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El Malestar En La Cultura - Freud

SamRavz17 de Octubre de 2012

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El "sentimiento oceánico" como fundamento de la religión

Freud parte de un concepto bastante indefinido, de un precomprensión de la realidad que denomina "sentimiento oceánico" o "sentimiento de eternidad". Este concepto parece ser común a todo hombre: todo el mundo tiene, en general, la necesidad de sentirse infinito, de saberse eterno. Este podría ser, en principio, el germen de toda religiosidad y explicaría la extensión del fenómeno religioso a todas las culturas, cualquiera que sea su estadio de evolución. Freud es escéptico con respecto a este sentimiento oceánico de pertenencia pero, no obstante, va a tratar de explicarlo desde el punto de vista del psicoanálisis.

El sujeto, el yo no es una realidad completamente delimitada. Sus contornos no son precisos, pero sí que sabemos que evoluciona a lo largo de la vida. En la primera infancia, el yo lo abarca todo, es la única realidad existente: todo lo que se manifiesta se manifiesta dentro del yo. Poco a poco, el lactante va diferenciando dos tipos de fenómenos, los placenteros y los dolorosos, separando los segundos de su percepción del yo. La consideración de todo lo doloroso, de todo lo que no satisface directa e inmediatamente sus instintos como un afuera, como un mundo exterior, hostil y ajeno a la voluntad, servirá para que el individuo desarrollado establezca la diferencia entre el yo y los objetos.

Pese a esa evolución experimentada, hay algo que nos permite relacionar el yo primitivo con el "sentimiento oceánico: la conservación de lo psíquico. Todo lo que aparece una vez en la mente, no desaparece necesariamente, sino que más bien ocurre lo contrario: la regla en psicología es que todo se conserva, salvo en fenómenos extraordinarios que, si bien puede también conservarse, no es factible sacarlos a flote en la consciencia. Así pues, el sentimiento de pertenencia al universo que algunos individuos experimentan puede deberse a la pervivencia de ese primer yo que abarcaba toda la realidad.

Sin embargo, Freud no cree que sea éste el fundamento de la religión, pues se trata nada más que de una sensación más o menos neutra, mientras que un fenómeno que ejerce tanta violencia contra el individuo no puede responder sino a una fuerte necesidad. Y esta necesidad no es otra que la producida por el desamparo infantil, que se prolonga de modo enfermizo en la madurez. Así, la necesidad de protección y de autoridad del individuo se ve colmada por la religión. La divina providencia no es otra cosa que la exaltación de la idea del padre. El sentimiento oceánico no es más que un apoyo de este fenómeno fundamental.

Esa dependencia infantil es mantenida durante la edad adulta debido a la necesidad de lenitivos que nos imponen los sufrimientos de la vida. Estos sedantes pueden ser distracciones, que desvían nuestra atención del objeto que nos produce sufrimiento; satisfacciones como el arte, que nos permiten evadirnos con la imaginación; y los narcóticos químicos. La religión corresponde a uno de los dos primeros tipos.

Por otro lado, dirá que la pregunta por el objeto de la vida no es un argumento válido para defender la religión, que supuestamente sería la respuesta a esa pregunta, ya que la propia pregunta presupone un sistema religioso y altas dosis de antropocentrismo. Lo que hay que buscar no es el sentido de la vida, sino tan sólo los motivos que hacen que el hombre actúe de una u otra manera.

La búsqueda de la felicidad

El móvil que impulsa al hombre a actuar, el acicate de toda actividad psíquica es la búsqueda de la felicidad, que tiene una doble dirección: por un lado, el hombre trata de procurarse intensas sensaciones de placer; por otro lado, evita en la medida de lo posible el dolor. El logro de este objetivo (la máxima sensación placentera durante el máximo tiempo) se ve impedido por su propia constitución, que le impide alcanzar un estado de felicidad continua (entendiendo por felicidad la satisfacción de necesidades acumuladas, satisfacción que sólo puede ser puntual), y por tres fuentes de sufrimiento: la debilidad de su propio cuerpo, la resistencia del mundo natural y sus relaciones con los demás. Pero aunque el motor de su acción sea el logro de placer ilimitado, la gran facilidad que, dados los factores anteriores, tiene el hombre para sufrir, su acción se va a orientar más bien a evitar el dolor que a conseguir placeres.

Por ello, el individuo va a tratar de dominar sus instintos, ya que, si bien su satisfacción espontánea produce una muy grata sensación, lo más frecuente es que las circunstancias nos lo impidan, provocando sufrimiento. Este sometimiento de los instintos consigue disminuir notablemente el sufrimiento, pero también el placer, puesto que la satisfacción de un instinto domesticado siempre produce menos goce que la de un instinto desbocado. Esto explica la tendencia del hombre a los placeres prohibidos, en especial los que conllevan violencia.

Otra técnica para evitar el dolor es el desplazamiento de la libido, es decir, la sustitución de los fines instintuales, que consisten en la satisfacción directa, por actividades psíquicas superiores, de tipo intelectual. Este método tiene sus limitaciones, ya que el placer alcanzado así nunca se acerca al producido por el cumplimiento de un anhelo primario y, además, no es accesible material ni psíquicamente a la mayoría de los hombres.

La imaginación, por su parte, permite hacer abstracción de la realidad y centrarse en fenómenos internos que, por ello, son independientes del mundo y controlables por el individuo, permitiendo así lograr satisfacciones que difícilmente podríamos alcanzar en la realidad.

Otro método más radical para evitar el sufrimiento es reinventar la realidad a nuestro gusto. Este modo de comportamiento es propio de una patología psicológica, la paranoia, aunque también es propio, en alguna medida, de individuos considerados normales, que matizan o suprimen mediante su imaginación algún elemento intolerable de la realidad, incluyendo luego la modificación en su percepción de ésta. Lo que hace la religión, según Freud, no es otra cosa que fomentar una paranoia colectiva, imaginar una realidad alternativa que es asumida por una comunidad.

Fundamentar el proyecto de vida en torno al amor es otra actitud frecuente. La fuerte sensación de placer que produce la satisfacción del instinto sexual nos hace ver en ella un modelo de felicidad. No obstante, este modo de vida que, frente a los anteriores, se orienta hacia la búsqueda positiva del placer y no a un mero intento de eludir del sufrimiento, tiene un inconveniente: nos deja a merced del dolor tan pronto como no somos capaces de alcanzar el objeto de nuestro amor, lo que ocurre con demasiada asiduidad.

Luego el logro de la felicidad, en este sentido limitado, no puede supeditarse a un único proyecto de vida necesario para todos, ya que la felicidad depende del reparto que hace el individuo de su energía libidinal, que a su vez está condicionado por su constitución psíquica (su capacidad de adaptación al medio y su mayor o menor facilidad para reorientar sus instintos) y por sus circunstancias materiales. La religión, que impone un modelo común a todos, no logra la felicidad sino rebajando el valor de la vida y deformando la percepción de la realidad por parte de los individuos.

La cultura

De las tres posibles fuentes de sufrimiento humano, a saber, su cuerpo, la naturaleza y las relaciones con los demás, es contra esta última contra la que más nos rebelamos, en tanto que la consideramos obra humana y, por ello mismo, modificable. El objeto de nuestros ataques es, en concreto, la cultura, que modela en gran medida esas relaciones sociales que nos hacen sufrir. Esa tendencia anticultural, que ve en la vuelta al estado de naturaleza la manera de alcanzar la felicidad, tiene su origen en varios fenómenos: la depreciación de la vida que implica la doctrina cristiana, el descubrimiento por parte de los europeos de nuevas culturas, que consideraron -erróneamente- más simples, sanas y felices, y el desvelamiento de las causas ocultas de la neurosis, que son las exigencias culturales.

El término cultura designa la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí. Esta es la primera aproximación a de Freud a la definición de la cultura, cuyas características va a describir:

Los dioses han encarnado siempre la noción de omnipotencia y omnisciencia, es decir, el ideal de la cultura, aquello que el hombre anhelaba pero que le estaba vedado. Este ideal ha sido ya casi alcanzado por la civilización actual y podemos decir que el hombre, gracias a los avances científicos, se parece mucho a sus dioses aunque, por el contrario, no goza de la felicidad que cabría esperarse.

La cultura nos permite, por otro lado, apreciar lo inútil, lo que no desempeña una función concreta, como el arte o la belleza en general. En este mismo sentido, el desaseo y el desorden tampoco nos parecen propios de la cultura.

Otra característica es la importancia que la cultura da a las manifestaciones psíquicas superiores, intelectuales, que se ve reflejada en la función primordial que para la vida tienen los sistemas religiosos, las construcciones filosóficas y las utopías político-morales.

También es fundamental el hecho de que la cultura regule las relaciones sociales. Tal regulación presupone hechos que son ya culturales y no meramente naturales, como

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