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Modernidad Y Postmodernidad

ana_her2117 de Abril de 2013

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MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD

Edad Media y Modernidad

Antes de entrar en la gran disputa actual respecto a si la modernidad ha terminado o no y si ella es diversa de la posmodernidad o, si al revés, la posmodernidad es sólo uno de los tantos modos de darse de la modernidad, vale la pena recordar en qué consistió el comienzo de la última en los albores del siglo XVI. Como se comprende, no se inició súbitamente; en cierto modo ya asoma en los siglos XIV y XV.

El hombre medieval creía estar de paso en el mundo a fin de ser probado sobre si era digno o no de merecer la otra vida, la verdadera salvación. Este mundo, como obra de Dios, y aún contaminado por el pecado original, era digno, sólo por venir de aquellas manos, de ser conocido, admirado y cuidado, a condición de no olvidarnos de nuestra situación de peregrinos. Había confianza en que el hombre estaba dotado de inteligencia y voluntad para conocer este mundo en su verdad íntima y para amarlo y transformarlo. La realidad, en suma, era accesible al hombre tal como ella es en sí, en su esencia inteligible y en su aspecto sensible, sólo con las relatividades propias de un conocimiento finito, capaz, en consecuencia, de caer en el error. De gran parte de esa tarea que se propuso la Edad Media, dan cuenta las obras de San Francisco de Asís, Abelardo, Santo Tomás de Aquino, Duns Scoto, Dante, y tantos otros. Por otra parte, dada la creencia en la aptitud de todos para conocer la realidad, conocimiento que se acrecentaba en forma sucesiva en el curso de los tiempos, no hubo reparo alguno en coger lo que según ellos había de verdadero en la obra de los antiguos, sobre todo en Platón y Aristóteles. El trabajar en favor de la tarea encomendada por Dios se hacía por medio de la fe y las obras. La fe en la salvación final se mostraba ante los propios ojos adorando a Dios y obrando en bien del prójimo. Una fe sin obras era una fe equívoca.

La primera ruptura de esta creencia en que nos es accesible el aspecto externo y la estructura esencial de la realidad íntima, la constituye el nominalismo de Guillermo de Occam; según Occam, sólo conocemos los seres en su individualidad singular cogida por los sentidos, pero no en la esencia íntima intuida por la razón, que los agruparía en especies, géneros, etc. Lo último, según Occam, sólo se puede inducir a base de experiencia, viendo en qué coinciden en su aspecto sensorial básico grupos de individuos tales o cuales, bastando que uno de estos individuos desmienta las conclusiones a que se había llegado, para orientar las investigaciones por otro camino. Esto se considera hoy el inicio de la ciencia experimental moderna y un cambio decisivo frente a lo que era el modo de pensar de la Edad Media.

Sin embargo, el acontecimiento estimado por casi todos como punto de partida de la modernidad es la Reforma protestante iniciada en la segunda década del siglo XVI por Martín Lutero.

En dos palabras, podríamos decir que la ruptura con la Edad Media la originan ahí dos postulados religiosos capitales: uno, que el justo vive y se salva individualmente sólo por la fe, en acuerdo con lo dicho por San Pablo en su Epístola a los Romanos; el segundo, que las obras no están a la altura de la majestad de Cristo como para redimir del pecado y, en consecuencia, deben darse sólo al servicio del mayor bienestar de los hombres en este mundo. Con tales postulados, quedan separados el reino de Dios para cuya conquista vale la fe pura guardada en lo íntimo de la conciencia, y el mundo a cuyo servicio deben estar acciones y obras. En su actuar diario el hombre debe preocuparse sólo de si hace o no felices a los hombres acá abajo, pero no de obtener con dichas obras merecimientos para el más allá.

Ahora, tal como para captar el mundo basta el conocimiento sensorial, lo comprobable por la experiencia, como había dicho Occam —en quien se apoya Lutero—, para el conocimiento de cuanto tenga que ver con lo divino sólo sirve lo concreto y sensorialmente legible en la Biblia, debidamente meditado en actitud de entrega a Dios. La conciencia del individuo se dispone en lo íntimo a recibir la palabra escrita en los libros santos, sin aceptar autoridad alguna, ni del Papa ni de los Concilios, que interprete verdades que la conciencia no vea de suyo claras en la lectura de la Biblia en sí; el único cuidado que debe tenerse es que el texto sea traducción fiel del texto primitivo auténtico. Ni en la ciencia ni en la religión cabe obedecer autoridades humanas, sino rigurosamente —como lo señalaba Guillermo de Occam— lo que es comprobable, en un caso por la experiencia a través de los sentidos, y en el otro por la voz íntima de la conciencia en contacto directo con la verdad de la palabra bíblica. Así se produce la separación absoluta del mundo religioso y del mundo secular, quedando este último entregado al mero conocimiento y querer de los hombres, con lo cual nace la época histórica designada con el nombre de modernidad, y que en su aurora en el siglo XV ya se anuncia como la vía moderna de aproximarse a lo real, en oposición a la llamada entonces por los doctos vía antigua, la propia de la Edad Media.

Desde la partida nace con la pretensión de ser siempre nueva, siempre moderna, no reconociendo para la verdad más autoridad que la del hombre mismo capaz de autodarse métodos estrictos para conseguirla; y respecto a las normas de conducta, no reconociendo tampoco otra autoridad que la de su propia conciencia autónoma, también capaz de mirar y reflexionar dentro de sí para saber cómo conducirse. De ahí, que si se ve en la historia el camino que va recorriendo el hombre hasta descubrir su auténtico destino, la modernidad le parezca a dicho hombre el lapso de su adultez definitiva y por lo mismo el momento en que la historia -entendida esta palabra en su profundo sentido alcanza su fin.

Sin embargo, en las últimas décadas, curiosamente, la fe absoluta en lo moderno ha experimentado una abrupta crisis, abriendo paso a la querella entre los llamados modernos y posmodernos, incluida en dicha querella la tesis sobre el fin de la historia, mostrada ahora desde otras perspectivas. Lo veremos enseguida.

La Modernidad

Existe hoy en todo Occidente, como se acaba de decir, una gran disputa respecto a si la historia sigue siendo moderna, como lo ha sido desde el siglo XVII, o si la modernidad se ha agotado, entrándose en otra etapa aún no bien definida, que se ha dado en llamar posmodernidad. Dentro de tal escenario surge también otro debate, que es parte del anterior, sobre si el fin de la historia ha llegado o no. Por el fin de la historia se entiende la idea de Hegel, explicitada en la primera mitad de este siglo por Alexandre Kojeve y revivida hoy en Norteamérica porFukuyama y otros, de que el Espíritu humano ha terminado de evolucionar desde los estadios ínfimos, en los cuales vivía inmerso en lo mítico y esclavizado a la naturaleza, hasta los estadios altos en que su inteligencia se enseñorea de todo y sólo le queda como tarea para el futuro ordenar mejor las estructuras económicas, políticas y sociales, y continuar avanzando, ahora sin lazos atávicos, en las ciencias y demás dominios del espíritu. Seguirá habiendo descubrimientos, acontecimientos y formas de vida muy atractivas y variadas, pero no descensos a período

s arcaicos de barbarie dominados por el miedo y el terror. Naturalmente este porvenir no ha llegado aún a todos los pueblos, sino a aquellos mismos señalados por Hegel —Europa y Norteamérica—; pero estando ellos asentados ya en tierra firme, no será difícil conducir a los otros hacia esa altura.

Lógicamente, esta discusión acerca de si nos encontramos o no ante el fin de la historia y si terminaron o no terminaron ya los saltos desde estadios inferiores de barbarie a los superiores de civilización, forma parte de la disputa sobre modernidad y posmodernidad. Para asomarnos a tal debate, deberemos recordar lo creído por el hombre en los siglos inmediatamente anteriores, en cuya atmósfera aún nos movemos. Nos contentaremos al respecto con enunciar escuetamente algunos elementos característicos.

Como se sabe, lo propio del hombre a partir del siglo diecisiete y más aún del dieciocho, es la posesión de una serie de convicciones que constituyen lo llamado moderno —palabra popularizada por Juan Jacobo Rousseau—, convicciones centradas, en cierto modo, en torno a lo siguiente:

a) La creencia absoluta en la exclusividad de la razón para conocer la verdad, debiéndose sospechar de todo conocimiento venido de la fe, de la tradición, de la mera intuición no comprobada.

b) La aspiración a que tales conocimientos se traduzcan en fórmulas de tipo físico-matemático, que cualquiera pueda comprender fácilmente y que por eso mismo

marquen el máximo de objetividad, pues todo lo meramente subjetivo es desechable por ajeno a lo real que a su vez es lo común a todos los hombres.

c) El concepto de que lo real no sólo es lo susceptible de matematizarse, sino también de ser comprobable experimentalmente según métodos rigurosos; de hecho, real es, para los modernos, lo accesible a las matemáticas y a las ciencias experimentales. Real es también la poesía y el arte en cuanto producto de lo imaginario puesto a la vista de todo el mundo.

d) El postular la libertad incondicionada del hombre para regir su destino. De ahí la obligación de combatir toda forma de sujeción a la monarquía absoluta, al poder económico de grupos o clases, al poder omnímodo del Estado. El concepto de autonomía,

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