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Tratado De Los Delitos Y Las Penas

terecamacho18 de Abril de 2013

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Índice

Presentación de Chantal López y Omar Cortés.

Al lector.

Introducción.

Origen de las penas y Derecho de penar.

Consecuencias.

Interpretación de las leyes.

Obscuridad de las leyes.

De la detención.

Indicios y formas en los juicios.

De los testigos.

Acusaciones secretas.

Preguntas sugestivas. Disposiciones.

De los juramentos.

Del tormento.

Procesos y prescripciones.

Atentados, cómplices, impunidad.

Mitigación de las penas.

De la pena de muerte.

Bando y confiscaciones.

Infamia.

Prontitud de la pena.

Certidumbres de las penas. Gracias.

Asilos.

De poner a precio la cabeza de los reos.

Proporción entre los delitos y las penas.

Medida de los delitos.

División de los delitos.

Delitos de lesa majestad.

Delitos contra la seguridad de los particulares. Violencias. Penas de los nobles.

Injurias al honor.

De los duelos.

Hurtos.

Contrabandos.

De los deudores.

De la tranquilidad pública.

Del ocio político.

Del suicidio y de los emigrantes.

Delitos de prueba difícil.

De un género particular de delitos.

Falsas ideas de utilidad.

Del espíritu de familia.

El fisco.

Cómo se previenen los delitos.

Conclusión.

Presentación

César Bonesana, Marqués de Beccaria, mejor conocido como César Beccaria (1735-1794), alcanzó la gloria en el campo del derecho con su notabilísima obra Tratado de los delitos y de las penas, misma que ha sido traducida a infinidad de idiomas.

Curiosamente el primer libro que escribió César Beccaria en 1762, abordaba un tema de carácter mercantil relacionado con los desórdenes que el monetarismo generaba, pero, en mucho debido a la influencia de dos amigos suyos, los hermanos Pedro y Alejandro Verri, fue que se interesó por irse adentrando en el terreno de la en aquéllos tiempos llamada, Práctica criminal, que no era más que una especie de almanaque de derecho consuetudinario de prácticas y costumbres, que servía de base para entender todo lo relacionado con los juicios de orden penal.

El medianamente comprender ese auténtico laberinto de conceptos antiquísimos que servían de base al criterio francamente escalofriante que sobre el derecho penal privaba, llevóle un considerable tiempo, pero la ayuda, explicaciones y consejos de los hermanos Verri sirviéronle mucho para ir poco a poco entendiendo esa madeja de disposiciones y contradisposiciones que en muchos casos se contradecían. Así, César Beccaria tardaría un poco más de un año en escribir la obra que a la postre le daría renombre universal, Tratado de los delitos y de las penas.

Finalmente su libro aparecería publicado en el mes de julio de 1764 logrando un enorme éxito, puesto que en dos años se hicieron cuatro ediciones.

César Beccaria moriría el 24 de noviembre de 1794, legando a la humanidad su magistral libro que en mucho serviría para sentar los mínimos criterios de certidumbre y claridad que siempre deben estar presentes en el derecho penal.

Chantal López y Omar Cortés

Al Lector

Algunos restos de la legislación de un antiguo pueblo conquistador, compilada por orden de un príncipe que reinaba hace doce siglos en Constantinopla, envueltos en el fárrago voluminoso de libros preparados por obscuros intérpretes sin carácter oficial, componen la tradición de opiniones que una gran parte de Europa honra todavía con el nombre de Leyes; y es cosa tan funesta como general en nuestros días, que una opinión de Carpzovio, una antigua costumbre referida por Claro, un tormento ideado con iracunda complacencia por Farinaccio, sean las leyes a que con obediencia segura obedezcan aquéllos que deberían temblar al disponer de las vidas y haciendas de los hombres. Estas leyes, reliquias de los siglos más bárbaros, vamos a examinarlas en este libro en aquélla de sus partes que se refiere al derecho criminal; y los desórdenes de las mismas osaremos exponérselos a los directores de la felicidad pública con un estilo que deje al vulgo no ilustrado e impaciente la ingenua indagación de la verdad. La independencia de las opiniones vulgares con que está escrita esta obra, se debe al blando e ilustrado gobierno bajo el que vive el autor de ella.

Los grandes monarcas, los bienhechores de la humanidad que nos rigen, gustan de las verdades expuestas por cualquier filósofo obscuro con un vigor desprovisto de fanatismo, propio sólo del que se atiene a la fuerza o a la industria, pero rechazado por la razón; y para el que examine bien las cosas en todas sus circunstancias, el desorden actual es sátira y reproche propios de las edades pasadas, pero no de este siglo, con sus legisladores.

Quien quiera honrarme con su crítica debe comenzar, por consiguiente, ante todo, por comprender bien la finalidad a que va dirigida esta obra; finalidad que, bien lejos de disminuir la autoridad legítima, serviría para aumentarla, si la opinión puede en los hombres más que la fuerza y si la dulzura y la humanidad la justifican a los ojos de todos. Las mal entendidas críticas publicadas contra este libro, se fundan sobre confusas nociones de su contenido, obligándome a interrumpir por un momento mis razonamientos ante sus ilustrados lectores para cerrar de una vez para siempre todo acceso a los errores de un tímido celo o a las calumnias de la maliciosa envidia.

Son tres las fuentes de que manan los principios morales y políticos que rigen a los hombres: la revelación, la ley natural y los convencionalismos ficticios de la sociedad. No hay comparación entre la primera y las otras dos fuentes, cuanto al fin principal de ella; pero se asemejan en que las tres conducen a la felicidad en esta vida mortal. Considerar las relaciones de la última de las tres clases, no significa excluir las de las dos clases primeras; antes bien, así como hasta las más divinas e inmutables, por culpa de los hombres de las falsas religiones y las arbitrarias nociones de delicia y de virtud, fueron alteradas de mil modos distintos en sus depravadas mentalidades, así también parece necesario examinar separadamente de cualquier otra consideración lo que pueda nacer de las meras comprensiones humanas, expresas o supuestas por necesidad y utilidad común; idea en que necesariamente debe convenir toda secta y todo sistema de moral; así es que siempre será una empresa laudable la que impulsa hasta a los más obstinados e incrédulos sujetos a conformarse con los principios que impulsan a los hombres a vivir en sociedad. Tenemos, por consiguiente, tres clases distintas de virtudes y de vicios: religiosas, naturales, y políticas. Estas tres clases nunca deben contradecirse; pero no todas las consecuencias y deberes que resultan de una de ellas, derivan de las demás. No todo lo que exige la revelación lo exige la ley natural; ni todo lo que exige la ley natural lo exige la mera ley social; pero es importantísimo separar lo que resulta de los convencionalismos expresos o de los pactos tácitos de los hombres, pues tal es el límite de la fuerza que puede ejercerse legítimamente de hombre a hombre, a no mediar una misión especial del Ser Supremo. Por tanto, la idea de la virtud política puede llamarse sin tacha variable, en tanto que la de la virtud natural sería siempre límpida y manifiesta si no la obscureciesen la imbecilidad o las pasiones de los hombres y la de la virtud religiosa será siempre pura y constante, por haber sido revelada inmediatamente por Dios y conservada por él.

Así es que sería erróneo atribuir a quien habla de convenciones sociales y de las consecuencias de la misma, principios contrarios bien a la ley natural o a la revelación, puesto que no se trata ni de la una ni de la otra. Hablando de un estado de guerra antes del estado de sociedad, sería erróneo tomar estos conceptos en el sentido que los dio Tomás Hobbes, es decir como faltos de ningún deber o de ninguna obligación anterior, en lugar de tomarlos como un hecho nacido de la corrupción de la naturaleza humana y de la falta de una sanión expresa. Sería erróneo acusar de delito a un escritor que considerase las consecuencias del pacto social si antes no hubiese admitido primeramente el pacto mismo.

La justicia divina y la justicia natural son inmutables y constantes por esencia, porque la relación entre los dos mismos objetos es siempre la misma; pero la justicia humana, o sea la justicia política, como no es más que una relación entre la acción y el distinto estado de la sociedad, puede variar a medida que la acción en cuestión se haga necesaria y útil a la sociedad y sólo llega a distribuirse bien por el que analiza las complicadas y mutabilísimas relaciones de las convenciones civiles. Desde el momento en que estos principios, que son esencialmente distintos, se confunden, se pierde toda esperanza de razonar bien en asuntos públicos. Incumbe a los teólogos trazar los límites entre lo justo y lo injusto, en cuanto se refiere a la malicia o a la bondad del acto, pero el establecer las relaciones de lo justo y de lo injusto desde el punto de vista político, o sea en relación con la utilidad o el daño de la sociedad, es asunto del publicista. Uno de estos objetos no podrá nunca prejuzgar al otro, pues todos vemos que la virtud puramente política debe ceder ante la inmutable virtud que emana de Dios.

Volveré a repetir que todo el que quisiese honrarme con sus observaciones críticas, no debe comenzar suponiendo en mí principios destructores

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