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Pedro Paramo - Juan Rulfo


Enviado por   •  23 de Octubre de 2012  •  1.369 Palabras (6 Páginas)  •  1.120 Visitas

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Prólogo

Jorge Volpi

Si el hombre es polvo

Esos que andan por el llano

Son hombres.

OCTAVIO PAZ

Tantas veces se ha repetido que Pedro Páramo es la mejor novela mexicana del siglo xx

que con ello se olvida que es, simplemente, una de las mejores novelas del siglo pasado.

Diversos mitos han dificultado un reconocimiento aún mayor de su importancia: en primer

lugar, ha tenido que lidiar con la fama de ser la novela mexicana «por excelencia», dejando a

un lado su modernidad y su vigor universal; en segundo, ha debido soportar el desprecio de

algunos críticos -incluido un célebre jurado del premio Nobel- ante su escaso centenar y

medio de páginas, cuando en ellas se cifra un universo literario completo. Por si no fuera

suficiente, las lecturas meramente antropológicas o realistas de su estilo han ocultado la

extraordinaria invención lingüística que su autor logró en ella, e incluso su rápida

celebridad ha tenido que eludir los rumores malediciente, sobre todo en el medio mexicano,

que despreciaron el talento de Rulo aduciendo que él nunca imaginó el resultado final del

libro, reconstruido por las manos de amigos, consejeros y correctores que todavía hoy se

disputan su paternidad. Son tan numerosos los lugares comunes que la crítica ha

esparcido, que resulta casi imposible desprenderse de ellos. Aun así, quizás convenga

eludir por un momento el caudal de tesis, artículos, reseñas y notas escritas en torno a él

para recuperar el asombro que produjo tras su aparición en 1955 y que se repite cada vez

que un lector desprejuiciado se adentra en sus páginas. Si el título original escogido por

Rufo para esta obra era Los murmullos -más sobrio pero menos contundente que Pedro

Páramo-, es necesario evitar que esos murmullos asesinen también a quien inicia el viaje

hacia ese limbo que es Comala.

La célebre línea con que inicia la novela -«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía

mi padre, un tal Pedro Páramo»-- posee la fuerza profética de las obras maestras. En efecto,

Juan Preciado, el narrador de la novela, no dice « fui», sino «vine»: se dirige a nosotros desde

las profundidades de Comala. Todas las palabras que estamos a punto de escuchar, más

que de leer, provienen, pues, de los labios de un muerto. A Juan Preciado le parece que las

voces de los difuntos que va encontrando a su paso son como rumores y murmullos, pero

cuando él nos los comunica ya ha pasado a formar parte de la nómina de fantasmas que lo

rodean. Empeñado en rastrear la verdad, Juan Preciado pagará su osadía con su única

herencia, la vida. Justo a la mitad de la novela, tras haber conocido a Doloritas, la vieja

amiga de su madre, y haber empezado a escuchar las voces de los antiguos habitantes del

pueblo, Juan aceptará su nueva condición: «Es cierto, Dorotea -confesará-, me mataron los

murmullos».

Al caer en la cuenta de esta verdad de ultratumba, es como si una repentina amenaza

cayera sobre nosotros: al igual que Juan Preciado, de pronto comenzamos a escuchar voces,

lamentos, fragmentos de canciones -«Mi novia me dio un pañuelo, con orillas de llorar»-, ecos

de batallas y amoríos, mensajes y advertencias que surgen de la nada, aturdiendo

nuestros oídos y señalándonos la proximidad de nuestra propia extinción. Como nuestro

guía, nosotros también empezamos a creer que las almas de los difuntos están ahí, a

nuestro lado, hablando con nosotros. De este modo, con su sacrificio, el hijo de Doloritas y

Pedro Páramo nos abre las puertas de Comala para que podamos atisbar, durante unos

minutos, esa vasta e incognoscible porción de la tierra a medio camino entre la vida y la

muerte. Sólo entonces, cuando ya nos hemos integrado con Juan Preciado en los confines

de la muerte, podemos presenciar la historia de su padre, el cacique Pedro Páramo, sus

excentricidades y muestras de genio, su íntima tortura y su desprecio por los otros, así

como su rabiosa tristeza ocasionada por la prematura muerte de su hijo Miguel y, sobre

todo, por el deceso de la única mujer que amó verdaderamente, Susana San Juan, una

especie de loca o visionaria, de esas inocentes portadoras de la desgracia cuya estirpe se

remonta a Helena y que atraviesa toda la historia de la literatura hasta llegar a los

personajes dementes y luminosos

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