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HORACIO QUIROJA-EL HOMBRE MUERTO


Enviado por   •  24 de Mayo de 2017  •  Resúmenes  •  1.663 Palabras (7 Páginas)  •  191 Visitas

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EL HOMBRE MUERTO

El hombre y su machete acababan de limpiar La quinta que calle del bananal. Faltaban les aun dos calles; pero como en estos abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante tarea muy poca cosa. El hombre hecho, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados, y cruzo el alambrado para tenderse un rato en la gamilla. Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbalo sobre un trozo de corteza desprendida del poste, al tiempo que el machee se le escapaba de las mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Solo que tras el antebrazo e inmediatamente por debajo del cinto surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete; pero el resto no se veía.

El hombre intento mover la cabeza, en vano. Echo una mirada de reojo a la empuñadura del machete húmeda aun del sudor de su mano. Aprecio mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió, fría, matemática e inexorablemente, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al lumbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación de eses momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro pero entre el instante actual y esa postrera espiración, ¡Que de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumidos en nuestra vida! ¡Que nos reserva aun esta existencia llena de vigor, antes de la eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!

¿Aún…? No han pasado dos segundos: el sol esta exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acababan de resolverse para el hombre  tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludible, va a morir. El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese hoy, piensa: es una pesadilla; ¡eso es!¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese banana su bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… es la calma del mediodía; pronto deban ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve el duro suelo es techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo como exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar.

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es este uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba… No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste descarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa al bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porqué él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en misiones, en su monte, en su potrero, en su bananal ralo? ¡Sin duda!. Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo…

Nada, nada ha cambiado. Solo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formo él mismo con el azada, durante cinco  meses consecutivos; ni con el bananal, obra de sus solas manas. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cascara lustrosa y un machete en el vientre.

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