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SEXO, GÉNERO Y FEMINISMO: TRES CATEGORÍAS EN PUGNA

JuanGaray2 de Diciembre de 2014

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SEXO, GÉNERO Y FEMINISMO: TRES CATEGORÍAS EN PUGNA

A estas alturas del tercer milenio, ya todos y todas creemos saber muy bien qué es el sexo. Sin embargo, tan pronto comenzamos a debatir, nos damos cuenta de que el concepto es mucho más polémico de lo que parece. El género y el feminismo, como categorías, podrían ser aún más problemáticos, y definitivamente son vistos en muchos casos con desconfianza. Además, las fronteras y los entrecruzamientos entre los tres términos parecen aún más complejos y enmarañados. En este artículo, me propongo analizar los sentidos y las relaciones más importantes entre estos tres conceptos, aclarando algunas confusiones a la vez que problematizando y desconstruyendo lo evidente. Al mismo tiempo, espero aportar reflexiones que sirvan para desmitificar los supuestos “monstruos”, es decir, para desmontar al menos parte de las prevenciones y los temores.

¿El sexo es naturaleza y el género es cultura?

Nos hemos acostumbrado a hablar de “sexo” en todas partes, desde los programas de televisión donde los invitados revelan sus vidas íntimas, hasta las reuniones de padres de familia en los colegios y escuelas. Cada hablante parece estar muy seguro o segura de lo que significa la palabra. Para muchas personas, sexo quiere decir, además de la diferencia anatómica entre hombres y mujeres, el coito y la reproducción. Aunque no sea tan generalizada la “certidumbre” sobre lo que quiere decir género, se ha convertido en un lugar común, al menos en el ámbito académico, adscribir al sexo el aspecto biológico, natural, de la distinción anatómica, y al género la elaboración cultural de esta realidad.

Esta diferenciación se basa, probablemente, en la primera definición del sistema sexo/género, planteada por una antropóloga feminista, Gayle Rubin, como “el conjunto de disposiciones mediante las cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de actividad humana, y mediante las cuales se satisfacen estas necesidades sexuales transformadas”.i En esta definición, como vemos, la sexualidad aparece como un dato inmediato, evidente, que no necesita más explicación. Cada sociedad la interpreta de manera diferente, pero la sexualidad en sí es la misma en todas partes. A su interpretación cultural, distinta en cada etnia y capaz de evolucionar en el tiempo, hemos venido a llamarla género.

Es importante destacar la fuerza revolucionaria de esta definición. Se pensaba tradicionalmente que el sexo, sobre todo lo femenino, traía consigo una determinación inevitable. En la sociedad moderna, a partir de la formación del capitalismo, nacer con genitales masculinos abría una cierta gama de posibilidades de actuación social, dentro de las limitaciones o privilegios de clase y etnia. Nacer con la posibilidad de ser madre forzaba (condenaba) a una única forma de ser y de pensar: para la mujer, la anatomía es el destino, decía el propio Freud, el mismo pensador que postuló la formación histórica de la psiquis. A partir de la definición de la categoría “género”, contamos en las ciencias sociales con una herramienta conceptual que nos permite descubrir que las identidades femeninas y masculinas no se derivan directa y necesariamente de la diferencias anatómicas entre los dos sexos.

Qué es y qué implica ser hombre o ser mujer, para la identidad personal y para los comportamientos, roles y funciones sociales, son cuestiones que no se determinan, como se había pensado milenariamente, por lo biológico. Son los usos, las costumbres sobre las formas de actuar y decir, las que moldean en cada cultura, las distintas concepciones y actitudes hacia lo femenino y lo masculino. Esta categoría, en suma, nos remite a las relaciones sociales entre mujeres y hombres, a las diferen­cias entre los roles de unas y de otros, y nos permite ver que estas diferencias no son producto de una esencia invaria­ble, de una supuesta “naturaleza” femenina o masculina.

Sin embargo, no todas las feministas comparten la idea de Rubin sobre la primacía natural del sexo y la construcción sociocultural del género. Ya en 1969, en su obra Política Sexual, Kate Millet afirma que el sexo tiene dimensiones políticas que casi siempre se desconocen.ii Algunas autoras, como Catharine McKinnon, advierten que la hegemonía de la heterosexualidad es la base del género, y usan los términos sexo y género como equivalentes.iii Otras se oponen a la idea de que el género es una construcción social partiendo de un cuerpo sexuado, y combaten la distinción entre sexo y género.iv

Por otra parte, existe una tendencia, que se ha venido abriendo paso en los medios intelectuales colombianos en las últimas décadas, a diferenciar entre sexo, como lo meramente biológico, y el concepto mucho más complejo de “sexualidad”. Sexualidad, se ha dicho, es una realidad biológica, psicológica y cultural que nos refiere, no sólo a los aspectos anatómicos y fisiológicos de la reproducción, sino también a sus consecuencias emocionales y psíquicas.v En esta definición se advierten las huellas del pensamiento psicoanalítico, donde la sexualidad se concibe como la fuente de todo goce y la base tanto de la evolución de la personalidad como del trabajo estético y científico. La sexualidad, por lo tanto, se constituye en la fundamentación inconsciente de toda la cultura.

Pero no sólo puede considerarse como cultural el aspecto psíquico de la sexualidad, aquel que tiene que ver con el inconsciente. Como veremos, se abre paso en las ciencias sociales una posición nueva sobre esta problemática, una posición desde la cual nuestras vivencias de nuestro propio cuerpo, de nuestra misma anatomía y fisiología reproductiva, nuestro placer y deseo fisiológicos, se elaboran también mediante la cultura, y son, al menos en parte, el producto de los discursos sobre ellos.

Recientemente, varias feministas han refutado el saber ya convencional según el cual el sexo es un punto de partida, un dato biológico, universal e inmutable, es decir, natural, mientras que el género pertenece al ámbito de la cultura. Con base en la visión de la sexualidad en diferentes culturas, algunas antropólogas y filósofas comienzan a cuestionar esa “verdad evidente”, la idea de que los dos sexos son una realidad biológica invariable. En este cuestionamiento encontramos la influencia de Foucault, cuyos tres volúmenes sobre Historia de la Sexualidad analizan lo sexual como un producto de discursos y prácticas sociales en contextos históricos determinados. Según este autor, el concepto de “sexo” tuvo su evolución histórica, se fue conformando a partir del siglo XVIII mediante los discursos médicos, demográficos, pedagógicos, llegando así a constituir una “unidad artificial” capaz de agrupar “elementos anatómicos, funciones biológicas, conductas, sensaciones y placeres”.vi

Efectivamente, en la premodernidad, “sexo” era solamente el nombre de la diferencia sexual anatómica; hoy, en cambio, la palabra congrega toda una constelación de significados que anteriormente se designaban por medio de significantes como “genitales”, “concupiscencia”, “acto carnal”, “deseo venéreo”, “lujuria”. A partir de un proceso que Foucault detalla en el primer volumen de la obra mencionada, el concepto se desarrolló hasta convertirse en “un principio causal, un significado omnipresente: el sexo llegó así a funcionar como un significante único y como un significado universal”.vii Como nos lo explica la antropóloga feminista Henrietta Moore, “El argumento básico de Foucault es que la idea de “sexo” no existe con anterioridad a su determinación dentro de un discurso en el cual sus constelaciones de significados se especifican, y que por lo tanto los cuerpos no tienen “sexo” por fuera de los discursos en los cuales se les designa como sexuados”.viii

De este hallazgo fundamental se desprenden dos ideas importantes. En primer lugar, la distinción entre sexo y género pierde gran parte de su fuerza. Partiendo de la posición de Foucault sobre la historicidad del sexo, se ha puesto en cuestión el concepto generalizado de género como algo establecido culturalmente con base en el sexo biológico. Como veremos más adelante, en su obra Gender Trouble (título que yo traduciría como El malestar en el género), Judith Butler plantea la posibilidad de abandonar la diferenciación entre los dos conceptos, o, al menos, de invertir la primacía atribuida al sexo por encima del género: no es el sexo la base biológica natural, fundamental, e invariable sobre la cual cada cultura construye sus concepciones, sus roles y estilos de género, sino que es el género cultural el que nos permite construir nuestras ideas sobre la sexualidad, nuestras maneras de vivir nuestro cuerpo, incluyendo la genitalidad, y nuestras formas de relacionarnos física y emocionalmente.

En segundo lugar, la visión histórica de la sexualidad que nos propone Foucault ha contribuido a que antropólogas como Sylvia Yanagisako y Jane Collier lleguen a afirmar que las categorías de la diferencia sexual, categorías binarias como hombre/mujer, varón/hembra, masculino/femenino, son características de nuestra cultura y no realidades universales o transculturales. No todas las culturas ven el sexo como una realidad binaria. La antropología nos presenta una gran cantidad de investigación que contribuye a que cuestionemos este “binarismo”, ofreciéndonos datos sobre categorías sexuales múltiples (un tercer y aún un cuarto sexo culturalmente reconocidos en algunas etnias), así como sobre hermafroditismo y sobre androginia.ix

Henrietta Moore, por su parte, critica también el etnocentrismo de muchas descripciones antropológicas

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