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El interrogante filosofico


Enviado por   •  16 de Marzo de 2022  •  Documentos de Investigación  •  1.950 Palabras (8 Páginas)  •  207 Visitas

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EL INTERROGANTE FILOSÓFICO

En el libro III de la Metafísica, Aristóteles se dedica a enunciar todo un catálogo de interrogantes filosóficos que él considera relevantes para la indagación que lo ocupa, ni más ni menos que la búsqueda de los primeros principios y causas de lo real: “¿Los principios de la demostración pertenecen a una sola ciencia o a varias?  ¿Y entonces cómo es posible una ciencia de los principios? Si hay varias, ¿de qué esencia trata la ciencia que nos ocupa? ¿esta investigación es solo acerca de las substancias, o también acerca de los accidentes de éstas?” ... etc.

Lo realmente curioso del tema es que, a pesar de la formulación de estos y otros interrogantes presentes en el susodicho libro, Aristóteles parece no haber resuelto la mayoría de estas preguntas en el desarrollo posterior de los tratados de la Metafísica. Es decir, tenemos a uno de los filósofos más importantes de la historia del pensamiento que se toma la molestia de enumerar un conjunto extenso de interrogantes relevantes para su investigación y, no obstante, ¡no los resuelve!, ¡no los soluciona!: se limita a preguntar. Entonces, ¿Por qué Aristóteles hace esto? ¿Cuál es el sentido del ejercicio planteado por Aristóteles?

Muchos comentaristas e intérpretes coinciden en señalar que, para una persona de la talla intelectual de Aristóteles, más que las respuestas lo realmente relevante e importante es la formulación de las preguntas. Es más, al comienzo del libro en cuestión el mismo autor aclara que, en la búsqueda de la verdad es muy importante plantear correctamente las dificultades o problemas a tratar antes del abordaje de las preguntas. O, incluso, en opinión de otros conocedores de la obra del filósofo, es como si Aristóteles nos indicara, sin decirlo explícitamente, que muchas veces no importar el tener una respuesta acertada ante este o aquel interrogante; lo que realmente interesa para el ejercicio filosófico es tener el valor de plantearse tales preguntas. Así pues, la formulación de interrogantes, independientemente de si estos tienen o no una adecuada respuesta, resulta ser una preocupación de primer orden para la persona que se consagre al estudio de la filosofía.

Ante este panorama es lícito aseverar que, sin problemas, no hay filosofía; sin preguntas e interrogantes no es posible el desarrollo del ejercicio filosófico. Por tanto, es posible proponer un primer -aunque parcial- intento de resolución de la pregunta –pregunta inevitable, dicho sea de paso- que se plantea toda persona que tiene su primera aproximación al tema: ¿Qué es la filosofía?: es el arte de formularse preguntas.

Claro esta que esta respuesta, como se advirtió ya, es apenas parcial, además de insuficiente e insatisfactoria. Y, por si fuera poco, se debe advertir que no toda pregunta es, valga la redundancia, una pregunta filosófica. Entonces –siguiendo con el ejercicio planteado aquí, la formulación de preguntas- podría indagarse por ¿Qué distingue al interrogante filosófico de cualquier otro tipo de interrogante? ¿Qué hace que una pregunta sea filosófica? ¿Qué características tiene la indagación filosófica?

Conviene comenzar con la respuesta o el tipo de resolución que demanda el interrogante filosófico. Hay preguntas de fácil respuesta, que no requieren de mayor esfuerzo o reflexión, por ejemplo, preguntarle al compañero de clase qué hora es, o si había tarea para el día de hoy; no sería arbitrario decir que nadie defendería seriamente la idea de que estas NO son preguntas filosóficas. Entonces, se podría establecer que un primer rasgo de la pregunta filosófica es que esta no admite, no exige ni demanda una respuesta inmediata o de fácil resolución, sino todo lo contrario.

Por supuesto que tampoco admitirá una respuesta superficial y poco profunda. La filosofía no se agota en monosílabas, en responder con un sí o con un no; tampoco se satisface con una respuesta dada “por salir del paso”, por desembarazarse del asunto. Es decir, que un segundo rasgo de este interrogante consiste en que preguntarse filosóficamente demanda compromiso y honestidad, esto es, una preocupación genuina por la verdad.

 

Entonces, los interrogantes filosóficos, según lo dicho hasta ahora, se caracterizan por su complejidad y seriedad. Es decir, son preguntas que exigen respuestas elaboradas, meditadas, preguntas que, para ser satisfechas –partiendo, claro está, del supuesto de que puedan ser efectivamente satisfechas- deben contar con una respuesta rica en contenido y con un adecuado ejercicio de argumentación. Así mismo, son preguntas que se caracterizan por manifestar una muy seria y comprometida preocupación por la verdad; demandan y aspiran a la verdad, buscan la verdad.

No obstante, así visto, la pregunta filosófica podría perfectamente equipararse a la pregunta científica, porque ¿Acaso la ciencia no posee, también, una preocupación genuina por la verdad? ¿Acaso las respuestas de las preguntas científicas no se construyen argumentando? Pero, como sospechara el lector, la ciencia y la filosofía son campos de estudio e investigación diferentes. ¿en qué se diferencian, pues, las preguntas científicas de las filosóficas?

De nuevo habrá que remitirse a la naturaleza de la solución. Tal vez la diferencia más significativa entre el ejercicio científico y el ejercicio filosófico radique en que el primero permite obtener una respuesta cabal y plenamente satisfactoria al interrogante. Pensemos en que, si queremos saber la edad del universo, el tiempo que le tomaría a un transbordador espacial viajar a Próxima Centauri, o que efecto tiene para el organismo la ingesta continua de cafeína, etc., la ciencia puede darnos una respuesta satisfactoria dentro del límite razonable de nuestros actuales conocimientos. ¿Qué sucede con la filosofía?

Pues bien, se acuerdo a la pensadora alemana Hannah Arendt existe una diferencia significativa entre el conocer y el pensar. Estas dos actividades mentales, que a menudo suelen identificarse y usarse como sinónimos son, para Arendt, realmente diferentes. El conocer, indica la pensadora alemana, puede ser satisfecho, alcanza el fin propuesto –o al menos se fija la ilusión de que tal fin puede ser alcanzado-; el conocer deja tras de sí todo un “tesoro” de nuevos avances y progresos que le son heredados a las futuras generaciones humanas. El conocer permite el avance de la cultura humana. Piénsese que, por ejemplo, la rueda, el motor de combustión, la anestesia o la cura contra la malaria son el resultado y producto de un ejercicio serio de conocimiento y, por ende, son una herencia que se deja a las generaciones humanas del futuro; lo que los hombres de hoy conocen, facilitarán la vida de los hombres del futuro, de la misma forma en que nosotros podemos desplazarnos con facilidad gracias a que los sumerios inventaron –conocieron- la rueda.

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