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Una Historia De Amor


Enviado por   •  11 de Mayo de 2012  •  5.782 Palabras (24 Páginas)  •  726 Visitas

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Horacio Quiroga

UNA ESTACION DE AMOR

Primavera

Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al

oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al

carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde

anterior, preguntó a sus compañeros:

--¿Quién es? No parece fea.

--¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor

Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece...

Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era

una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero

completamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de

suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio

exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose

hacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas. Acaso un poco

separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o

de gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante en

flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un

momento en los suyos, quedó deslumbrado.

--¡Qué encanto!--murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al

almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban hacia

la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente

colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al

galante muchacho.

Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún

carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las

serpentinas llovían sin cesar. Tanto fué, que las dos personas

sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron

atentamente al derrochador.

--¿Quiénes son?--preguntó Nébel en voz baja.

--El doctor Arrizabalaga; cierto que no lo conoces. La otra es la

madre de tu chica... Es cuñada del doctor.

Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran

francamente ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el

deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial

condescencia.

Este fué el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel

aportó cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia.

Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas

increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan

bien, que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.

Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se

reanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto de

hora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían,

volviéndose a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel.

Este echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías; mas sobre

el almohadón del surrey quedaban aún uno, un pobre ramo de

siemprevivas y jazmines del país. Nébel saltó con él por sobre la

rueda del surrey, dislocóse casi un tobillo, y corriendo a la

victoria, jadeante, empapado en sudor y el entusiasmo a flor de ojos,

tendió el ramo a la joven. Ella buscó atolondradamente otro, pero no

lo tenía. Sus acompañantes se rían.

--¡Pero loca!--le dijo la madre, señalándole el pecho--¡ahí tienes

uno!

El carruaje arrancaba al trote. Nébel, que había descendido del

estribo, afligido, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía,

con el cuerpo casi fuera del coche.

Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su

bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su

conocimiento de la sociedad actual de Concordia era mínimo. Debía

quedar aún quince días en su ciudad natal, disfrutados en pleno

sosiego de alma, si no de cuerpo; y he ahí que desde el segundo día

perdía toda su serenidad. Pero en cambio ¡qué encanto!

--¡Qué encanto!--se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y

carne femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía

real y profundamente deslumbrado--y enamorado, desde luego.

¡Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo,

confiaba mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación

aturdida con que la joven había buscado algo para darle. Evocaba

claramente el brillo de sus ojos

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