienzo de un proceso de liberación de la esclavitud que éstos imponen y, en un plano cósmico, aporta las pruebas de la solidaridad que une entre sí todas las partes del Universo.
La ciencia de los astros y de las leyes de la naturaleza implica el uso de las matemáticas. Pero este uso es bien diferente del que le dará la ciencia moderna. Fiel a la concepción pitagórica y platónica, el humanismo renacentista no concibe a los números y las figuras geométricas como simples instrumentos para el cálculo o la medición. Los considera entes en sí, expresiones de la verdad más profunda, símbolos de la racionalidad del Universo, comprensibles sólo a través de la facultad más característica del hombre: el intelecto. Así, el humanista Luca Pacioli, que redescrubre la divina proporción o sección áurea, considera a la matemática –tal como lo hicieran Pitágoras y Platón– fundamento de todo lo existente. Se trata, por lo tanto, de una matemática mística y no de una ciencia que encuentra su legitimación en medir, proyectar o construir.
Por cierto, estos aspectos son también de fundamental importancia durante el Renacimiento. El hombre de esta época es eminentemente activo: intenta, prueba, experimenta, construye, impulsado por una ansiedad de búsqueda que lo lleva a poner en discusión y someter a verificación las certezas consagradas por la tradición secular. Este espíritu de libertad, de apertura, constituye la condición para la revolución copernicana y todos los grandes descubrimientos de la época. Pero en la base del trabajo técnico, del arte, subyace siempre la idea de un mundo natural que no se contrapone al hombre, sino que es su prolongación. Y es por esta razón que la actitud hacia las matemáticas y la técnica de Alberti, Piero della Francesca y Leonardo, que hicieron vastísimo uso de ellas, es sustancialmente diferente a la del técnico y del científico moderno. La diferenciación entre alquimia y química, astrología y astronomía, magia natural y ciencia se desconoce en esta época y vendrá mucho más tarde. Aun Newton, en pleno siglo XVIII, escribe un tratado de alquimia... y los ejemplos de este tipo se podrían multiplicar.
Para el humanismo del Renacimiento existe en la naturaleza un orden matemático que puede ser descubierto y reproducido. Este orden es divino y reconstruirlo a través del arte significa “acercarse a Dios, haciéndose como Dios, creador de cosas bellas.”
HUMANISMO CRISTIANO
Al humanismo antropocéntrico así descrito, Maritain contrapone un Humanismo cristiano, que define como integral o teocéntrico. He aquí cómo se expresa: «Llegamos de este modo a distinguir dos tipos de humanismo: un humanismo teocéntrico, o verdaderamente cristiano, y un humanismo antropocéntrico del cual son responsables el espíritu del Renacimiento y el de la Reforma... El primer tipo de humanismo reconoce que Dios es el centro del hombre, implica el concepto cristiano del hombre pecador y redimido, y el concepto cristiano de gracia y libertad... El segundo cree que el hombre es el centro del hombre y, por ende, de todas las cosas, e implica un concepto naturalista del hombre y de la libertad. Si este concepto es falso, se entiende por qué el Humanismo antropocéntrico merece el nombre de humanismo inhumano y que su dialéctica deba ser considerada latragedia del humanismo».[4]
La base sobre la que se apoya el Humanismo teocéntrico es una concepción del hombre «...como dotado de razón, cuya suprema dignidad consiste en la inteligencia; ... como libre individuo en relación personal con Dios, cuya suprema virtud consiste en obedecer voluntariamente la ley de Dios; ... como criatura pecadora y herida, llamada a la vida divina y a la liberación aportada por la gracia, cuya suprema perfección consiste en el amor».[5]
Aquí vemos que la concepción que Maritain tiene del hombre es la concepción clásica de Aristóteles ("el hombre es un animal racional") interpretada en clave cristiana por Santo Tomás. El hombre no es pura naturaleza ni pura razón: su esencia se define en la relación con Dios y con su gracia. El hombre así entendido es una persona.[6]
Maritain distingue en la persona humana dos tipos de aspiraciones, las connaturales y las transnaturales. Mediante las primeras, el hombre tiende a realizar ciertas cualidades específicas que hacen de él un individuo particular. El hombre tiene derecho a ver colmadas sus aspiraciones connaturales, pero la realización de las mismas no lo deja completamente satisfecho porque existen en él también las aspiraciones transnaturales que lo impulsan a superar los límites de su condición humana. Estas aspiraciones derivan de un elemento trascendente en el hombre y no tienen derecho alguno a ser satisfechas. Si lo son, en algún modo, tal cosa sucederá por la gracia divina.[7]
Al humanismo teocéntrico así entendido, Maritain le confía la tarea de reconstruir una “nueva cristiandad” que sepa reconducir la sociedad profana a los valores y al espíritu del Evangelio. Pero esta renovada civilización cristiana deberá evitar repetir los errores del Medioevo, y en particular la pretensión de someter el poder político al religioso. Deberá, en cambio, preocuparse por integrar los dos tipos de aspiraciones humanas y amalgamar las actividades profanas con el aspecto espiritual de la existencia.
La interpretación cristiana que Maritain dio del humanismo fue
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