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ENTREVISTA


Enviado por   •  31 de Octubre de 2012  •  1.935 Palabras (8 Páginas)  •  363 Visitas

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Se celebró hace poco en el Hospital "Dr. Grant Benavente" de Concepción un Seminario sobre atención espiritual o pastoral de los enfermos. Entre los invitados extranjeros estaban un clergyman anglicano, capellán de hospital en Inglaterra, y un pastor luterano norteamericano, también especializado en este campo de la acción pastoral. Sus intervenciones me impresionaron profundamente.

No puede, decían en síntesis, un capellán acercarse a un enfermo que está próximo a morir y teme morir, hablarle de la muerte y animarlo a afrontarla con entereza, si él mismo, el capellán, no se ha planteado el problema de su propia muerte, si él no está preparado para morir él mismo, en ese instante. No se puede decir a un moribundo palabras de rutina; las palabras convincentes solo salen de un corazón convencido; tienen que expresar una honda fe en lo que uno dice, una experiencia personal de vida, un testimonio de la propia actitud ante la muerte, que al capellán también lo espera.

El problema del capellán no es el mismo que el del médico. El capellán ha acudido a atender un enfermo de su propia religión, que comparte su fe y su actitud ante la vida y ante la muerte. Y está allí para eso, para ayudarlo a morir bien: con coraje, con dignidad, con confianza, con paz, dentro de esa fe compartida.

El médico en cambio puede compartir o no la fe religiosa o la falta de fe o la filosofía de la vida de su enfermo. En algún caso un médico creyente, o simplemente humanitario, querrá ayudar a su hermano enfermo, desde una fe común o desde una actitud común ante la muerte. El médico se hará consejero espiritual de un enfermo pero esto será desde otro punto de vista que el propio del médico.

No se trata aquí tampoco de la actitud del médico ante su propia muerte. Se trata de la actitud del médico ante la muerte de su enfermo o, si se quiere, ante la actitud de su enfermo ante su propia muerte, sea esta compartida o no por el médico.

Un célebre historiador de la Medicina, el profesor Guthrie, de Escocia, dedica en su tratado sobre la materia un capítulo a la Medicina en la Edad Media. Yo fui un tiempo profesor de Historia de la Medicina, había leído o consultado varios textos sobre la materia y por lo general me había encontrado con una actitud más bien despectiva de los autores al tratar esa época: poco o nulo progreso científico experimental, oscurantismo medieval... Pero Guthrie decía que la Edad Media había sido como una edad de oro de la Medicina. ¿Cómo así? Porque la cristiandad medieval había enseñado a los médicos que el enfermo no es un simple animal que sufre, que es un hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza y dotado de un destino eterno. La Medicina, explicaba, se separó allí definitivamente de la veterinaria y alcanzó su dignidad propia.

El enfermo que se muere no es tan solo un organismo en crisis, próximo al desenlace. O, por lo general, no cree serlo. Él piensa, sabe o cree que es más que eso. Próximo a la muerte oye la voz de su conciencia, voz que tal vez lo intranquiliza; renace en él la voz acallada pero persistente de la fe que tuvo de niño y que tal vez se fue apagando a lo largo de la vida; se aferra a una esperanza tal vez dormida, que lo ayude a desprenderse de todo aquello que, lo quiera o no lo quiera, está a punto de dejar para siempre. Y puede ser también un hombre de fe inalterada que quiere morir tal como ha vivido, fiel a sus creencias.

Puede ser también un hombre arreligioso pero con principios humanísticos claros. Recuerdo como uno de los primeros filmes que vi de niño, uno en blanco y negro que relataba la vida del fundador de la familia Rothschild, el célebre banquero israelita. En su lecho de muerte, rodeado por su familia, el moribundo daba a sus hijos sus últimas recomendaciones: "vivan con dignidad", les decía: "sufran con dignidad; mueran con dignidad". ¿Cómo habría podido su médico, oyendo tales palabras, prescindir de ellas y negarle a su enfermo la posibilidad de morir, según su deseo, con dignidad.

El médico debe tomar en cuenta esa dimensión humana, ética y espiritual de su enfermo, su fe, su esperanza, su conciencia, o su sentido de la vida y ayudar al enfermo a morir como él desea morir, y si el enfermo ya ha perdido la conciencia, como él deseaba morir.

Recuerdo haber sido llamado por su hija a asistir a un hombre ilustre a quien yo no conocía. Solo sabía que toda su vida pública era la de un político, había sido totalmente ajena y aun contraria a la tradición católica mayoritaria en nuestro país. Entré solo a la pieza del moribundo. Estaba pálido como un papel, rodeado de almohadas, respirando difícilmente, claramente angustiado. "Señor", me dijo, "déjeme morir en paz. Quiero morir como he vivido. Respete mi conciencia". Lo miré con admiración. Por mucho que, como cristiano, hubiera querido verlo morir en lo que es para mí la verdadera fe, sentí la grandeza de un hombre que, a la hora de la verdad, da testimonio de su sinceridad y de su consecuencia. Eso es lo que el médico debe respetar.

1. La muerte en la tradición judeo-cristiana

En Chile, cuatro siglos de evangelización han creado una cultura católica a la cual pocos escapan totalmente. La gran mayoría de los chilenos se declaran creyentes, de alguna manera y en algún grado pero creyentes al fin. Y a la hora de la muerte, la fe a menudo revive, se reanima. Aun el que ha vivido mal, quiere morir bien, en su fe.

Lo mismo ocurre por cierto a los judíos, a los protestantes, a los evangélicos y a los católicos: todos pertenecemos a la gran tradición judeo-cristiana que se inicia

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