El Error Mas Comun
wilsonvergel9 de Febrero de 2014
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El error más común... ¡Evítelo!
por Dr. James Dobson
El error más común, y tal vez el más costoso en la disciplina, es el uso inapropiado de la ira para ejercer el control sobre los niños. No existe un método más ineficaz para controlar a un ser humano de cualquier edad que el uso de la irritación y de la ira. No obstante, a ninguna otra cosa recurren más los padres para asegurarse el control de la situación.
El error más común —y tal vez el más costoso— en la disciplina infantil es el uso inapropiado de la ira para ejercer el control sobre los niños. No existe un método más ineficaz para controlar a un ser humano de cualquier edad que el uso de la irritación y de la ira. No obstante, a ninguna otra cosa recurren más los padres para asegurarse el control de la situación. Un maestro decía: «Soy un educador profesional, pero odio la tarea diaria de dictar clases. Mis alumnos son ingobernables y debo gastar la mayor parte del tiempo tratando de controlar la disciplina». ¡Cuán profundamente frustrado y amargado debe sentirse por esta diaria rutina que tiene que seguir año tras año! ¡Créame: esa modalidad es agotadora…y además, no resulta!
Considérese a sí mismo. Supóngase que vuelve a casa del trabajo una tarde, manejando su propio automóvil y que excede el límite de velocidad. Parado en la esquina está un policía de civil que también ya salió de su trabajo y espera el autobús. No tiene auto patrullero ni motocicleta. No está uniformado; no porta armas. Tampoco puede expedirle una multa, porque ha dejado todo en la estación de policía. Entonces, como lo ve a usted cometer una infracción, no puede hacer más que gritarle insultos a todo aquel que pasa demasiado rápido. ¿Usted reduciría la velocidad simplemente porque él levanta el puño en señal de protesta? ¡Por supuesto que no! Cuanto más, lo saludará y seguirá de largo. Lo único que conseguirá él con su ira es parecer un loco digno de risa.
Por el contrario, nada tiene tanta influencia sobre la manera de conducir que el ver de pronto un auto blanco con las puertas negras que nos sigue con diecinueve luces rojas dando vueltas y estridente sirena. Cuando el auto se detiene, un digno y cortés patrullero se aproxima a nuestra ventana. Mide 1,95 metros de alto, tiene voz de trueno y lleva dos pistolas. «Señor —nos dice firme, sin perder la cortesía— nuestro radar nos indica que usted está conduciendo a 160 km. por hora en esta zona, donde la máxima es de 80. ¿Me permite su licencia de conducir, por favor?» Él abre su libreta de notas y se dirige hacia usted. No ha revelado ninguna hostilidad ni expresado ninguna crítica, pero usted se queda de una pieza. Tiembla nerviosamente mientras busca el pequeño documento, sí, ese de la horrible foto en que parece otra persona. ¿Por qué sus manos están húmedas y la boca seca? ¿Por qué su corazón está caminando más rápido de lo normal? Porque el curso que van tomando los acontecimientos es imprevisible.
¿POR QUÉ LA IRA NO FUNCIONA?
Lo que tiene verdadera y genuina influencia en la conducta es la acción disciplinaria, no la ira. Estoy convencido de que la ira de los adultos produce en los niños un cierto sentimiento de irrespeto que es destructivo. Ellos perciben que nuestra frustración está causada por nuestra propia incapacidad para controlar la situación. Ante ellos representamos la justicia, hasta el momento en que nos ponemos a llorar, movemos las manos agitando el aire y empezamos a proferir insultos y amenazas.
No estoy recomendando que los padres y maestros oculten sus legítimas emociones a los niños. Tampoco sugiero que actúen como robots insensibles que reprimen todos sus sentimientos. Hay momentos, especialmente cuando nuestros hijos son tan altaneros o desobedientes, que irritarnos es completamente apropiado. De hecho, esto debe ser expresado o apareceremos como ausentes irreales. Mi énfasis apunta simplemente al hecho de que la ira a menudo se transforma en una herramienta usada conscientemente con el propósito de influir en la conducta. Pero la ira es inefectiva y deteriora las relaciones entre las generaciones.
LA HISTORIA DE ENRIQUE
Enrique está en segundo grado y llega a la casa como un torbellino de actividad. Ha estado moviéndose y molestando desde que se levantó a la mañana. Increíblemente, todavía parece poseer buen exceso de energía para gastar. Su madre, la señora Martínez, no está en las mismas condiciones. Ha estado de pie desde el momento en que se levantó a las 6:30 de la mañana. Preparó el desayuno para la familia, lavó los platos, despidió a su marido que se iba al trabajo, envió a Enrique a la escuela y luego se enfrentó con un arduo día de trabajo, mientras trataba de evitar que sus otros dos pequeños se maten entre sí. En el momento en que Enrique vuelve de la escuela, ella lleva ocho horas de trabajar sin descanso. Los niños no descansan. Así que, ¿por qué deberían hacerlo las madres?
A pesar del cansancio de la mujer, sabe que el día aún no ha terminado. Todavía le restan, por lo menos, seis horas de trabajo, lo que incluye ir al almacén, preparar la cena, lavar los platos, bañar a los dos más pequeños, ponerles los pañales, acostarlos; ayudar a Enrique con sus tareas escolares; orar con él; lavarle los dientes; leerle un cuento; darle las buenas noches y traerle por lo menos cuatro vasos de agua en los últimos cincuenta minutos de la noche. Con sólo pensar en el agotador trabajo de la señora de Martínez, yo ya comienzo a deprimirme.
Enrique no usa de tanta «empatía» con ella, y llega de la escuela con ánimo belicoso. No encuentra nada interesante que hacer; así que se dedica a irritar a su madre. Atormenta a uno de los chiquillos hasta que lo hace llorar, le tira la cola al gato, y derrama el agua del perro. La madre le regaña, pero Enrique hace como si no oyera. Se va al cajón de los juguetes y empieza a sacar juguetes, cajas de plástico y camioncitos. Ahora la señora de Martínez sabe que alguien tendrá que ir a limpiar todo el desparramo y tiene una vaga noción acerca de quién será la encargada de tal labor. Su voz se deja oír nuevamente. El pulso de la mamá comienza a acelerarse a esta altura de los acontecimientos, y empieza a sentir una pequeña jaqueca. Finalmente, el día termina con la última responsabilidad, mandar a dormir a Enrique.
Pero Enrique no desea irse a dormir, y sabe que a su cansada madre le costará por lo menos media hora antes de poder meterlo en la cama. Enrique no hace nada que vaya contra sus deseos, a menos que su madre tenga mucha ira y lo zurre. Comienza el proceso de incubación de la señora Martínez ante la reticencia de su hijito para bañarse y prepararse para ir a la cama.
Enrique, de ocho años, está tirado en el suelo jugando con sus juguetes. Su mamá lo ve, mira el reloj y le dice: «Enrique, ya son casi las nueve de la noche (exagerando treinta minutos); guarda los juguetes y ven para bañarte». Ahora Enrique y su mamá saben que ella no lo bañará inmediatamente. Simplemente, se lo dice para que vaya pensando en que lo bañará dentro de un rato. Se habría caído muerta si él hubiese respondido inmediatamente a su orden. Luego de unos diez minutos la madre le dice de nuevo: «Enrique, se está haciendo tarde y mañana tienes que levantarte temprano; guarda los juguetes y ve a meterte en la bañera». Ella sabe que todavía no le obedecerá. Su mensaje real es: «Se está acercando el momento, hijo». Enrique da vueltas y mete uno o dos juguetes en la caja para demostrar que ha oído. Luego se sienta para seguir jugando unos minutos más. Pasan seis minutos, y nuevamente se oye la voz de la madre, esta vez con más fuerza y un dejo de amenaza: «Escúcheme, jovencito, le he dicho que se mueva y hablo en serio». Para Enrique esto significa que debe guardar los juguetes y dirigirse al baño. Si su madre lo persigue rápidamente, entonces debe cumplir el mandato a toda prisa. Sin embargo, la mente de la madre se distrae un poco antes de que ella cumpla la última etapa del ritual. Enrique tiene unos minutos suplementarios para seguir jugando.
Ya vemos: Enrique y su mamá están entrelazados en un juego de un solo acto. Ambos conocen las reglas de tal juego y el papel que desempeña el otro. La escena entera está programada y preparada como una tarjeta de computadora. Siempre y cuando la madre desea que Enrique haga algo que no le gusta, ella va progresando a través de diversas etapas de voz airada comenzando con calma y terminando en tono amenazante. Enrique no tiene que moverse hasta que el tono alcanza el punto de la ira. ¡Qué juego tan tonto! Hasta que la mamá se hace obedecer por el tono amenazante ha estado malgastando todo el tiempo. Su relación con el chico está contaminada, y esto hace que ella termine cada día con un tremendo dolor de cabeza. Ella no logra obediencia al instante. Tiene que invertir veinte minutos hasta llegar al límite de la ira.
Es mejor usar la acción para obtener acción. Hay cientos de herramientas que podrían coadyuvar a una respuesta esperada. Algunas de ellas envuelven dolor para el chico, mientras que otras le ofrecen un premio. El pequeño dolor puede proveer excelente motivación para que el niño cuando llega en el momento adecuado. Podemos ver que los padres podrían tener algunas maneras de hacer que sus hijos deseen cooperar, más que simplemente obedecerles porque les dicen que deben hacerlo. Para aquellos a quienes no se les ocurre un método, yo les sugiero este: Hay un músculo ubicado en la base del cuello. Los libros de anatomía le llaman el «músculo trapezoide». Y cuando uno lo aprieta con fuerza envía el siguiente mensaje: «Esto duele, hay que evitarlo
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