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Experiencias Pedagogicas

rocioso22 de Mayo de 2014

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La señora Theresa Henzi fue mi profesora de álgebra del primer año del colegio secundario en Vineland, New Jersey, en 1942. Era una mujer corpulenta, más baja que el promedio, de apariencia regordeta y de vestir poco distinguido. Tenía tobillos gruesos y llevaba unos anteojos octogonales sin marco cuyos cristales reflejaban la luz la mayor parte del tiempo, lo cual hacía difícil leer la expresión de su mirada. Tenía una cara redonda y agradable enmarcada por un pelo castaño ondulado, veteado de gris. Supongo que aquel año en que fue mi profesora tendría unos cincuenta y cinco años o quizás algo más.

Lo que recuerdo más vívidamente de las tempranas clases matutinas de la señora Henzi es el modo que tenía de revisar las tareas para el hogar que no había asignado. Hacía pasar a la pizarra, situada al frente del aula, a tres o cuatro alumnos para que estos resolvieran los problemas que nos había encargado el día anterior. Normalmente se trataba de ejercicios de ecuaciones extraídos del libro de texto en los que se pedía simplificar las operaciones y despejar el valor de x. La señora Henzi, de pie junto a la pared opuesta a las ventanas, con sus anteojos resplandeciendo por el reflejo de la luz, leía el problema en voz alta para que los estudiantes que estaban junto a la pizarra lo copiaran y resolvieran mientras el resto de la clase observaba. A medida que cada alumno terminaba sus cálculos se volvía hacia la clase y se corría un poco para permitir que los demás vieran su trabajo. La señora Henzi revisaba cuidadosamente cada solución y prestaba atención no sólo al resultado, sino también a cada paso dado para llegar a él. Si todo estaba bien, la profesora enviaba al alumno de regreso a su banco con una palabra de elogio y asintiendo brevemente con la cabeza. Si el alumno había cometido un error, lo instaba a revisar su trabajo para ver si él mismo podía descubrirlo. “Allí hay algo que está mal, Robert”, decía. “Míralo de nuevo”. Si después de unos pocos segundos de escrutinio, Robert no podía detectar su error, la señora Henzí pedía un voluntario para que señalara donde se había equivocado su desventurado compañero.

La parte más memorable de esta rutina diaria habitualmente ocurría en medio de cada una de esas rondas de cálculos en la pizarra antes de que ni siquiera el más veloz de los alumnos hubiera terminado su trabajo. En algún momento, la señora Henzi ladraba una orden que ya se había convertido en hábito. Sin embargo, el instante preciso en que la daría siempre era inesperado, además el volumen de esa exclamación hacía que toda la clase reaccionara con un sobresalto. “¡MUCHO OJO!”, tronaba. Al principio, rara vez estaba uno seguro de a quién se dirigían esas palabras, si es que se dirigían a alguien en particular. A menudo sonaban como si estuvieran destinadas a todos nosotros. Pero otras veces la dirección de la mirada de la señora Henzi hacía evidente que ella había detectado un error en el desarrollo del ejercicio y advertía al perpetrador que estaba por descarriarse y que marchaba hacia un Waterloo algebraico. Como no siempre estaba claro cuál de los alumnos era el que había cometido la falta, el efecto de cada una de esas exclamaciones, además de sobresaltar a todos, era impulsar a quienes permanecíamos sentados a examinar con renovado fervor la pizarra en busca del error que la señora Henzi con su mirada de rayos X parecía haber captado casi antes de que se cometiera.

[…] Es bastante extraño que no retenga yo ninguna imagen visual de la señora Henzi en el acto de realizar lo que hoy a veces se conoce como “enseñanza frontal”, es decir, el profesor de pie frente a la clase, con una tiza en la mano, dando instrucciones directas sobre cómo hacer esto o aquello. Trato de imaginármela en esa postura, que estoy seguro ella debe de haber adoptado en innumerables ocasiones,

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