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La Metropolis Y La Vida Mental

alxxfox2 de Noviembre de 2011

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La metrópoli y la vida mental Georg Simmel

Los problemas más profundos de la vida moderna se derivan de la demanda que antepone el individuo, con el fin de preservar la autonomía e individualidad de su existencia, frente a las avasalladoras fuerzas sociales que comprenden tanto la herencia histórica, la cultura externa, como la técnica de la vida. La lucha contra la naturaleza que el individuo ha desarrollado para su subsistencia corporal logra, bajo esta forma moderna, una más de sus transformaciones. El siglo XVII hizo un llamado para que el hombre se liberara a sí mismo de todas las ataduras que parten del Estado, de la religión, de la moral y de la economía. La naturaleza del hombre común a todos y originalmente buena, debe por lo tanto desarrollarse sin obstáculos. El siglo XIX además de exigir una mayor libertad, demandó la especialización del hombre y de su trabajo de acuerdo con criterios funcionales; este proceso de especialización hace que cada individuo se vuelva incomparable a otro y que cada uno de ellos se vuelva indispensable en el mayor grado posible. Sin embargo, esta especialización hace que dependa más directamente de las actividades complementarias de todos los demás.

Nietzsche considera que el desarrollo completo del hombre está condicionado por la más brutal de las luchas; el socialismo, por su parte, cree en la supresión de toda competencia por esta razón precisamente. Sea como fuere, en todas las posiciones que se han mencionado hasta ahora encontramos una misma preocupación básica; el que la persona se resista a ser suprimida y destruida en su individualidad por cualquier razón social, política o tecnológica. Cualquier investigación acerca del significado interno de la vida moderna y sus productos o, dicho sea en otras palabras, acerca del alma de la cultura, debe buscar resolver la ecuación que las estructuras como las metrópolis proponen entre los contenidos individuales y supra individuales de la vida. Tal investigación debe responder a la pregunta de cómo la personalidad se acomoda y se ajusta a las exigencias de la vida social. Es precisamente a esta pregunta a la que me abocaré en este trabajo.

El tipo de individualidad propio de las metrópolis tiene bases sociológicas que se definen en torno a la intensificación del estímulo nervioso, que resulta del rápido e ininterrumpido intercambio de impresiones externas e internas. Siendo el hombre un ser diferenciante, su mente se ve estimulada por el contraste entre una impresión momentánea y aquella que la precedió. Por otra parte, las impresiones duraderas, las que se diferencian ligeramente la una de la otra, así como las que al tomar un curso regular y habitual muestran contrastes habituales y regulares, utilizan, por así decirlo, un grado menor de conciencia que el tumulto apresurado de impresiones inesperadas, la aglomeración de imágenes cambiantes y la tajante discontinuidad de todo lo que capta una sola mirada; conforman este conjunto precisamente, las situaciones sicológicas que se obtienen en las metrópolis. Con el cruce de cada calle, con el ritmo y diversidad de las esferas económica, ocupacional y social, la ciudad logra un profundo contraste con la vida aldeana y rural por lo que se refiere a los estímulos sensoriales de la vida síquica. La metrópoli requiere del hombre – en cuanto criatura que discierne- una cantidad de conciencia diferente de la que extrae la vida rural. Esta última, tanto el ritmo de la vida como aquel que es propio a las imágenes sensoriales y mentales, fluye de manera más tranquila y homogénea y más de acuerdo con los patrones establecidos.

Ello explica, sobre todo, el carácter intelectualista de la vida síquica en las metrópolis, en contraposición con el de los pueblos y pequeñas ciudades, que descansa mucho más en las relaciones emocionales profundas. Estas últimas relaciones están ancladas en las capas más profundas de la psiquis y se desarrollan más fácilmente bajo el ritmo sostenido de los hábitos ininterrumpidos

El intelecto, sin embargo, tiene su sede en las capas conscientes transparente y altas de nuestra alma; es ,¿lo más adaptable de nuestras fuerzas interiores. El intelecto no requiere de conmociones o fuertes choques internos para acomodarse al cambio y al contraste de fenómenos. Por su parte, la mente más conservadora puede acomodarse al ritmo de las metrópolis únicamente a través de este tipo de experiencias emocionales. De esta manera, el tipo metropolitano de hombre –el cual, claro está, existe en mil y un variantes diferentes de individuo- desarrolla una especie de órgano protector que lo protege contra aquellas corrientes y discrepancias de su medio que amenazan con desubicarlo; en vez de actuar con el corazón, lo hace con el entendimiento. En esto, su conciencia superior y el intelecto asumen la prerrogativa por encima de los sentimientos psíquicos. Por esta razón la vida metropolitana resulta subyacente a este estado de alerta, consciente, así como al predominio de la inteligencia en el hombre metropolitano.

La reacción a los fenómenos metropolitanos se maneja con capacidad que resulta ser la menos sensible y la más alejada de las profundidades de la personalidad. Estas capacidades intelectuales propias de la vida metropolitana, desde esta perspectiva, se ven como una forma de preservar la vida subjetiva ante el poder avasallador de la vida urbana.

Estas mismas capacidades intelectuales se ramifican en múltiples direcciones y se integran con muchísimos fenómenos discretos.

La metrópoli siempre ha sido la sede de la economía monetaria. Es aquí donde la multiplicidad y concentración del intercambio económico le otorgan a los medios de intercambio una importancia que el volumen del comercio rural no le hubiese permitido. La economía monetaria y el predomino del intelecto están intrínsecamente conectados. Ambos guardan una actitud casual respecto al trato con los hombres y las cosas a tal grado que, dentro de esta actitud, la justicia formal se califica muchas veces como dureza injustificada. La persona intelectualmente sofisticada es indiferente a toda forma genuina de individualidad, dado que las relaciones que resultan de ellas no pueden ser cubiertas por las operaciones lógicas. De la misma manera, la individualidad de los fenómenos no es conmensurable con el principio pecuniario.

El dinero hace referencia a los que es común a todo; el valor de cambio reduce toda calidad e individualidad a la pregunta ¿cuánto cuesta?

Todas las relaciones emocionales íntimas entre las personas están fundadas en la individualidad, mientras que en las relaciones racionales el hombre es equiparable con los números, como un elemento, indiferente en sí mismo. Sólo los logros objetivamente medibles resultan de interés. Es así como el hombre metropolitano juzga a sus abastecedores y a sus clientes, a sus sirvientes domésticos y, algunas veces aun a las personas con las que está obligado a tener relaciones sociales. Estas características de la actitud intelectual contrastan con la naturaleza de los pequeños círculos, en los cuales el conocimiento inevitable de la individualidad necesariamente produce un tono más cálido de comportamiento, mismo que está más allá de llegar a sopesar objetivamente los servicios prestados y recibidos, a prestación y la contraprestación.

En la esfera de la sicología de los grupos pequeños resulta importante considerar que, bajo condiciones primitivas, la producción le sirve al cliente que ordena el producto, de tal manera que el productor y el consumidor están relacionados y se conocen. La metrópoli moderna, por su parte, esta abastecida casi enteramente pro producción para el mercado; esto es, para compradores desconocidos por completo, que nunca entran en el campo visual del productor a través del anonimato los intereses de cada parte adquieren un carácter casual, casi despiadado. Así, los intereses económicos racionalmente calculados por cada parte, no necesitan tener modificación alguna en el trato comercial debido a los imponderables propios de las relaciones personales. La economía monetaria domina la metrópoli; ha desplazado las últimas supervivencias de la producción doméstica y del trueque directo de productos; minimiza, asimismo, la cantidad de productos hechos sobre pedido. La actitud casual está tan obviamente interrelacionada con la economía del dinero dominante en la metrópoli que nadie puede decir si la mentalidad intelectualizante promovió a la economía monetaria o si, por el contrario fue esta última la que determinó la mentalidad intelectualizante. El tipo metropolitano de vida es, ciertamente, el suelo más fértil para esta reciprocidad entre economía y mentalidad, mismo punto que documentaré citando el juicio del más eminente historiador constitucionalista inglés: a través de todo el curso de la historia inglesa, Londres nunca ha actuado como el corazón de Inglaterra, aunque, algunas veces, haya actuado como su intelecto y siempre como su monedero.

En algunos rasgos aparentemente insignificantes que yacen en la superficie de la vida las mismas corrientes síquicas se juntan.

La mente moderna se ha vuelto cada vez más calculadora. La exactitud en el cálculo que se da en la vida práctica de la economía monetaria corresponde al ideal de la ciencia natural, a saber, la transportación del mundo a un problema aritmético, así como fijar cada parte del mundo por medio de fórmulas matemáticas. Únicamente la economía monetaria ha podido llenar tanto los días de tantas gentes como operaciones de cálculo, peso y determinaciones numéricas, así como con una reducción de los valores cualitativos a valores cuantitativos. A través de la naturaleza calculadora

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