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La metrópoli y la vida mental


Enviado por   •  13 de Mayo de 2017  •  Reseñas  •  1.538 Palabras (7 Páginas)  •  311 Visitas

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UNSAM 2017

Introducción a la Sociología

Profesora: Malvina Silba

Alumno: Marcelo Garnica

Reseña: La metrópolis y la vida mental

 Georg Simmel expone, en “La metrópolis y la vida mental” (1903), su hipótesis diciendo que el hombre, tensionado por el ritmo vertiginoso e imposible de esquivar de la urbe, configura un tipo de personalidad moderno, capitalista, indiferente y reservado; un tipo de personalidad caracterizado por la intensificación de los estímulos nerviosos.

Construye su mirada desde el punto de vista de la cultura y la naciente psicología.

Simmel da cuenta de un fenómeno que está en el centro de la condición moderna: el encuentro violento entre el mundo interno del individuo y el mundo externo de la sociedad y las ciudades.

Los problemas más profundos de la vida moderna derivan de la demanda que antepone el individuo, con el fin de preservar la autonomía e individualidad de su existencia, frente a las avasalladoras fuerzas sociales que comprenden tanto la herencia histórica, la cultura externa, como la técnica de la vida. La preocupación básica es que la persona logre resistirse a ser suprimida y destruida en su individualidad por cualquier razón social, política o tecnológica.

El autor analiza cómo se acomoda y se ajusta la personalidad a las exigencias de la vida social.

El hombre metropolitano, nos dice, desarrolla una especie de órgano protector que lo protege contra las corrientes y discrepancias de su medio que lo amenazan con desubicarlo; en vez de actuar con el corazón, lo hace con el entendimiento. Antepone su conciencia superior y su intelecto a los sentimientos psíquicos. La vida metropolitana resulta subyacente a un estado de alerta, consciente, así como al predominio de la inteligencia. Las capacidades intelectuales se ven como una forma de preservar la vida subjetiva ante el poder avasallador de la vida urbana.

La persona intelectualmente sofisticada es indiferente a toda forma genuina de individualidad, dado que las relaciones que resultan de ellas no pueden ser cubiertas por las operaciones lógicas.

La metrópoli siempre ha sido la sede de la economía monetaria. Es allí donde la multiplicidad y concentración del intercambio económico le otorgan a los medios de intercambio una importancia que el volumen del comercio rural no le hubiese permitido. La economía monetaria y el predominio del intelecto están intrínsecamente conectados.

Todas las relaciones emocionales íntimas entre las personas están fundadas en la individualidad, mientras que en las relaciones racionales el hombre es equiparable a los números, como un elemento, indiferente en sí mismo. Sólo los logros objetivamente medibles resultan de interés. Estas características de la actitud intelectual contrastan con la naturaleza de los pequeños círculos, en los cuales el conocimiento inevitable de la individualidad necesariamente produce un tono más cálido de comportamiento.

En los grupos pequeños la producción le sirve al cliente que ordena el producto, de tal manera que el productor y el consumidor están relacionados y se conocen. Esto no ocurre en la metrópoli moderna en dónde productores y consumidores no se conocen nunca.

Nadie puede decir si la mentalidad intelectualizante propia del hombre urbano promovió a la economía monetaria o si, por el contrario, fue esta última la que determinó la mentalidad intelectualizante. Únicamente la economía monetaria ha podido llenar tanto los días de tantas gentes con operaciones de cálculo, peso y determinaciones numéricas, así como con una reducción de los valores cualitativos a valores cuantitativos.

A través de la naturaleza calculadora del dinero se ha logrado que las relaciones entre todos los elementos componentes de la vida del hombre adquieran una nueva precisión. Una manifestación externa de esta tendencia hacia la precisión es la difusión universal de los relojes de pulsera.

La puntualidad, la exactitud y el cálculo se imponen sobre la vida por la dilatada complejidad de la existencia metropolitana y no únicamente por su conexión íntima con la economía monetaria y el carácter intelectualizante.

Al igual que una vida de goce descontrolado trae como consecuencia la indiferencia, por excitar los nervios durante demasiado tiempo provocando sus reacciones más fuertes hasta que, finalmente, se vuelven incapaces de reacción alguna, así también las impresiones más inofensivas, debido a la velocidad y contraposición de sus cambios, obligan a respuestas tan poderosas, desgarran los nervios de una manera tan brutal que los obligan a entregar la última reserva de sus fuerzas y, al quedarse en el mismo ambiente, ya no tienen tiempo para acumular otras nuevas. Esto es precisamente lo que conforma esa actitud blasée que despliegan todos los niños metropolitanos cuando se les compara con los niños de medios ambientes más tranquilos y menos cambiantes.

Junto a factores de orden fisiológico se encuentra esta actitud de insensibilidad ante la diferencia de las cosas. Ningún objeto merece preferencia sobre otro, fiel reflejo de una economía monetaria completamente internalizada. Al ser equivalente de todos los casos en la misma forma, el dinero se convierte en el nivelador más atroz expresando todas las diferencias cualitativas de los casos en términos de ¿cuánto cuesta?

Las grandes ciudades propician la mercantilización de las cosas de manera más impresionante y con mayor énfasis que las localidades pequeñas. Ésta es la razón por la que las ciudades constituyen, también, el entorno auténtico de la actitud blasée. Dentro de esta actitud la concentración tan alta de hombres y cosas estimula el sistema nervioso del individuo hasta a sus máximos grados de excitación hasta su transformación en lo opuesto desembocando en el hastío tan peculiar de la actitud blasée. Los nervios encuentran en el rechazo a reaccionar ante los estímulos la última posibilidad de acomodo frente a las formas y contenidos de la vida metropolitana.

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