Farhenheit 451
Gabrielita138 de Octubre de 2012
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(...) En aquel momento, Clarisse McClellan dijo:
-¿No le importa que le haga preguntas? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando de bombero?
-Desde que tenía veinte años, ahora hace ya diez años.
-¿Lee alguna vez alguno de los libros que quema?
Él se echó a reir.
-¡Está prohibido por la ley'
_¡Oh! Claro...
- Es un buen trabajo. El lunes quema a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner, conviértelos en ceniza y, luego, quema las cenizas. Este es nuestro lema oficial.
Siguieron caminando y la muchacha preguntó:
-¿Es verdad que, hace mucho tiempo, los bomberos apagaban incendios, en vez de provocarlos?
-No. Las casas han sido siempre a prueba de incendios. Puedes creerme. Te lo digo yo.
-¡Es extraño! Una vez, oí decir que hace muchísimo tiempo las casas se quemaban por accidente y hacían falta bomberos para apagar las llamas.
Montag se echó a reír.
(...)
-Piensas demasiado -dijo Montag, incómodo-.
-Casi nunca veo la televisión mural, ni voy a las carreras o a los parques de atracciones. Así, pues, dispongo de muchísimo tiempo para dedicarlos a mis absurdos pensamientos. ¿Ha visto los carteles de sesenta metros que hay fuera
de la ciudad? ¿Sabía que hubo una época en que los carteles sólo tenían seis metros de largo? Pero los automóviles empezaron a correr tanto que tuvieron que alargar la publicidad, para que durase un poco más.
-¡Lo ignoraba!
-Apuesto a que sé algo más que usted desconoce. Por las mañanas, la hierba está cubierta de rocío.
(...)
-¿Por qué no estás en la escuela? Cada día te encuentro vagabundeando por ahí.
-¡Oh, no me echan en falta! -contestó ella-. creen que soy insociable. No me adapto. Es muy extraño. En el fondo, soy muy sociable. Todo depende de lo se entienda por ser sociable, ¿no? Para mí, representa hablar de cosas como éstas.
Hizo sonar unas nueces que habían caído del árbol del patio-. 0 comentar lo extraño que es el mundo. Estar con la gente es agradable. Pero no considero que sea sociable reunir a un grupo de gente y, después, no dejar que hable. Una hora de clase TV, una hora de baloncesto, de pelota base o de carreras, otra hora de transcripción o de reproducción de imágenes, y más deportes. Pero ha de saber que nunca hacemos preguntas, o por lo menos, la mayoría no las hace; no hacen más que lanzarte las respuestas izas!, izas!, y nosotros sentados allí durante otras cuatro horas de clase cinematográfica. Esto no tiene nada que ver con la sociabilidad. Hay muchas chimeneas y mucha agua que mana por ellas, y todos nos decimos es vino, cuando no lo es. Nos fatigan tanto que al terminar el día, sólo somos capaces de acostarnos, ir a un Parque de Atracciones para empujar a la gente, romper cristales en el Rompedor de Ventanas o triturar automóviles en el Aplastacoches; con la gran bola de acero. Al salir en automóvil y recorrer las calles, intentando comprobar cuán cerca de los faroles es posible detenerte, o quien es el último que salta del vehículo antes de que se estrelle. Supongo que soy todo lo que dicen de mí, desde luego. No tengo ningún amigo. Esto debe demostrar que soy anormal. Pero todos aquellos a quienes conozco andan gritando o bailando por ahí como locos, o golpeándose mutuamente. ¿Se ha dado cuenta de cómo, en la actualidad, la gente se zahiere entre sí?
-Hablas como una vieja.
-A veces, lo soy. Temo a los jóvenes de mi edad. Se matan mutuamente. ¿Siempre ha sido así? Mi tío dice que no. Sólo en el último año, seis de mis compañeros han muerto por disparo. Otros diez han muerto en accidente de automóvil. Les temo, y ellos no me quieren por este motivo. Mi tío dice que su abuelo recordaba cuando los niños no se mataban entre sí. Pero de eso hace mucho, cuando todo era distinto. Mi tío dice que creían en la responsabilidad. Ha de saber que yo soy responsable. Años atrás, cuando lo merecía, me azotaban. Y hago a mano todas las compras de la casa, y también la limpieza. Pero por encima de todo -prosiguió diciendo Clarisse-, me gusta observar a la gente. A veces, me paso el día entero en el «Metro», y los contemplo y los escucho. Sólo deseo saber qué son, qué desean y adónde van. A veces, incluso voy a los parques de atracciones y monto en los coches cohetes cuando recorren los arrabales de la ciudad a medianoche y la Policía no se mete con ellos con tal de que estén asegurados. Con tal de que todos tengan un seguro de diez mil, todos contentos. A veces, me deslizo a hurtadillas y escucho en el «Metro». 0 en las
cafeterías. Y, ¿sabe qué?
-¿Qué?
-La gente no habla de nada.
-¡Oh, de algo hablarán!
-No, de nada. Citan una serie de automóviles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original. los cafés, la mayoría de las veces funcionan las máquinas de chistes, siempre los mismos, o la pared musical encendida y todas las combinaciones coloreadas y bajan, pero sólo se trata de colores y de dibujo abstracto. Y en los museos... ¿Ha estado en ellos? Todo es abstracto. Es lo único que hay ahora. Mi tío dice antes era distinto. Mucho tiempo atrás, los cuadros algunas veces, decían algo o incluso representaban personas.
-Tu tío dice, tu tío dice... Tu tío debe de ser un hombre notable.
-Lo es. Sí que lo es. Bueno, he de marcharme. Adios, Mr. Montag.
-Adiós.
(...)
Montag examinó los naipes que tenía en manos.
-Es ... estaba, pensando sobre el fuego de la semana pasada. Sobre el hombre cuya biblioteca liquidamos. ¿Qué le sucedió?
-Se lo llevaron, chillando, al manicomio.
-Pero no estaba loco.
Beatty arregló sus naipes en silencio.
-Cualquier hombre que crea que puede engañar al Gobierno y a nosotros está loco.
-Trataba de imaginar -dijo Montag- qué sensación producía ver que los bomberos quemaban nuestras casas y nuestros libros.
-Nosotros no tenemos libros.
-Si los tuviésemos...
-¿Tienes alguno?
Beatty parpadeó lentamente.
-No.
Montag miró hacia la pared, más allá de ellos, en la que había las listas mecanografiadas de un millón de libros prohibidos. Sus nombres se consumían en el fuego, destruyendo los años bajo su hacha y su manguera, que arrojaba
petróleo en vez de agua.
-No.
Pero, procedente de las rejas de ventilación de su casa, un fresco viento empezó a soplar helándole suavemente el rostro. Y, una vez más, se vio en el parque hablando con un viejo, un hombre muy viejo, y también el viento del parque era frío. Montag vaciló:
-¿Siempre..., siempre ha sido así? ¿El cuartel de bomberos, nuestro trabajo?
Bueno, quiero decir que hubo una época...
-¡Hubo una época! -repitió Beatty-. ¿Qué manera de hablar es ésa?
«Tonto -pensó Montag-, te has delatado.» En el último fuego, un libro de cuentos de hadas, del que casualmente leyó una línea...
-Quiero decir -aclaro-, que en los viejos días, antes de que las casas estuviesen totalmente a prueba de incendios...-
De pronto, pareció que una voz mucho más joven hablaba por él. Montag abrió la boca y fue Ciarisse MacCiellan la que
preguntaba-: ¿No se dedicaban los bomberos a apagar incendios en lugar de provocarlos y atizarlos?
-¡Es el colmo!
(...)
-¡Aquí están!
El vehículo se detuvo. Beatty, Stoneman y Black atravesaron corriendo la acera, repentinamente odiosos y gigantescos en sus gruesos trajes a prueba de llamas. Montag les siguió. Destrozaron la puerta principal y aferraron a una mujer, aunque ésta no corría, no intentaba escapar. Se limitaba a permanecer quieta, balanceándose de uno a otro
pie, con la mirada fija en el vacío de la pared, como si hubiese recibido un terrible golpe en la cabeza. Movía la boca, y sus ojos parecían tratar de recordar algo. y, luego, lo recordaron y su lengua volvió a moverse:
-«Pórtate como un hombre, joven Ridley. Por la gracia de Dios, encenderemos hoy en Inglaterra tal hoguera que confío en que nunca se apagará.»
-¡Basta de eso! -dijo Beatty-. ¿Dónde están.
Abofeteó a la mujer con sorprendente impasibilidad, y repitió la pregunta. La mirada de la vieja se fijó en Beatty.
-Usted ya sabe dónde están, o, de lo contrario, no habría venido -dijo-.
Stoneman alargó la tarjeta de alarma telefónica, con la denuncia firmada por duplicado, en el dorso:
“Tengo motivos para sospechar del ático. Elm, número 11 ciudad. E. B”.
-Debe de ser Mrs. Blake, mi vecina -dijo la mujer, leyendo las iniciales-.
-¡Bueno, muchachos, a por ellos!
Al instante, iniciaron el ascenso en la oscuridad, golpeando con sus hachuelas plateadas puertas que, sin embargo, no estaban cerradas, tropezando los unos con los otros, como chiquillos, gritando y alborotando.
¡Eh!
Una catarata de libros cayó sobre Montag mientras éste ascendía vacilantemente la empinada escalera. ¡Qué inconveniencia! Antes, siempre había sido tan sencillo como apagar una vela. La Policía llegaba primero, amordazaba y ataba a la víctima y se la llevaba en sus resplandecientes vehículos, de modo que cuando llegaban los bomberos encontraban la casa vacía. No se dañaba a nadie, únicamente a objetos. Y puesto que los objetos no podían sufrir, puesto que los objetos no sentían nada ni chillaban o gemían, como aquella mujer podía empezar
...