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ETICA SIN FUNDAMENTO

reunosoa27 de Mayo de 2014

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Una de las principales discusiones que atraviesa la historia de la filosofía es la de si existe o no una ética de alcance universal, es decir, válida para todo ser humano, independientemente de la cultura y el tiempo en que desarrolle su vida. Probablemente se trata del problema más fundamental que le atañe a la disciplina filosófica llamada Ética, ya que su rango mismo depende de la respuesta que se le dé a esta pregunta. La discusión se remonta, por lo menos, a Platón y a los sofistas, y está registrada en algunos de los más brillantes diálogos que nos legó el filósofo ateniense.

La resolución de un problema como éste parece tener fuertes implicancias prácticas: se teme que las personas no obedecerán pautas morales si creen que éstas son arbitrarias, que nada está realmente prohibido. No es de extrañar que una sociedad en la que los hombres no se limiten en sus acciones poco tarde en disolverse. De allí que toda comunidad humana se apresure a responder afirmativamente a la pregunta acerca de si existen valores absolutos y normas válidas de comportamiento. Con lo cual el problema inicial, de complejo abordaje teórico, parece “resolverse” en su faz práctica, en el sentido de que nunca llega a plantearse seriamente.

Un imperativo recurrente en toda cultura consiste en conformar el comportamiento y las valoraciones de sus miembros a ciertos parámetros, de manera que los hombres realicen necesariamente ciertas acciones (las obligaciones) y se abstengan de realizar ciertas otras (las prohibiciones). La omisión de las primeras o la transgresión de las segundas deben ser poco frecuente para garantizar la subsistencia de la sociedad y debe suscitar ira y rechazo en los demás miembros, además de ser usualmente acompañada por un castigo. Para que esto ocurra así, primero los integrantes de la sociedad son convencidos de la validez de esas prescripciones y valores.

En las llamadas culturas arcaicas, que abarcaron la mayor parte de la historia del género humano, esta explicación encontraba su lugar en los mitos. Los primeros hombres creyeron que los distintos fenómenos naturales estaban dotados de voluntad, y que reaccionaban frente a los actos humanos de forma similar a como lo hacen las personas. La naturaleza no sólo era parte de la sociedad, sino que jugaba el papel central: si ésta era honrada por las acciones humanas (ritos, ofrendas) proporcionaría grandes beneficios, pero si era ofendida ocasionaría grandes catástrofes.

Estas ideas se difundían a través de mitos, narraciones sobre los sucesos extraordinarios que dieron origen a los distintos fenómenos naturales. Los mitos eran fuente de una moralidad basada en lo sagrado (un lugar, un hombre, un objeto, un astro). Lo sagrado exige ser tratado de una manera especial y precisa, con lo cual las acciones encontraban una codificación rígida e inamovible. Se consideraba que su violación irritaba a los dioses y podía alterar el orden cósmico, produciendo todo tipo de desastres. Como fuente de conductas morales, probablemente no haya alguna más eficaz que los mitos.

Sin embargo, en un determinado lugar y momento histórico, la Grecia de hace dos mil seiscientos años, las explicaciones míticas comienzan a perder poder de convicción. Esta declinación está asociada al surgimiento de una nueva forma de pensar y ver el mundo. No sólo la filosofía hace aquí su aparición: las matemáticas avanzan a pasos agigantados de la mano de Pitágoras y Euclides y el espíritu científico asoma por vez primera. Nace también la incipiente democracia ateniense. El cuestionamiento del carácter sagrado de todo lo legado por la tradición y la declinación del temor a los dioses componen un marco que obliga a repensarlo todo. En este contexto es cuando, quizás por vez primera, encuentra cierto cauce el cuestionamiento del carácter absoluto de las normas y valores, proceso en el cual algunos sofistas no jugaron un papel poco importante.

Así, por ejemplo, el sofista Trasímaco sostenía que la justicia no es un valor trascendente sino sólo una imposición del que manda para obtener provecho del que obedece. También otras corrientes antiguas pusieron en duda la objetividad de la moral. Timón, discípulo del escéptico Pirrón de Elis, llegó a afirmar: “No hay nada que sea bueno ni malo por naturaleza, sino que esta distinción se ha establecido por la opinión de los hombres” .

Junto al sofista aparece otra figura en el escenario social: el filósofo. Crítico del orden mítico y de la superstición, el filósofo encarna una de las formas más evolucionadas de esta nueva manera de pensar. Se enfrenta con la difícil misión de construir los perfiles de un universo no ya mítico, sino configurado de acuerdo a principios racionales. Un universo que no dependerá del cambiante capricho de los dioses, sino que responderá a una inteligibilidad profunda y subyacente, a la que sólo se accederá mediante la luz de la razón.

Los asuntos morales no escapan a la reflexión filosófica . Desde ese momento hasta hace dos o tres siglos, la moral es fundada en una ética metafísica o en una ética teológica. Los metafísicos se caracterizan por postular un mundo trascendente que, ubicado más allá de la insoportable levedad que parece regir este mundo, nos revela un orden profundo subyacente al universo. Frente al espectáculo cambiante que nos ofrecen los sentidos, este saber opone un marco de verdades inmutables y valores absolutos a partir de los cuales el universo y la propia vida son reinterpretadas en su condición de plenas de sentido .

Esto no quiere decir que el papel eminentemente práctico que desempeñaban los mitos en la educación moral de los hombres haya sido reemplazado por un saber abstracto y de penoso acceso. Lo que sucedió más bien fue que las prácticas sociales efectivas fueron complementadas y en cierta medida legitimadas por posteriores reflexiones metafísicas, cuya importancia social es secundaria. De hecho, aún las minorías cultas que accedieron a este tipo de literatura fueron educadas en una moralidad práctica y no sobre la base de las especulaciones de los filósofos. Así, los distintos códigos morales aparecen en este período vinculados a la religión y, en menor medida, al derecho y a la política. Es a este tipo de instituciones a quienes se les debe la educación moral de los seres humanos.

En relación al desarrollo de la metafísica, fue característico de este largo período que la mayor parte de los filósofos no encontraran problemática la idea de que existen valores o normas absolutas. Lo usual fue, por el contrario, que partieran de ese supuesto del sentido común e intentaran fundamentarlo . La discusión giró en torno a cuál era el fundamento de esas reglas y valores y, en menor medida, cuál era su contenido. Éste último solía presentar algunas variaciones en las distintas sociedades y, a largo plazo, también en una misma sociedad. Así, por ejemplo, los “valores absolutos” de los griegos antiguos no eran los mismos que los de los hombres medievales, y ninguno de los dos coincidían con los enarbolados por los franceses que participaron de la revolución de 1789.

En el siglo XVIII la metafísica comenzó a perder terreno y ser objeto de críticas, al tiempo que los sorprendentes resultados de la ciencia moderna empezaban a llegar al gran público y a modificar la vida en las ciudades. El retraimiento de las explicaciones fundadas en un orden trascendente y el creciente prestigio de la ciencia suscitaron la esperanza de que había llegado el momento de formular una ética objetiva y científica, basada en la experiencia o en la razón (según se perteneciera a la tradición empirista o a la racionalista). Si la ciencia podía formular leyes universales, ¿por qué no podría hacerlo la ética? Así como la química moderna sustituía a la vieja alquimia, ¿por qué una ética científica no podría reemplazar a las éticas dogmáticas y supersticiosas que habían imperado hasta entonces? Los filósofos que sustentaron estas ideas llamaron a abandonar la especulación y a aceptar solamente aquello que pudiera ser objeto de pruebas rigurosas. Muchos pensadores actuales siguen cultivando este proyecto, entre ellos Mario Bunge, cuyas ideas serán analizadas más adelante.

En contraposición a este eco optimista del avance científico, en los últimos tiempos surgieron otros pensadores que, a partir de diferentes perspectivas, pusieron en duda la existencia de una ética válida para todos los seres humanos. Algunos sustentaron su posición en la historicidad del hombre y de sus reglas morales; otros percibieron a los códigos de conducta como formas de perpetuar el poder a través del control de las conciencias, esas cajas negras donde la fuerza -modo primario de producir sumisión- tiene vedado su acceso.

También desde la antropología cultural se puso de manifiesto la notable diversidad de costumbres morales presentes en las diferentes comunidades; de allí que la pretensión occidental de juzgar y modificar las prácticas de otras civilizaciones –sustentada en una supuesta ética universal- fuera vista como muestra de un injustificado e infantil etnocentrismo. Otras voces reticentes a la creencia en una moral objetiva fueron sugeridas desde la sociología, ciencia para la cual las conductas morales se explican en relación a la función que cumplen en una determinada sociedad, no como elementos trascendentes a los distintos contextos culturales.

A esta lista hay que sumar el impacto acusado por la declinación del pensamiento metafísico, caída que allanó el camino para la aparición de todo tipo de sospechas en relación a los postulados fundamentales de la tradición, incluyendo el de un Bien absoluto que en nada se contamina con la acción

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