DE LA VIEJA SOCIEDAD INTERNACIONAL A LA NUEVA SOCIEDAD MUNDIAL
Alex GalarzaTarea21 de Julio de 2021
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DE LA VIEJA SOCIEDAD INTERNACIONAL A LA NUEVA SOCIEDAD MUNDIAL
Hasta hace relativamente poco tiempo hemos vivido, como ya sabemos, en una sociedad internacional, que tiene sus orígenes más inmediatos en el Renacimiento europeo, cuando la Cristiandad Occidental da paso a un sistema de Estados europeo, que formaliza su existencia en la Paz de Westfalia, de 1648, y que, a través de un proceso de colonización y posterior descolonización, nos llevará hasta la constitución de una sociedad mundial en la primera mitad del siglo XX.
En esa sociedad internacional el Estado, en cuanto forma de organización política, económica y social suprema, de base territorial, será el actor casi exclusivo de la misma. El reconocimiento de la existencia del Estado como elemento clave en la conformación y funcionamiento de esa sociedad internacional y de un sistema de Estados, que acabará transformándose en universal, como ejes centrales de nuestras consideraciones, no supone ignorar otras dimensiones no estatales de las relaciones internacionales, que son parte y contribuyen a conformar la estructura y funcionamiento de esa sociedad internacional, desvaneciendo o debilitando, según diferentes momentos históricos, el carácter predominantemente interestatal de la misma.
Lo que sucede es que, en su devenir histórico, desde Westfalia hasta fechas relativamente recientes, ha sido la dimensión interestatal la que ha marcado y definido la naturaleza esencial de esa sociedad internacional, configurando las estructuras y dinámicas más significativas, aunque no siempre más importantes, de la misma. En ello ha influido decisivamente la propia imagen e interpretación, predominantemente interestal, que en torno a ese sistema se ha venido imponiendo a nivel teórico y de política práctica, como consecuencia de la hegemonía absoluta que hasta la década de los sesenta tuvo el paradigma realista.
Esta sociedad internacional, que hoy casi podemos calificar ya de «vieja», a la vista de las profundas transformaciones que ha experimentado, se caracterizaba, entre otros, por los siguientes rasgos. En primer lugar, y muy especialmente, en su expresión más simple y tradicional, por el papel central y exclusivo que los Estados desempeñaban, o pretendían desempeñar dentro de la misma, en cuanto únicos actores soberanos, independientes, únicas entidades políticas con base territorial propia y exclusiva, máximos poderes del sistema, que sólo admiten el interés nacional como guía de su comportamiento, detentadores del monopolio legítimo de la fuerza, creadores del derecho internacional y sujetos jurídico-internacionales privilegiados.
Segundo, por el carácter anárquico que en principio se atribuía al sistema en si mismo, sólo mitigado, por un lado, por el principio de equilibrio de poder, que determinaba que cada Estado había de velar por su propia seguridad e intereses, lo que suponía que era un sistema de autoayuda, y, por otro, por un cierto consenso existente entre los Estados en cuanto a la necesidad relativa de ciertas normas e instituciones comunes, que introdujesen un cierto orden.
En tercer lugar, se caracterizaba tanto por su funcionamiento no democrático, dado el papel directorio que siempre han ejercido las Grandes Potencias en función de sus exclusivos intereses, cómo por la ausencia en el seno de la misma de la democracia y los derechos humanos como valores, lo que explica su deshumanización. Como ha señalado David Held, la historia del sistema interestatal moderno, y de las relaciones internacionales en general, ha guardado poca relación con los principios democráticos de organización política y social (Held 1997: 100).
La explicación a este hecho la podemos encontrar, de acuerdo con Beitz, en el hecho de que los Estados no están sujetos a imperativos morales internacionales, defendiendo simplemente su interés nacional, porque representan órdenes políticos separados y distintos, sin ninguna autoridad común sobre los mismos (Beitz 1979: 25).
Por último, se caracteriza, en función de lo que acabamos de señalar, por la ausencia de conciencia, más allá de planteamientos coyunturales, en cuanto a la existencia de unos intereses y problemas comunes y globales a todo el sistema y a los propios Estados, que sólo mediante la cooperación, la concertación y la integración pueden ser adecuadamente atendidos. El sistema de Estados se estructuraba fundamentalmente en torno a la realidad y la distribución del poder, interpretado en términos puramente relacionales y entendido sobre todo en términos político-militares, y funcionaba en base al papel que desempeñaban las Grandes Potencias, que actuaban como un directorio en relación al mismo.
Este papel director de las Grandes Potencias quedará formalmente reconocido a partir del Congreso de Viena de 1815, que pone fin al intento de Napoleón de instaurar un nuevo orden europeo y restaura el orden internacional basado en la legitimidad dinástica, estableciendo por primera vez un gobierno internacional de las Grandes Potencias, a través de la Santa Alianza y el Concierto Europeo. Este sistema de gobierno internacional jerárquico, a cargo de las Grandes Potencias, tendrá su continuidad, con variaciones, en la Sociedad de las Naciones, que se constituye en 1919, al final de la Primera Guerra Mundial, y en las Naciones Unidas, que se crean en 1945, con el fin de la Segunda Guerra Mundial. Como señala Ian Clark, ningún sistema internacional, a pesar de los conflictos armados que tienen lugar en su seno, ha mostrado mayor estabilidad en los últimos dos siglos, que este modelo jerárquico internacional que se adopta en 1815 (Clark 1989: 219-220).
En este sistema, el principio de orden, de seguridad relativa, que el directorio de Grandes Potencias trata de imponer en función de sus exclusivos e individuales intereses, prima absolutamente sobre el principio de justicia, dada la centralidad y exclusividad que se atribuye al Estado y al poder y la deshumanización con que se interpretan las relaciones internacionales. Se trataba, en consecuencia, de una sociedad internacional profundamente deshumanizada, pues los individuos sólo se tomaban en consideración por su pertenencia a un Estado.
La evolución de esa sociedad internacional, a partir del siglo XIX y sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, aunque se tradujo en la introducción de nuevas interacciones, dinámicas, actores y problemas, que complejizaban las relaciones, elevaban los niveles de interdependencia y erosionaban la centralidad de los Estados, socavando las bases iniciales y la naturaleza predominantemente interestatal y política-diplomática del sistema nacido en Westfalia, sin embargo, no supuso un cambio de actitud en el comportamiento de los principales actores, es decir, de los Estados, que continuaban aferrados a la imagen de un sistema pretendidamentemente interestal, dominado por un pequeño grupo de Grandes Potencias.
Las Conferencias de Yalta y Potsdam al final de la Segunda Guerra Mundial consagrarían el reparto de una parte importante del mundo entre las Grandes Potencias, especialmente entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, así como el establecimiento de un nuevo directorio de las mismas, de naturaleza bipolar, reiterándose, una vez más, en la práctica un comportamiento que venía desde Westfalia. La Conferencia de San Francisco, en 1945, y las Naciones Unidas, que nacieron en la misma, no harían sino formalizar e institucionalizar ese esquema de funcionamiento interestatal, reconociendo nuevamente el papel directorio de las Grandes Potencias.
En este sentido, la Carta de las Naciones Unidas instituía un gobierno internacional jerárquico y autocrático, similar al de la Santa Alianza, que consagró el Congreso de Viena de 1815. Como señalará Hans Morgenthau, las Naciones Unidas son un gobierno internacional de las Grandes Potencias, que recuerda a la Santa Alianza en su proceso constitutivo y a la Sociedad de las Naciones en sus pretensiones (Morgenthau 1986: 551).
En ese contexto, el surgimiento de dos superpotencias, la Guerra Fría y el enfrentamiento entre bloques, que se imponen a partir de 1947, unido a la teoria y la realidad de la disuasión, basada en el arma nuclear, que determinaron un esencial cambio en la estructura de poder del sistema al transformarlo de multipolar en bipolar, actuaron como importantes factores controladores de las manifestaciones centrífugas y de las veleidades de los actores secundarios, encubridores de las nuevas realidades internacionales no estatales que se iban imponiendo y congeladores de numerosos problemas y conflictos subyacentes, hasta el punto de dar al sistema una estabilidad desconocida desde hacia tiempo.
La aparición de una fractura absolutamente dominante en el sistema de Estados, como era la división en dos bloques antagónicos, hegemonizados cada uno de ellos por una superpotencia, apoyada en el arma nuclear, jerarquizó e hizo rígido el sistema político-diplomático, dando lugar a que todas las demás fracturas y problemas quedaran obscurecidos o congelados, dejando sólo la periferia del sistema como campo abierto al conflicto y a la inestabilidad.
Las profundas transformaciones que iba experimentando la sociedad internacional desde el punto de vista científico-técnico, económico, social y cultural, que socavaban progresivamente sus mismas bases, eran absorbidas por el sistema político-diplomático, sin necesidad de cambios significativos de conducta por parte de los actores estatales y sin que aparentemente afectasen a las estructuras y dinámicas básicas del sistema de Estados, basado en la bipolaridad y sustentado en la hegemonía de las superpotencias.
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