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El amor a la escuela


Enviado por   •  26 de Enero de 2014  •  Ensayos  •  2.123 Palabras (9 Páginas)  •  312 Visitas

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Qué vida tan distinta la de mi escuela a la que llevaba en el pequeño rincón de mi espacio vital, parecían dos mundos distintos; de chico nunca entendí porque tenía que bañarme antes de asistir a la escuela, sabiendo que los sábados y domingos con frecuencia a mamá se le olvidaba. Que distinta era la vida escolar y la de mi entorno Por ejemplo:

En la escuela no debía dejar robar mis colores, tenía que responder por un examen, debía cumplir con la tareas, disfrutaba en demasía el descanso o recreo, sudaba constantemente, golpeaba, me reía desaforadamente, a veces lloraba en el baño, en otras ocasiones colaboraba en las ventas, me rompían el saco, hacía dibujos en la parte de atrás de los cuadernos; quería escribir mi nombre para siempre, así que lo hacía en el pupitre; me quitaba los zapatos, me dormía, soñaba, sabía mas que el profesor, lijaba el pupitre borrando mi nombre, hacía muecas, decía sobrenombres, me rascaba la cabeza, abrazaba, simulaba estar enfermo; observaba lo que me convenía y me interesaba, por eso en ocasiones no veía el tablero; cantaba duro, gritaba; en fin, hacía tantas cosas que eran parte de mi entorno, que de todas estas acciones intencionadas y no intencionadas, el profesor o profesora sólo se daban cuenta del cumplimento de la tarea y de lo juicioso que me encontraba en clase (aparentemente).

A ellos (profesores), sólo les interesaba mi conocimiento de la materia y lo aseado y “educado” que era cuando respondía sí señor, no señor. Creo que mis profesores supieron tan poco de mí y de lo que hacía en la escuela, que en realidad los pude engañar con mi comportamiento y con lo que sólo me pedían, la tarea. Tal vez por eso supe que sabía un poco más que los adultos. Raras veces ellos me sorprendían.

Ahora que reflexiono sobre estas vivencias, creo que el profesor primero debió preguntarme quien era yo y después decirme que necesitaba; me imagino que le respondería: “mi mamá quiere que yo sea alguien en la vida y no sé cómo serlo”. En realidad este deseo de mi mamá nunca me preocupó; quería más bien disfrutar del momento con los otros chicos; jugar constantemente, correr, atrapar escarabajos, escuchar o leer. También jugaba que era el papá que daba besos a la mamá y el ratón que se le escapó al gato, y otros tantos juegos que me sobrarían páginas para poder mencionarlos. En clase rara vez pasaba esto.

Lo que si pasaba era que el profesor nos comparaba constantemente a ver quién sabía más; quien tenía el cuaderno más limpio, que este no tuviera ninguna pestaña arrugada; que mi cuerpo no oliera a feo, que me lavara los pies, que no tuviera mocos, que no me los comiera, que la cabeza estuviera limpia de piojos; en fin toda una cantidad de requisitos que de todos, cumplí más bien pocos; además no se por qué, pero los mocos sabían a algo especial, y que ningún compañero de ese entonces lo niegue porque en variadas ocasiones los sorprendí.

Las comparaciones y la lucha por ser el mejor, me enseñaron a competir, a recitar la frase “Sálvese quien pueda”. Tenía que ser mejor que el resto de compañeros de clase y en ocasiones lo logré, otras no; los juegos eran demasiado importantes para mí. El único requisito para ser bueno académicamente, era que había que hacer lo que decían o mandaban los profesores; es decir, sólo el conocimiento exigido, así que yo hacía esto y luego me iba a jugar. Esto último no les interesaban a ellas o ellos (profesores), pues permanecían muy elegantes y oliendo a raro, ellos lo llamaban loción.

Parte de mi egoísmo lo aprendí en la escuela, ninguno debía ser mejor que yo, creo que todos mis compañeros pensaban lo mismo; aquellos con menos suerte iban quedando en el camino y eran presa fácil del profesor en comparaciones y discriminación. Estos que no asimilaban bien lo enseñado, eran criticados en Matemáticas porque no sabían sumar, pero si sabían quedarse con el dinero en los mandados; en Español porque las letras les quedaban torcidas, no sé cual era el problema, de todas formas se entendía la palabra; en Religión porque no iban a misa y no se sabían el evangelio de ese fin de semana; en Educación Física por que estaban gordos, les ponían apodos y cuando jugábamos fútbol, su ubicación era debajo del arco, para que hicieran de porteros, porque eran muy lentos en el correr. Las peores discriminaciones y estigmas las adquirimos al interior de la escuela y no en la familia y el barrio, sin querer decir que en estos últimos sitios no suceda.

Pasé de la escuela al colegio, observé que muchos de mis compañeros se fueron quedando en el camino, pues prefirieron seguir haciendo sus cuentas en la vida cotidiana y no abstractamente en el colegio; me cuestionaba mucho cuando aquellos rezagados en la batalla del conocimiento me decían: cual es el fin del álgebra, si en estos momentos no me sirve para nada? Para qué aprender los grandes relatos clásicos de la novela moderna, si el mensaje se encuentra en las canciones de actualidad? Para qué hacer ejercicio físico si en la discoteca sudamos más y la pasamos mejor que en la clase de Educación Física?

Es así como cada uno de ellos fue desertando para involucrarse de lleno en el mundo de la vida, de lo laboral, del amor; espacio donde no dicen como es el sexo, ni se hace a escondidas, solo se hace; donde se aprende a ser padre siéndolo; espacio donde se observa como nacen los niños, y que pasa cada vez que le crece el vientre a una mujer. Esto, no se ve en la foto, se experimenta en la realidad. En el colegio jamás le vi el vientre a una mujer en gestación, me hubiera gustado verlo y preguntarle que estaba sintiendo.

Si en la escuela los profesores me parecían lentos para comprenderme, en el colegio estaba seguro de ello. Ninguno de ellos, ni a mí, ni a mis compañeros nos acompañaron a una fiesta, ni nos hablaron de lo hermoso que es la sensualidad en las mujeres; creo que a las chicas tampoco les dijeron lo varoniles y sensuales que éramos nosotros. Tampoco nos dijeron que se siente en un orgasmo. Ni que se debe hacer cuando se pelea con los padres; como hay que reaccionar cuando nuestros hermanos menores o mayores se nos colocan la ropa sin nuestra aprobación; que se siente cuando nuestro primer amor nos dejó, que se siente cuando nuestro padre nos dijo que no servíamos para nada o que éramos unos holgazanes.

Estos discursos no se hablaban ni en la escuela, ni en el colegio; no había tiempo para hablar de eso, las clases duraban escasamente cuarenta y cinco minutos y no se podía perder tiempo. Si alguno de nosotros tenía un problema de este tipo, para eso estaba la psico-orientadora del plantel; me imagino que eran demasiados casos para ella, pues eran problemas no patológicos sino que hacían y hacen parte del mundo de la vida.

La competitividad por el saber seguía, y eran cada vez más los que desertaban. Me extrañó que en el colegio iniciaran el grado 6° siete grupos cada uno con 30 estudiantes y terminaran el grado 11° dos grupos cada uno con 25 estudiantes. Qué pasó con los otros cinco grupos? Lo lógico es que inicien el mismo número que terminaron, o un número menos reducido. Qué pasó con los otros? Lograron superar la prueba del conocimiento?. En el mundo de la vida se tienen tantos altibajos, que muy pocos de ellos son abordados en la escuela y en el colegio.

Volviendo con el deseo de mamá por ser alguien en la vida y haciendo un análisis hasta el bachillerato, puedo decirles que lo que he adquirido es un conocimiento fragmentado en ocho materias cada año, durante once años, y todavía mamá sigue diciendo que estudie para que sea alguien en la vida; pensé que ya había terminado. Pero no, me dijo que me faltaba la educación superior, que debía saber una disciplina específica, la que más me gustara para ser alguien reconocido y por supuesto con dinero.

Así que ingresé a la universidad, o educación superior como otros la llaman. En ella no existía el timbre de cambio de clase, que maravilla!, pero sí los parciales, muy parecidos estos, por no decir los mismos, a los logros de la escuela y el colegio; la diferencia es que los parciales tienen puntuación numérica. La competitividad era más exigente; ya no rayaba los pupitres, pero si escribía en los baños el futuro de mi país, o de mi carrera. Aparentemente nada había cambiado, pues aún seguía sin dinero y el conocimiento que cada vez era más inalcanzable.

Los profesores me enseñaron el ser y el hacer de mi disciplina, pero no hacer contextual dicho conocimiento. Parecía que también se encontraban lejos de la cotidianidad, del conocimiento común. En la universidad a diferencia de la escuela y del colegio, es mas marcado el aprendizaje de lo científico y lo técnico de cada palabra, de cada frase, la exactitud; no hay espacios para las equivocaciones, si pierdes repites, si repites por un determinado número de veces, te vas. Qué pasa con lo que sucede a mi alrededor?

Fuera de la institución escolar, tanto profesores como estudiantes, nos encontramos rodeados de ese conocimiento fantástico que nos invade, nos devora, que permite las equivocaciones, los errores de sintaxis, los distintos usos y los abusos, la informalidad. Cuando pisamos el primer escalón o baldosa de un centro educativo, se nos olvida que somos comunes y corrientes seres humanos, inundados de una subjetividad que nos respira permanentemente por los poros, que no podemos callar así nuestro aseo, vestido y lenguaje formal traten de ocultarlo.

Después de haber vivido entre la dicotomía de lo institucional y la vida de los débiles, de los que lloran, pero también de los que ríen; comprendí que ser alguien en la vida no es lo que el sistema formal nos ha enseñado; tener en conocimiento y en materialidad; lo triste del caso, es que la escuela en general le ha jugado a esta creencia.

También comprendí que yo soy en la vida desde que hacía cuentas de chico, desde que me dormía en clase, desde que escribí mi nombre por primera vez, desde que lloré porque mamá estaba enferma, desde que llegaba sucio a casa por haber jugado tanto, desde que dije la primera palabra, desde que empecé a existir en el vientre de mamá y no sólo desde que ingresé a la escuela.

La escuela, (desde el preescolar hasta la universidad, incluyendo el doctorado), no puede seguir enajenada de la vida social; no puede funcionar a expensas de un mundo globalizado que sólo busca conocimiento. La escuela es también parte del mundo de la vida; en ella se cuecen muchas de nuestras alegrías, tristezas, esperanzas, decepciones, orgullos y frustraciones; ella también es la vida no reglada, no ordenada, no razonada.

Es cierto que el conocimiento debe estar presente en la escuela, pero también en igual proporción, la subjetividad de toda la comunidad educativa; somos débiles, tanto estudiantes como profesores, al igual que nuestros padres; estamos supuestamente en un mundo de información rápida, de exclusión y de desarraigo cultural; pues bien, que en la escuela se pueda volver lo rápido lento para poder pensarlo, no todo se puede consumir; volver la exclusión en inclusión, somos libres y debemos tomar decisiones en pro del colectivo, no la supremacía dominante del más fuerte; cambiar el desarraigo de creer que lo nuestro no es válido, por el arraigo de creer en nuestra vitalidad. “Los pensadores del mundo no se encuentran en tierras lejanas como antes, viven en medio de nosotros*”; pero en ocasiones nuestro olfato sólo busca el olor de la razón en los otros que no son nuestros.

Somos alguien porque estamos aquí, sintiendo al otro; según los pensadores de actualidad y extranjeros de lo nuestro, excluidos y desiguales; pero nuestras raíces nos gritan de mil formas al oído que somos una cultura joven, con seres vigorosos, fuertes; que manifiestan deseos de soñar, de pensar por cuenta propia; seres utopistas* en búsqueda de no ser nuevamente conquistados intelectualmente. Permitir ese reencuentro con el saber que busca la razón, pero también la no razón; un saber que nos hace auténticos. Aunque somos universales globalmente, también somos hijos del pequeño entorno que nos vio nacer y crecer.

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