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El rey de Edipo


Enviado por   •  21 de Mayo de 2014  •  2.445 Palabras (10 Páginas)  •  226 Visitas

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El cariño del autor a su país. -Hace al rey una proposición muy ventajosa, que es rechazada. -La gran ignorancia del rey en política. -Imperfección y limitación de la cultura en aquel país. -Leyes, asuntos militares y partidos en aquel país.

Sólo un amor extremado a la verdad ha podido disuadirme de ocultar esta parte de mi historia. Era en vano que descubriese mis resentimientos, de los cuales se hacía burla siempre; así, tuve que sufrir con paciencia que mi noble y amantísimo país fuese tan injuriosamente tratado. Estoy tan profundamente apenado como pueda estarlo cualquiera de mis lectores de que tal ocasión se presentase; pero este príncipe se mostró tan curioso y preguntón sobre cada punto, que no se hubiese compadecido con la gratitud ni con las buenas formas el que yo le negara cualquier explicación que pudiera darle. Aun siendo así, debe permitírseme que diga en mi defensa que eludí hábilmente muchas de las preguntas y di a cada extremo un giro mas favorable, con mucho, de lo que permitiría la estricta verdad, pues siempre he tenido para mi país esta laudable parcialidad que Dionysius Halicarnassensis recomendaba con tanta justicia al historiador. Oculté las flaquezas y deformidades de mi madre patria y coloqué sus virtudes y belleza a la luz más conveniente y ventajosa. Éste fue mi verdadero conato en cuantas conversaciones mantuve con aquel poderoso monarca, aunque, por desdicha, tuvo mal éxito.

Pero también ha de tenerse toda clase de excusas para un rey que vive por completo apartado del resto del mundo, y, por consiguiente, tiene que estar en absoluto ignorante de las maneras y las costumbres que deben prevalecer en otras naciones; falta de conocimiento que siempre determinará numerosos prejuicios, y una cierta estrechez de pensamiento, de que nosotros y los más civilizados países de Europa estamos enteramente libres. Y, sin duda, sería contrario a la razón que se quisieran presentar las nociones de virtud y vicio de un príncipe tan lejano como modelo para toda la Humanidad.

Para confirmar esto que acabo de decir, y mostrar además los desdichados efectos de una educación limitada, referiré un episodio que apenas será creído. Con la esperanza de congraciarme más con Su Majestad, le hablé de un descubrimiento, realizado hacía de trescientos a cuatrocientos años, para fabricar una especie de polvo tal, que si en un montón de él caía la chispa más pequeña todo se inflamaba, así fuese tan grande como una montaña, y volaba por los aires, con ruido y estremecimiento mayores que los que un trueno produjera. Le añadí que una cantidad de este polvo, ajustada en el interior de un tubo de bronce o hierro proporcionada al tamaño, lanzaba una bola de hierro o plomo con tal violencia y velocidad, que nada podía oponerse a su fuerza; que las balas grandes así disparadas no sólo tenían poder para destruir de un golpe filas enteras de un ejército, sino también para demoler las murallas más sólidas y hundir barcos con mil hombres dentro al fondo del mar; y si se las unía con una cadena, dividían mástiles y aparejos, partían centenares de cuerpos por la mitad y dejaban la desolación tras ellas. Añadí que nosotros muchas veces llenábamos de este polvo largas bolas huecas de hierro y las lanzábamos por medio de una máquina dentro de una ciudad a la que tuviésemos puesto sitio, y al caer destrozaba los pavimentos, derribaba en ruinas las casas y estallaba, arrojando por todos lados fragmentos que saltaban los sesos a quienes estuvieran cerca. Le dije además que yo conocía muy bien los ingredientes, comunes y baratos; sabía hacer la composición y podía dirigir a los trabajadores de Su Majestad en la tarea de construir aquellos tubos de un tamaño proporcionado a todas las demás cosas del reino. Los mayores no tendrían que exceder de cien pies de longitud, y veinte o treinta de estos tubos, cargados con la cantidad adecuada de polvo y balas, podrían batir en pocas horas los muros de la ciudad más fuerte de los dominios de Su Majestad, y aun destruir la metrópoli entera si alguna vez se resistiera a cumplir sus órdenes absolutas. Humildemente ofrecí esto al rey como pequeño tributo de agradecimiento por las muchas muestras que había recibido de su real favor y protección.

El rey quedó horrorizado por la descripción que yo le había hecho de aquellas terribles máquinas y por la proposición que le sometía. Se asombró de que tan impotente y miserable insecto -son sus mismas palabras- pudiese sustentar ideas tan inhumanas y con la familiaridad suficiente para no conmoverse ante las escenas de sangre y desolación que yo había pintado como usuales efectos de aquellas máquinas destructoras, las cuales -dijo- habría sido sin duda el primero en concebir algún genio maléfico enemigo de la Humanidad. Por lo que a él mismo tocaba, aseguró que, aun cuando pocas cosas le satisfacían tanto como los nuevos descubrimientos en las artes o en la Naturaleza, mejor querría perder la mitad de su reino que no ser consabidor de este secreto, que me ordenaba, si estimaba mi vida, no volver a mencionar nunca.

¡Extraño efecto de los cortos principios y los horizontes limitados! ¡Un príncipe adornado de todas las cualidades que inspiran estima, veneración y amor, de excelentes partes, gran sabiduría y profundos estudios, dotado de admirables talentos para gobernar y casi adorado por sus súbditos, dejando escapar, por un supremo escrúpulo, del cual no podemos tener en Europa la menor idea, una oportunidad puesta en sus manos, y cuyo aprovechamiento le hubiera hecho dueño absoluto de la vida, la libertad y la fortuna de sus gentes! No digo esto con la más pequeña intención de disminuir las muchas virtudes de aquel excelente rey, cuyos méritos, sin embargo, temo que habrán de quedar muy mermados a los ojos del lector inglés con este motivo; pero juzgo que este defecto tiene por origen la ignorancia de aquel pueblo, que todavía no ha reducido la política a una ciencia, como en Europa han hecho ya entendimientos despiertos. Recuerdo muy bien que en una conversación que mantuve con el rey un día, como yo le dijera que nosotros habíamos escrito varios millares de libros sobre el arte de gobernar, él formó -en contra de lo que yo pretendía- un concepto muy pobre de nuestra inteligencia. Declaró abiertamente que detestaba, a la vez que despreciaba, todo misterio, refinamiento e intriga en un príncipe o en un ministro. No podía comprender lo que designaba yo con el nombre de secreto de Estado, siempre que no se tratase de algún enemigo o alguna nación rival. Reducía el conocimiento del gobierno a límites estrechísimos de sentido común y razón, justicia y lenidad, diligencia en rematar las causas civiles y criminales, con algunos otros tópicos sencillos que no merecen ser consignados. Y

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