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Historia de la puerta


Enviado por   •  1 de Octubre de 2014  •  Tesis  •  4.288 Palabras (18 Páginas)  •  372 Visitas

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istoria de la puerta

Mr. Utterson, el abogado, era hombre de semblante adusto jamás iluminado por una sonrisa, frío, parco y reservado en la conversación, torpe en la expresión del sentimiento, enjuto, largo, seco y melancólico, y, sin embargo, despertaba afecto. En las reuniones de amigos y cuando el vino era de su agrado, sus ojos irradiaban un algo eminentemente humano que no llegaba a reflejarse en sus palabras pero que hablaba, no sólo a través de los símbolos mudos de la expre- sión de su rostro en la sobremesa, sino también, más alto y con mayor frecuen- cia, a través de sus acciones de cada día. Consigo mismo era austero. Cuando estaba solo bebía ginebra para castigar su gusto por los buenos vinos, y, aun- que le gustaba el teatro, no había traspuesto en veinte años el umbral de un solo local de aquella especie. Pero reservaba en cambio para el prójimo una enorme tolerancia, meditaba, no sin envidia a veces, sobre los arrestos que requería la comisión de las malas acciones, y, llegado el caso, se inclinaba siempre a ayu- dar en lugar de censurar. -No critico la herejía de Caín -solía decir con agudeza-. Yo siempre dejo que el prójimo se destruya del modo que mejor le parezca.

Dado su carácter, constituía generalmente su destino ser la última amistad honorable, la buena influencia postrera en las vidas de los que avanzaban hacia su perdición y, mientras continuaran frecuentando su trato, su actitud jamás va- riaba un ápice con respecto a los que se hallaban en dicha sitixación.

Indudablemente, tal comportamiento no debía resultar dificil a Mr. Utterson por ser hombre, en el mejor de los casos, reservado y que basaba su amistad en una tolerancia sólo comparable a su bondad. Es propio de la persona modesta aceptar el círculo de amistades que le ofrecen las manos de la fortuna, y tal era la actitud de nuestro abogado. Sus amigos eran, o bien familiares suyos, o aque- llos a quienes conocía hacía largos años. Su afecto, como la hiedra, crecía con el tiempo y no respondía necesariamente al carácter de la persona a quien lo otorgaba. De esa clase eran sin duda los lazos que le unían a Mr. Richard En- field, pariente lejano suyo y hombre muy conocido en toda la ciudad. Eran mu-

chos los que se preguntaban qué verían el uno en el otro y qué podrían tener en común. Todo el que se tropezara con ellos en el curso de sus habituales paseos dominica

les afirmaba que no decían una sola palabra, que parecían notablemente abu- rridos y que recibían con evidente agrado la presencia de cualquier amigo. Y, sin embargo, ambos apreciaban al máximo estas excursiones, las consideraban el mejor momento de toda la semana y, para poder disfrutar de ellas sin interrup- ciones, no sólo rechazaban oportunidades de diversión, sino que resistían inclu- so a la llamada del trabajo.

Ocurrió que en el curso de uno de dichos paseos fueron a desembocar los dos amigos en una callejuela de uno de los barrios comerciales de Londres. Se tra- taba de una vía estrecha que se tenía por tranquila pero que durante los días laborables albergaba un comercio floreciente. Al parecer sus habitantes eran comerciantes prósperos que competían los unos con los otros en medrar más todavía dedicando lo sobrante de sus ganancias en adornos y coqueterías, de modo que los escaparates que se alineaban a ambos lados de la calle ofrecían un aspecto realmente tentador, como dos filas de vendedoras sonrientes. Aun los domingos, días en que velaba sus más granados encantos y se mostraba relativamente poco frecuentada, la calleja brillaba en comparación con el deslu- cido barrio en que se hallaba como reluce una hoguera en la oscuridad del bos- que acaparando y solazando la mirada de los transeúntes con sus contraventa- nas recién pintadas, sus bronces bien pulidos y la limpieza y alegría que la ca- racterizaban.

A dos casas de una esquina, en la acera de la izquierda yendo en dirección al este, interrumpía la línea de escaparates la entrada a un patio, y exactamente en ese mismo lugar un siniestro edificio proyectaba su alero sobre la calle. Consta- ba de dos plantas y carecía de ventanas. No tenía sino una puerta en la planta baja y un frente ciego de pared deslucida en la superior. En todos los detalles se adivinaba la huella de un descuido sórdido y prolongado. La puerta, que carecía de campanilla y de llamador, tenía la pintura saltada y descolorida. Los vaga- bundos se refugiaban al abrigo que ofrecía y encendían sus fósforos,en la super- ficie de sus hojas, los niños abrían tienda en sus peldaños, un escolar había probado el filo de su navaja en sus molduras y nadie en casi una generación se

había preocupado al parecer de alejar a esos visitantes inoportunos ni de repa- rar los estragos que habían hecho en ella.

Mr. Enfield y el abogado caminaban por la acera opuesta, pero cuando llega- ron a dicha entrada, el primero levantó el bastón y señaló hacia ella.

-¿Te has fijado alguna vez en esa puerta? -preguntó. Y una vez que su com- pañero respondiera afirmativamente, continuó-. Siempre la asocio mentalmente con un extraño suceso.

-¿De veras? -dijo Mr. Utterson con una ligera alteración en la voz-. ¿De qué se trata?

-Verás, ocurrió lo siguiente -continuó Mr. Enfield-. Volvía yo en una ocasión a casa, quién sabe de qué lugar remoto, hacia las tres de una oscura madrugada de invierno. Mi camino me llevó a atravesar un barrio de la ciudad en que lo úni- co que se ofrecía literalmente a la vista eran las farolas encendidas. Recorrí ca- lles sin cuento, donde todos dormían, iluminadas como para un desfile y vacías como la nave de una iglesia, hasta que me hallé en ese estado en que un hom- bre escucha y escucha y comienza a desear que aparezca un policía. De pronto vi dos figuras, una la de un hombre de corta estatura que avanzaba a buen paso en dirección al este, y la otra la de una niña de unos ocho o diez años de edad que corría por una bocacalle a la mayor velocidad que le permitían sus piernas. Pues señor, como era de esperar, al llegar a la esquina hombre y niña chocaron, y aquí viene lo horrible de la historia: el hombre atropelló con toda tranquilidad el cuerpo de la niña y siguió adelante, a pesar de sus gritos, dejándola tendida en el suelo. Supongo que tal como lo cuento no parecerá gran cosa, pero la visión fue horrible. Aquel hombre no parecía un ser humano, sino un juggernaut horri- ble. Le llamé, eché a correr hacia él, le atenacé por el cuello y le obligué a regre- sar al lugar donde unas cuantas personas se habían reunido ya en torno a la ni- ña. El hombre estaba muy tranquilo y no ofreció resistencia, pero me dirigió una mirada tan aviesa que el sudor volvió a inundarme la frente como cuando

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