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Apuntes Para La Historia De La Diplomacia

ferconda9115 de Marzo de 2013

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APUNTES PARA UNA HISTORIA DE LA DIPLOMACIA MEXICANA.

Aunque sea a grandes rasgos, es necesario trazar una breve noticia de nuestras relaciones diplomáticas a partir de 1821, año en que México se convirtió en nación independiente y con derecho a ejercer actos de soberanía política. Puede decirse, sin embargo, que este capítulo de la historia mexicana se inició el 3 de diciembre de 1810 en Guadalajara, cuando don Miguel Hidalgo y otros jefes insurgentes otorgaron credenciales de embajador plenipotenciario a don Pascasio Ortiz de Letona, con el fin de que, trasladándose a la ciudad de Washington, promoviese ante el gobierno de los Estados Unidos de América la concentración de una alianza ofensiva y defensiva; e igualmente consiguiera el suministro de armas, municiones y demás elementos de guerra que se necesitaban para proseguir la lucha por la emancipación del dominio español. Ortiz de Letona, de origen guatemalteco y especializado en botánica, carecía de toda educación política, como era natural en los habitantes de la Colonia, cuyas funciones políticas estaban exclusivamente reservadas a la metrópoli. No pudo llegar el primer diplomático mexicano al lugar de su destino. Aprehendido por los realistas se dio muerte por su propia mano, adelantándose así a la trágica suerte que le esperaba.

Cuando Hidalgo y sus compañeros se encontraban en la ciudad de Saltillo, decidieron enviar por delante en calidad de plenipotenciario ante el gobierno de Washington al licenciado don Ignacio Aldama, cuyo encargo se frustró al ser aprehendido por los realistas de Texas, y más tarde fusilado en Monclova. Mejor suerte tuvo don José Bernardo Gutiérrez de Lara, quien, después de hablar con Hidalgo en Saltillo, emprendió un largo viaje hasta la capital de los Estados Unidos, logrando ponerse al habla con el secretario de Estado, mister James Monroe. Según la relación escrita por el enviado insurgente, Monroe esquivó todo compromiso formal; pero no pudo disimular un oculto pensamiento acerca del futuro destino de la provincia de Texas. En el año de 1813, don Ignacio López Rayón envió, con el mismo carácter de plenipotenciario ante el gobierno de los Estados Unidos, a don Francisco Antonio Peredo, el cual nunca pudo embarcarse en Nautla, como intentó hacerlo, siendo posteriormente asesinado por los mismos insurgentes.

Don José María Morelos hizo que el cura don José Manuel de Herrera emprendiera el camino hacia Washington en el año de 1815, llevando en su compañía algunos jóvenes oficiales insurgentes, entre ellos a don Juan N. Almonte, hijo del gran caudillo. Herrera nunca pasó de Nueva Orleáns, contentándose con enviar comunicaciones al Departamento de Estado, que jamás le fueron contestadas. Entre los años de 1815 a 1816, Herrera estuvo en correspondencia con Morelos por medio de emisarios; y es sabido que entre sus instrucciones figuraba la de negociar la venta o cesión de Texas a cambio de la ayuda que se solicitaba, como consta de la declaración que rindió Morelos durante su cautiverio y proceso en la capital del virreinato.

Ya desde el año de 1811 el Departamento de Estado había enviado a la frontera de Luisiana y Texas dos agentes secretos, con el fin de que lo mantuvieran constantemente informado de los planes y actividades de los insurgentes mexicanos. Ni el doctor Robinson ni William Shaler, que fueron los agentes mencionados, jamás recibieron instrucciones para entrar en arreglos con los jefes independientes. Robinson, que llegó hasta el cuartel general de Morelos en Michoacán, se abstuvo siempre de iniciar relaciones formales, limitándose a cumplir sus funciones de espía. Por ese mismo tiempo había enviado Morelos a los países de la América del Sur un agente diplomático, con la idea de ponerse en contacto con los caudillos que sostenían la guerra contra España. Se llamaba don Simón Tadeo Ortiz de Ayala, y existen datos de su estancia en Bogotá, Buenos Aires, Lima y Santiago de Chile, aunque se ignora qué clase de relaciones sostuvo con Pueyrredón, Rivadavia, Bolívar, O'Higgins y demás prominentes caudillos de la emancipación de América. Por último, don Vicente Guerrero despachó a fines de 1819 al inglés Daniel Stuart, que llegó a Chile y pudo hablar con los directores del gobierno de este país, aunque hasta la fecha se desconozca el tenor de los convenios que haya tratado de propalar en provecho de los insurgentes mexicanos.

La reserva que invariablemente manifestó el gobierno de los Estados Unidos hacia la causa de los patriotas mexicanos puede tener muchas explicaciones. Una de ellas: la neutralidad que guardó durante la ocupación de España por los ejércitos de Napoleón, época en la que se abstuvo de sostener relaciones diplomáticas tanto con el gobierno del rey José, hermano de Napoleón, como con el que representaba en España los derechos de Fernando VII, a la sazón prisionero de Napoleón en Francia. A la caída de Napoleón en 1814, el representante diplomático de Fernando VII, don Luis de Onís, volvió a encargarse de sus funciones en la ciudad de Washington; y desde entonces, al mismo tiempo que trataba de impedir toda ayuda a los países americanos que luchaban contra España, ayuda que prestaban los comerciantes y aventureros con alcance bastante restringido, pero que el gobierno solapaba a despecho de las representaciones del ministro español, seguía una serie de negociaciones con los altos funcionarios de Washington para lograr un arreglo sobre las fronteras de Texas, la Luisiana y La Florida, negociaciones que culminaron con el tratado de 22 de febrero de 1819, celebrado entre don Luis de Onís y John Quincy Adams, secretario de Estado. Por este comúnmente llamado Tratado de Onís, Fernando VII vendió a los Estados Unidos La Florida, y se fijaron los límites con Texas y la Luisiana. La venalidad y otros vicios de Fernando VII ayudaron mucho a los diplomáticos norteamericanos en Madrid; y actualmente se sabe que sólo por alguna fortuita circunstancia, la venta de Texas no quedó incluida en dicho tratado, pues el monarca español ya estaba conforme en hacerla, al igual que la de La Florida.

Puede resumirse, después de escrito lo anterior, que México no pudo sostener relaciones diplomáticas de carácter formal con ninguna nación extranjera, durante su guerra de independencia de España, en el largo periodo que corre desde 1810 hasta 1821. Contrasta esta evidente incapacidad con el éxito que tuvieron los demás países de América insurreccionados contra el dominio español, para sostener dichas relaciones con diversos países de Europa y aun con los mismos Estados Unidos; y aunque es cierto que nunca lograron el reconocimiento formal de su independencia y soberanía política, sí sostuvieron relaciones de facto que mucho les sirvieron para conseguir auxilios materiales de diversos géneros, como el envío de la Legación Británica a Colombia; la formación de las escuadras argentina y Venezuela; la formación de las escuadras de argentina y chilena mandadas por Brown y Lord Cochrane, etcétera. El contacto diplomático se sostuvo por medio de agentes secretos o confidenciales, casi en forma permanente; y desde esa época data la organización de la diplomacia argentina, chilena, colombiana y brasileña. En todos estos países se hizo evidente que, en la clase social que podía llamarse "directora" o "gobernante", había hombres de capacidad e instrucción suficientes para encargarse de negociar y tratar con los gobiernos extranjeros, con más o menos habilidad y prudencia diplomáticas. El contraste que ofrece esta circunstancia es demasiado fuerte y hasta inexplicable porque los establecimientos de educación fundados en la Nueva España por sus dominadores fueron muy superiores a los erigidos en la América del Sur en muchos de sus aspectos. De estos incipientes cuadros diplomáticos salieron después muchos de los hombres de Estado que gobernaron en la América del Sur; y sería risible establecer una comparación entre el enviado de Morelos a los Estados Unidos, Herrera, y un Andrés Bello o un Rivadavia. Don Simón Tadeo Ortiz de Ayala, el otro enviado de Morelos a Bogotá y Buenos Aires, nunca pasó de cónsul en Burdeos, desdeñándose las grandes dotes de organizador que en él había, hasta su final y trágica muerte en el Golfo de México, cuando se dirigía a encargarse de los trabajos de colonización en Texas, en un momento en que ya este recurso para salvar dicho territorio era indudablemente tardío y completamente inútil.

El 4 de octubre de 1821, siete días después de que México inició su vida de nación libre e independiente, la Regencia y la Junta Gobernadora del Imperio procedieron a la organización del gobierno que debería regir sus destinos. Se crearon cuatro secretarías de Estado, y la de Relaciones Exteriores, la encargada de vigilar y de cuidar los más altos intereses de la nueva nación, fue confiada a don José Manuel de Herrera, de cuya misión en Nueva Orleáns ya hemos hablado. Todos están de acuerdo en pintar a Herrera como hombre más que mediocre y sin carácter, sin aquellos conocimientos que tan necesarios eran en la alta comisión que iba a desempeñar. Era -dice el historiador Robinson- "muy grave en sus modales, pero con pocos conocimientos del mundo, y, por consiguiente, fácil de engañar". Lo más probable es que su designación debióse a una deferencia o deseo personal de Iturbide, a quien se había agregado a los pocos días de iniciado el movimiento revolucionario de Iguala; recordando Iturbide también, quizá, su famosa plenipotencia en los Estados Unidos, de la que había regresado en el año de 1816 para recibir el indulto del gobierno virreinal.

Quince personas, sacadas de las antiguas oficinas del gobierno colonial, integraron la primera planta

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